Por Samuel Lagunas
Desde Morelia
No se puede negar que las primeras cuatro funciones de la Selección Oficial del Festival Internacional de Cine de Morelia en su edición 15 fueron cintas muy por debajo de lo esperado. Aunque “Oso polar” (Marcelo Tobar, 2017) tenía cierto encanto por ser filmada exclusivamente con iPhones y “Cuadros en la oscuridad” (Paula Markovitch, 2017) dejó entrever una reflexión sobre la importancia de preservar el arte en tiempos de violencia y represión, ambas quedaron lejos de convertirse en cintas inolvidables. Ni qué decir de la desangelada exploración del tedio que vimos en “Sinvivir” (2017) o de la desfasada y plagada de lugares comunes “Casa caracol” (2017).
Afortunadamente, la Selección dio un giro inesperado con “The drawer boy” (2017), primer largometraje de ficción de Arturo Pérez Torres. En la película, una compañía de teatro documental llega a Huron, Ontario, con el objetivo de convivir con los granjeros y montar una obra sobre ellos. Miles (Jakob Ehman) llega a una casa habitada por dos hombres solitarios: Angus (Stuart Hughes) y Morgan (Richard Clarkin). Desde el principio, Miles se entera de la extraña condición de Angus, quien padece continuamente pérdida de la memoria a corto plazo además de jaquecas y alucinaciones. Sus últimos recuerdos provienen de un cuento que Morgan le cuenta cada noche: la historia de dos amigos, uno dibujante y otro granjero, que, en la guerra, conocen a dos chicas, se enamoran, se casan con ellas y juntos construyen una casa cuyos planos fueron dibujados por Angus. La intromisión de Miles en la vida cotidiana de los granjeros es gradual; primero aprende a ordeñar vacas y a usar un tractor, pero poco a poco va internándose en la trama que los amigos comparten. Con una puesta en escena bastante teatralizada (el reparto es primordialmente de actores de teatro), Pérez Torres consigue una cinta impecable que traspasa las fronteras entre el cine y el teatro, entre la ficción y la realidad. Poco a poco, gracias a un suspense bien administrado, los espectadores acompañamos a Miles en el develamiento de los secretos que han construido la intermitente vida de Angus. Al igual que en “El gran pez” (2003), en “The drawer boy” aparecen preguntas siempre valiosas sobre la relación que guardan las artes con la vida y sobre la pertinencia y la necesidad de contarnos historias para sobreponernos a nuestros traumas.
“Los adioses” (2017), segundo largometraje de Natalia Beristáin, antes dirigió “No quiero dormir sola (2012), nos relata también la historia de una mujer que encuentra en la escritura una forma de realización personal y de resistencia al arraigado y opresivo entramado social que encadenó –y sigue encadenando– a las mujeres al esposo, a la maternidad y a la casa. Esa mujer es Rosario Castellanos a quien veremos en dos momentos de su vida, en su juventud (Tessa Ia) cuando conoce y se enamora del joven estudiante de filosofía Ricardo Guerra (Pedro de Tavira), y años después, en el reencuentro que ambos tienen y en la vida en pareja que inician. A partir de las “Cartas a Ricardo” publicadas póstumamente, Beristáin logra contar una historia de amor y desamor tan sólida como compleja. La Rosario interpretada maravillosamente por Karina Gidi, quien no debería tener problema en obtener el galardón de Mejor Actuación, es una figura ambigua: por un lado, se abre paso en el marcadamente masculino mundo cultural y universitario del México de los 60, mientras que en casa debe resistir los obstáculos que el mismo Ricardo (Daniel Giménez Cacho) le impone. Gracias a la fuerza de sus actuaciones y a la redondez del guion, “Los adioses” se posiciona como una de las cintas mexicanas más completas del año, además de que irrumpe, con sensibilidad y sin perder el rigor documental, en un momento histórico poco explorado desde un ángulo irremediablemente ambivalente (las relaciones de pareja) pero vital para entender los juegos de poder y las formas de opresión a las que constantemente se vieron sometidas las escritoras y las intelectuales mexicanas de esa generación.
Si “The drawer boy” cautiva por la dirección de Pérez Torrez y “Los adioses” por la actuación de sus protagonistas, “Ayer maravilla fui” seduce por su argumento. El segundo largometraje de Gabriel Mariño parte, en palabras de él, de aquella cinta de Don Siegel “Los usurpadores de cuerpos” (1956), pero en su realización bien podría emparentarse con las fábulas del novelista portugués José Saramago. La anécdota es la que sigue: un eterno y anónimo ente toma el cuerpo de una persona y lo utiliza hasta dejarlo cansado para después volver a tomar otro. La primera secuencia es tan fascinante como enigmática: un anciano descubre sus manos, las mueve en una danza silenciosa. Sus manos tiemblan incontrolablemente. Después
de regar las plantas el hombre acude a una peluquería donde conoce a Luisa (Siouzana Melikian). A la mañana siguiente, el anciano despierta siendo una mujer joven llamada Ana (Sonia Franco). Entre ambas mujeres nacerá una relación entrañable pero imposible. El ente en algún momento mudará de cuerpo de nuevo y Luisa se descubrirá en una encrucijada inesperada. La continuidad creada entre los personajes que encarnan al ente está estupendamente conseguida y la resolución es poco más que sorpresiva. Filmada con una sencillez desarmante y en un blanco y negro que crea una sensación de atemporalidad, “Ayer maravilla fui” nos ofrece una de las historias más íntimas y extrañas del Festival, más inquietantes e inolvidables.
The Drawer Boy – Trailer from Open City Works on Vimeo.