Desde 1945 hasta 1958 debutaron en el cine mexicano catorce
directores, la misma cantidad que lo había hecho tan sólo en 1944, el
año anterior a que se impusiera la política de puertas cerradas dentro
de los sindicatos. Esta cerrazón asombra si comparamos, por ejemplo,
las cifras del año de 1946 con el de 1958. Veamos. Las 70 películas
producidas en el 46, fueron realizadas por 38 directores distintos, es
decir que cada uno de ellos realizó en promedio 1.8 películas. En 1958
las 135 producciones del año fueron dirigidas por 45 realizadores, lo
que da un promedio de tres películas por cada director.
Paradójicamente, la producción de 1958 en relación a la de 1946 nota un
aumento del 92%, en tanto que la nómina de directores apenas tiene un
incremento del 18%. Con estos números, resulta explicable que Rafael
Baledón haya podido dirigir once cintas en 1958: ¡casi una al mes¡.
Era inquietante el asunto. Los cuadros técnicos y creativos no se
renovaban y el germen del abandono, sembrado desde el 46, trece años
después ya era una auténtica enramada. Cuando Adolfo López Mateos
ascendió a la presidencia de la República en 1958, la crisis de la
industria fílmica nacional había dejado de ser un espejismo y se había
vuelto ánima en pena (por algo será que en 1959 se suspendió
indefinidamente la entrega de los Arieles).
Hubo algunos hechos relativamente
importantes de este primer año sexenal que, por lo demás, fue
verdaderamente sombrío en términos fílmicos, como lo serán los seis
siguientes. Como todavía sucede, el relevo presidencial se asumió con
entusiasmo, según indica la consigna del borrón y cuenta nueva; si hubo
descalabros se cargaron a la cuenta anterior, y si hubo esperanza o más
bien complicidad, fue una que viviría seis años. Sin embargo, algunos
reordenamientos estructurales que sufrió el país bajo esa
administración, modificaron de algún modo el orden cinematográfico
establecido. En esta etapa se percibió, grosso modo, un
aumento de la presencia estatal en campos que anteriormente estaban en
manos del sector privado, con ello se fueron trazando acciones de un
esquema de economía mixta más complementaria que la del pasado
inmediato. El objetivo de esta mayor injerencia estatal obedeció a la
intención de cubrir huecos que dejaba la inversión privada, estimular
la producción donde se presentaban cuellos de botella, así como inducir
al crecimiento desde el interior de la planta productiva del país.
Bajo este esquema, el Estado
instrumentó una serie de medidas, como adelante se verá, que habrían de
afectar el curso del cine mexicano. Mientras tanto, al frente del Banco
Cinematográfico fue nombrado Federico Heuer, quien anunció una
reestructuración de la industria, con base en un plan que en sustancia
se concentró en el aspecto financiero, pues a lo largo de su gestión se
logró mantener cierta estabilidad cuantitativa, como lo advierten los
números del sexenio: 116 películas en 1959, 114 en 1960, 74 en 1961, 81
en 1962, 86 en 1963 y 112 en 1964. No obstante, esos números no
detallan la miseria que predominó en los esquemas de producción, que
seguían ceñidos a la reducción de costos y tiempo. Al cine mexicano le
estaba pasando lo mismo que al caballo al que su amo le estaba
enseñando a no comer: cuando ya casi lo lograba, el caballo se murió.
De este modo, el modelo de abaratamiento de producción, a la manera de
las series del STIC, siguía desangrando a la industria del celuloide.
Y si esto era lo que pasaba en el
aspecto financiero, las cosas no marchaban mucho mejor en los otros
frentes. Así por ejemplo, la implacable censura de la Dirección de
Cinematografía no sólo proscribió absurdamente la exhibición de dos
películas medianas que se agigantaron con la prohibición: La sombra del caudillo (Julio Bracho, 1960) censurada bajo el argumento de ofender al Ejército, y La rosa blanca
(Roberto Gavaldón, 1961), porque removía amargos recuerdos de la
industria petrolera, sino también se atrevió a ejercer sus criterios
irrespetuosos sobre otras cintas mayores, como Rocco y sus hermanos de Luchino Visconti y La dolce vita de Federico Fellini, exhibidas en la Reseña Mundial de Cine de Acapulco.
Tampoco prosperó, en 1960, el
anteproyecto de una nueva Ley Cinematográfica, propuesta por los
diputados Roberto Gavaldón, Marina Rabadán y Antonio Castro Leal.
Aunque el anteproyecto fue aprobado por la Cámara de Diputados, el
Senado la congeló indefinidamente. Se trataba de una ley rígida y
severa en términos de censura, ceñida a los intereses económicos de la
producción, distribución y exhibición, y que no ofrecía un estímulo
verdadero a la creación cinematográfica, pues ignoraba rubros tan
valiosos como la promoción cultural del cine, su difusión, y la
formación y capacitación.
En 1960 el Estado decidió comprar la
cadena de salas de exhibición del grupo Jenkins, Espinosa Yglesias y
Alarcón: trescientas sesenta y cinco salas, aproximadamente,
pertenecientes a las empresas Operadora de Teatros y Cadena de Oro,
pasaron a manos del Estado, con el fin de extirpar un tumor a la
famélica industria mexicana de cine, cosa que no se lograría como
posteriormente se demostró. El gusto muy nacional de aguardar a que el
gobierno resuelva los problemas, azuzó rumores sobre la posible
nacionalización de la industria (pasarían algunos años para que eso
sucediera)
La compra de COTSA por parte del
Estado no significaba a ciencia cierta una solución para la
crisis que estaba afectando a los feudos cinematográficos, en todo
caso, había resultado ser una operación jugoso para los socios de
Jenkins, que con ello se deshacían de un negocio cada vez más incierto
y expresaban veladamente su desconfianza acerca de la posible
recuperación de la gallina de los huevos de oro.
“[…] La incapacidad de evolución
temática, la estrechez de miras de los productores privados que salían
ganando con sus presupuestos inflados por el solo hecho de producir, y
los titubeos de un principio de estatización que irá apoderándose
paulatinamente del monopolio cinematográfico en lenta escalada (compra
de los Estudios Churubusco-Azteca hacia 1958 y del consorcio de
exhibición Operadora de Teatros en 1961), implantan al inmovilismo como
único credo fílmico. Pero si no hay evolución es que hay involución,
deterioro, corrupción sindical en la línea CTM y líderes eternizados en
sus provechosos puestos, producciones armadas como paquetes
fraudulentos que financia sin chistar el banquito nacional aunque deba
trabajar con números rojos de pérdidas irrecuperables, rechazo
creciente del público local y foráneo, desprestigio imparable del
producto. La crítica ‘combativa’ de la época considera de buen gusto no
ocuparse siquiera del cine nacional”.[1]
Era ese un ambiente propicio para
cultivar las cepas de los bodrios a todo color: las comedias rancheras
con números musicales como las de Antonio Aguilar y Javier Solís; los chili-westerns; los
incipientes dramas juveniles con mensajes edificantes con todas sus
variantes a go-gos; la apología del ring y sus paladines enmascarados,
lidereados por Santo, el Enmascarado de Plata; los cómicos oligofrénicos al estilo de Viruta y Capulina;
las aventuras religiosas de curas heterodoxos, y las pícaras andanzas
donjuanescas del tercer mundo que aspiraba a ser admitido en el jet-set
internacional, pretenciones encarnadas por Mauricio Garcés.
Hay una anécdota de José María
Fernández Unsaín, en aquel entonces uno de los argumentistas más
socorridos por los empresarios del churro al vapor, que
describe con vehemencia los delirios de esta industria: “El productor
Jesús Sotomayor -narra Fernández Unsaín- me llamó un día y me dijo:
‘José María, tengo un cómico nuevo que quiero lanzar. Es un cómico
norteño y se llama Piporro’. Entonces yo, con mi papel y lápiz, sentado
al otro lado del escritorio, anoté: cómico norteño, Piporro. ‘Quiero
hacer con él una película, pero con monstruos’. Anoté: monstruos. ‘Ah,
pero quiero que todos sean monstruos nuevos, no quiero Frankestein ni
quiero Dráculas ni quiero monstruos de la Laguna Negra; quiero
monstruos nuevos y por lo menos seis o siete’. Y yo anotaba: Piporro,
cómico norteño, monstruos nuevos. ‘Y quiero naves espaciales y viajes
intergalácticos, por que es lo que está de moda’. Y yo seguía anotando:
cómico norteño, monstruos nuevos, viajes espaciales. ‘Ah, y vampiros,
porque los vampiros no pasan nunca de moda’. Pues vampiros y, bueno,
déjeme ver. ‘No, no, no, espérese un momentito. Necesito muchachas muy
ligeras de ropa y que sean rockeras. ‘Y un niño, porque los niños le
encantan a las mujeres y toda la familia se emociona con las aventuras
de un niño’. Anoté: un niño, y le dije: bueno, déjame que piense a ver
qué puedo hacer con todo eso. Entonces inventé una película que
consistía en lo siguiente.
“En Venus se han acabado los machos,
hay un régimen matriarcal y deciden, para que no se acabe la raza,
salir a la galaxia a buscar machos. Equipan una nave espacial conducida
por un robot, ah, porque además Sotomayor había pedido un robot. Mandan
allí dos exploradoras, una de las cuales, como la mitad de los
habitantes de Venus, es vampira, y la otra no. Se trepan a la nave y
empiezan a recorrer la galaxia y van capturando machos en los planetas
que encuentran a su paso. Los machos son verdaderamente monstruosos,
pero, bueno, son machos. Embodegan a seis o siete monstruos y cuando
tienen el navío lleno y se regresan, se descompone el navío y cae en
Chihuahua, donde Piporro es cherife. La nave se cae y se rompe, se
desparraman los monstruos y Piporro con su sobrinito empieza a
buscarlos por todas partes. Se enamora de la mujer que no es vampira y,
en fin, es un verdadero horror. La película se llamó La nave de los monstruos y tuvo un éxito sensacional”.[2]
Lo cierto es que los empresarios del
cine mexicano no sólo habían perdido la noción de la estética
cinematográfica, sino la del negocio mismo. Por eso, el cine mexicano
se derrumbaba y perdía sus mercados naturales, es decir los países de
habla hispana de Latinoamérica. Como consecuencia las compañías
distribuidoras internacionales, Pelmex y CIMEX, empezaron a acumular
cuantiosas pérdidas. Además, los productores ávidos de ahorrar dinero a
costa de lo que fuera, comenzaron a filmar fuera del país con el
propósito de eludir las duras restricciones del sindicato y abaratar
costos de mano de obra. Por eso se emprendieron diversos rodajes en
Puerto Rico, en Venezuela, en Guatemala o en algún otro país del
continente. Todo ello repercutió en un debilitamiento de la industria,
que retrocedía cuantitativamente y que cada vez le resultaba más
difícil recuperar sus costos y dar trabajo a todos sus miembros.
El sindicato, particularmente la
sección de técnicos y manuales, que exigía cuotas anuales fijas a los
productores (en dinero o en tiempos de rodaje para dar trabajo a sus
miembros), tardíamente se opuso a estas práctica y trató de sancionar a
aquéllos que las realizaran o promovieran. Pero su inconformidad estuvo
de anticipo maniatada porque la embestida contra este tipo de
producciones foráneas tuvo el efecto del boomerang: algunos gobiernos
del extranjero, afectados por esa iniciativa, amenazaron con gravar con
mayor porcentaje a las cintas mexicanas si el sindicato endurecía su
posición contra las producciones nacionales que optaban por filmar
fuera de México. De suceder así las cosas, para el sindicato eso podría
traducirse en la reducción de los ya de por sí minúsculos mercados del
cine mexicano y, consecuentemente, en la disminución de la producción y
sus fuentes de trabajo, de modo que se dio marcha atrás con las
amenazas y todo continuó igual.
Mientras tanto, el cine español
aprovechó la estabilidad que le confirió a su país el régimen
franquista, y con base en algunas figuras populares y unas fórmulas que
probaron ser rentables (como El último cuplé, y Marcelino, pan y vino,
entre otras), pudo superar al cine mexicano como el de mayor producción
en Hispanoamérica, pues éste transcurría, como ya se vio, por un
periodo de extravío y de pérdida progresiva de los valores y cualidades
que lo habían hecho el favorito de las multitudes latinoamericanas: “A
fines de los cincuenta -propone Carlos Monsiváis-, al extinguirse el
culto por la sinceridad que todo lo redime (la fe en las verdades
estrictas de la pantalla), los recursos del cine mexicano se debilitan
al extremo. Caduca la sacralización del rostro, lo que está en pantalla
no se considera automáticamente la realidad entrañable, y el Star
System, el gran instrumento retentivo del público, lo disminuyen la
muerte (Negrete, Infante), la fatiga, las reiteraciones, y el
aislamiento progresivo. Es la hora de la ‘secularización’ del cine.
“En su crecimiento, las clases medias
ya no encuentran rentable, en lo cultural y en lo psicológico, al cine
mexicano. Los que sustituyen a las Grandes Estrellas desencantan y
frustran (no es su culpa llegar cuando ya prolifera el ‘ateísmo
fílmico’) y quien, para ahorrarse argumentos denigratorios, califica de
‘mexicanada’ a una película, cree distanciarse a fondo de la nación del
mal gusto y el conformismo. No sin sólidas razones, las clases medias
se alejan de aquello que las aprovisionó de tan pintorescas seguridades
y tan nobles incertidumbres, y si quieren modelos-de-vida se atienen a
Hollywood. Y la industria del cine fracasa en sus técnicas de
recaptura: el despliegue de las ‘pasiones complejas’ (el adulterio como
meta en la vida), el tremendismo (‘¡A esa pachanga se llega sin pareja!‘),
el show de la inocencia asomada a la perversión, las ‘audacias morales’
(desnudos estatuarios, situaciones levemente escabrosas). A esto se
añade el desvanecimiento del género rural invención básica de la ‘Edad
de Oro’. Dejan de importar los pueblitos y sus pesares, y lo
agrario se le encomienda las más de las veces al
westernenchilada. Y casi concluye el viaje por los misterios
fisionómicos del México Profundo”.[3]
No obstante, en las postrimerías de
los años 50, la semilla de una nueva generación de gente de cine empezó
a florecer. Gracias en parte a la proliferación de cineclubes, al
inicio de la Reseña de Acapulco (1958), a las noticias que llegaban del
cine de autor realizado por jóvenes cineastas en Europa (la Nouvelle
Vague francesa, el Free cinema inglés, la escuela italiana y el mismo
Hollywood) se despiertó el interés de un grupo de cinéfilos para tratar
de participar en una reconstrucción del quehacer cinematográfico en el
país. Empezaron a figurar, como contrapunto del viejo esquema mexicano
del cine, personalidades como Emilio García Riera, Jomí García Ascot,
Alberto Isaac, Jorge Ayala Blanco, Rafael Corkidi, Juan Luis Buñuel,
Salomon Leiter, Tomás Pérez Turrent, Salvador Elizondo, Carlos
Monsiváis, Carlos Fuentes y otros más que debatían entre ellos o desde
sus trincheras en diversas publicaciones, la ruina del cine mexicano;
agitaban una bandera de vanguardia que exigía el fin de su acartonado
sistema, imputable a la política de puertas cerradas definida por los
sindicatos cinematográficos desde 1945; denunciaban la falta de calidad
de las películas y la torpeza creativa producto de lo rutinario; se
manifestaban en contra de la máquina de hacer churros en la que se
había convertido la cinematografía nacional y demandaban la renovación
de las nóminas técnicas y creadoras dentro de la industria.
Las viejas camarillas, los grupos de
veteranos, obstinados en conservar sus privilegios, los repelían con
esfuerzo, renegaban, se rehusaban a ceder terreno porque creían que su
experiencia o su plaza en el sindicato era justificación de sobra para
tener derecho y defender rabiosamente lo indefendible: una fuente de
trabajo cada vez más escasa y cada vez más pobre en todos sentidos.
El esfuerzo de renovación de este grupo se cristalizó en abril de 1961 con la formación de la revista Nuevo Cine, y con la integración del grupo del mismo nombre. En gran medida inspirado por la revista francesa Cahiers du cinema, de donde habían surgido algunos de los más valiosos representantes de la Nouvelle Vague del cine francés como Jean-Luc Godard, François Truffaut, Claude Chabrol y otros, el grupo Nuevo cine
aspiraba al debate sobre el cine mexicano para después promover y
participar en una nueva época de la industria, una era fértil y
productiva.
Los planteamientos de Nuevo Cine
tuvieron su aparición a la luz pública a través de un manifiesto,
publicado en esta revista en abril de 1961, y que a continuación se
transcribe:
MANIFIESTO DEL GRUPO NUEVO CINE [4]
Al constituir el grupo Nuevo Cine, los
firmantes: cineastas, aspirantes a cineastas, críticos y responsables
de cine-clubes, declaramos que nuestros objetivos son los siguientes:
1. La superación del deprimente estado
del cine mexicano. Para ello, juzgamos que deberán abrirse las puertas
a una nueva promoción de cineastas cada día más necesaria. Consideramos
que nada justifican las trabas que se oponen a quienes (directores,
argumentistas, fotógrafos, etc.) pueden demostrar su capacidad para
hacer en México un nuevo cine que, indudablemente, será muy superior al
que hoy realiza. Todo plan de renovación del cine nacional que no tenga
en cuenta tal problema está necesariamente, destinado al fracaso.
2. Afirmar que el cineasta creador
tiene tanto derecho como el literato, el pintor o el músico a
expresarse con libertad. No lucharemos porque se realice un tipo
determinado de cine, sino para que en el cine se produzca el libre
juego de la creación, con la diversidad de posiciones estéticas,
morales y políticas que ello implica. Por lo tanto nos opondremos a
toda censura que pretenda coartar la libertad de expresión en el cine.
3. La producción y libre exhibición de
un cine independiente realizado al margen de las convenciones y
limitaciones impuestas por los círculos que, de hecho, monopolizan la
producciones de películas. De igual manera, abogaremos porque el
cortometraje y el cine documental tengan el apoyo y el estímulo que
merecen y puedan ser exhibidos al gran público en condiciones justas.
4. El desarrollo en México de la cultura cinematográfica a través de los siguientes renglones:
a) Por la fundación de un
instituto serio de enseñanza cinematográfica que específicamente se
dedique a la formación de nuevos cineastas.
b) Para que se dé apoyo y estímulo al movimiento de cineclubes, tanto en el Distrito Federal como en provincia.
c) Por la formación de una
cinemateca que cuente con los recursos necesarios y que esté a cargo de
personas solventes y responsables.
d) Por la existencia de
publicaciones especializadas que orienten al público, estudiando a
fondo los problemas del cine. En el cumplimiento de tal fin, los
firmantes se proponen publicar en breve la revista mensual Nuevo Cine.
e) Por el estudio y la investigación de todos los aspectos del cine mexicano.
f) Porque se dé apoyo a los grupos de cine experimental.
5. La superación de la torpeza que
rige el criterio colectivo de los exhibidores de películas extranjeras
en México, que nos ha impedido conocer muchas obras capitales de
realizadores como Chaplin, Dreyer, Ingmar Bergman, Antonioni,
Mizoguchi, etc., obras que, incluso, han dejado grandes beneficios a
sus exhibidores al ser explotadas en otros países.
6. La defensa de la Reseña de
Festivales por todo lo que favorece al contacto, a través de los filmes
y de las personalidades, con lo mejor de la cinematografía mundial, y
el ataque a los defectos que han impedido a las Reseñas celebradas
cumplir cabalmente su cometido.
Tales objetivos se complementan y
condicionan unos a otros. Para su logro, el grupo Nuevo Cine espera
contar con el apoyo del público cinematográfico consciente, de la masa
cada vez mayor de espectadores que ve en el cine no sólo un medio de
entretenimiento, sino uno de los más formidables medios de expresión de
nuestro siglo.
México, enero de 1961.
El grupo Nuevo Cine: José de
la Colina, Rafael Corkidi, Salvador Elizondo, J.M. García Ascot, Emilio
García Riera, J.L. González de León, Heriberto Lafranchi, Carlos
Monsiváis, Julio Pliego, Gabriel Ramírez, José María Sbert, Luis Vicens.
A los firmantes se sumaron
posteriormente José Báez Esponda. Armando Bartra, Nancy Cárdenas,
Leopoldo Chagoya, Ismael García Llaca, Alberto Isaac, Paul Leduc,
Eduardo Lizalde, Fernando Macotela y Francisco Pina. El grupo Nuevo Cine
duró lo que la revista. En agosto de 1962 se editó su último número
aunque, posteriormente, muchos de sus miembros y simpatizantes
continuaron su búsqueda de un modo individual. La aparición de este comando kamikase
significó un grano de arena en provecho de las tareas de difusión y
promoción de la cultura cinematográfica, que por otros frentes también
comenzaban una modesta avanzada. Así fue como, en 1962, la Universidad
Nacional Autónoma de México, a través de su Departamento de Actividades
Cinematográficas, inició la publicación de su colección de libros Cuadernos de cine
y se dio a la tarea de organizar una cinemateca, precursora de la
actual Filmoteca de la UNAM, en una labor dirigida por Manuel
Barbachano Ponce y Manuel González Casanova. A éste último se le debe
en gran parte la apertura de otras avenidas académicas que sirvieron
para profundizar seriamente en el estudio del cine (más adelante se
verá su participación en la fundación del Centro Universitario de
Estudios Cinematográficos de la UNAM).