Por Matías Mora Montero
Desde Morelia
Seguimos con los textos en relación con esta edición del Festival Internacional de Cine de Morelia 2023, en esta ocasión, toca reseñar “The Holdovers” y “Valentina o la Serenidad”, dos cintas, que están unidas porque en sus protagonistas se siembra el dolor de la tragedia; se siembra y cultiva mientras estas historias progresan y se bifurcan en diferentes moralejas, conclusiones y tipos de cine.
“The Holdovers”
Previo a que arrancará la función, la fundadora y directora general del FICM, Daniela Michel, presentó la película, no sólo con la intención de introducir un mensaje que el cineasta de la cinta, Alexander Payne, le mandaba a las audiencias de Morelia, sino también para resaltar su propio gusto por “The Holdovers”, al afirmar: “Es una joya de película”. Daniela Michel tiene toda la razón, es una joya de película. De las mejores vistas en esta edición del festival.
Me regresó, en cierta medida, a la experiencia de ver “El triángulo de la tristeza” en la edición pasada del festival, la euforia de una risa unísona constante provocada por un excelente humor cinematográfico. La cinta de Payne es navideña, pero no necesariamente alegra, lo cual no contradice que es exquisitamente divertida. La trama nos lleva a 1970, a la Academia Barton. Música de The Chamber Brothers explota en los dormitorios, mientras alumnos hacen lo usual: se pasan granos y porros de marihuana, se trafican dicha mota por revistas porno, insultan a las madres de sus compañeros a través de albures… Sus secuencias iniciales parecen explotar de páginas de alguna novela de David Foster Wallace y, algo probablemente inusual, estos estudiantes empacan. Las vacaciones de invierno están a la vista. Y la historia gira en torno a que el profesor de Historia Antigua, Paul Hunham, interpretado por un impecable Paul Giamatti, exigente docente que ahora se ve atrapado con encargarse de aquellos alumnos que por alguna razón deben quedarse en el campus durante las vacaciones. A nadie realmente le cae bien Hunham, alumnado y docencia por igual lo odian, lo hacen a un lado de la convivencia social. Le llaman “Bizco” porque, pues, lo está. Está solo y tiene una condición física que exhala de su cuerpo un mal olor. Cuando iba en la universidad un compañero le hizo plagio a un trabajo, acusó a Hunham de haber sido el culpable del plagio y luego Hunham procedió a atropellarlo con su coche. Lo expulsaron, claro. Dice cargar un código de honor donde “los hombres Barton no mienten”, y él miente. Es un personaje brillantemente solitario, triste, patético, identificable. Por el otro lado, está Angus Tully, quien interpreta aquí un prometedor y eficaz Dominic Sessa, estudiante que saca buenas notas, aunque trae consigo muchos problemas, ha sido expulsado de varias escuelas y, en caso de que Barton se convierta en otra, será mandado a una academia militar. Es rebelde, es joven. Es rebelde porque es joven y viceversa. Experto en cagarla, diríamos en México. Su padre sufre demencia y está internado en Boston. Su madre ha encontrado a alguien nuevo, esto es lo que causa que estas vacaciones la recién casada pareja se vaya de luna de miel y dejen a Angus atascado en Barton. Su cuerpo se hunde en depresión, en ira, en confusión ante aquello por lo que su situación doméstica se ha tornado junto a la salud de su padre. Está desesperado por salir al mundo, este encierro con el Bizco lleva cada emoción, guardada y expresada en Angus, al extremo. Y nuestra tercera y última protagonista es Mary, compleja actuación de parte de Da’Vine Joy Randolph, quien es la cocinera de la escuela que se queda con Angus y Paul, la que, ante toda la imposibilidad de lograrlo, logra soportar a ambos. Quizás esto sea porque la confrontación provocada entre profesor-alumno es insignificante comparada ante el dolor de perder a un hijo; recordemos el año en que se sitúa la cinta, entonces podemos entender que su hijo fallece en Vietnam.
Mary no tenía dinero para mandar a Curtis, su pequeño, a la universidad. Cuando Curtis se despedía de su madre antes de partir a la guerra le dijo a la misma: “Ma, mira lo bueno, tendré una beca militar y podré ir a la universidad”. Aquella línea te rompe el alma. Porque uno de los mayores logros de la nueva obra de Payne es el perfecto balance entre lo emotivo y lo divertido. Cada secuencia es tratada con el respeto necesario. Sea para lograr una cierta emoción u otra, eso te habla de un gran cineasta sabiendo lo que su película necesita ser y cómo lograrlo. Cosa que no podría ser más ejemplificada que con la de Scorsese, de la que en breve hablaremos.
Daniela Michel nos hizo otra promesa a la audiencia que pudo cumplir: “Es una película no sólo ambientada en los 70, sino que también se siente como una película de los 70’”. Desde que arranca con logos de estudio correspondientes a la época intuyes el razonamiento de esta declaración. Y aparte del elemento visual de la película, los vibrantes colores, el granulado y la propia cámara en movimiento nos regresan a un cierto cine setentero; la música claro que añade, pero ante todo la manera en cómo el lazo entre los protagonistas, sus conexiones a su contexto social y la propia escritura del guión van evolucionando hacen de esta cinta una que escapa su fecha de estreno, se vuelve atemporal en sus enseñanzas y en su forma de hacer sentir a una audiencia, pero ante todo se vuelve una máquina del tiempo fabulosa. Imperdible cinta sobre todo para visionar en gran compañía, ya que otorga, de forma asegurada, un gran rato en el cine. Probablemente estrene para las propias vacaciones de invierno y será tan esencial como poner las esferas en el árbol familiar.
“Valentina o la Serenidad”
Danae Ahuja Aparicio (Valentina) y Ángeles Cruz (directora) en la alfombra roja de la película en el FICM, foto para Correcamara por Constanza Samaniego
El segundo largometraje de la mano de la realizadora Ángeles Cruz es simplemente precioso. Cruz mantiene la promesa que deja en “Nudo Mixteco”, su debut como directora, de contar historias poco escuchadas desde un lugar de absoluta sinceridad y respeto, tanto para aquellos que retrata como con la tarea que el cine impone sobre aquellos que se adentran a tratarlo. En esta cinta, Cruz se arriesga a tratar con las infancias, aún más, con cómo una tragedia entromete de forma abrupta con sus juegos. El duelo podría ser el tema principal, pero se trata con un cariño y una dureza tan precisa, que es imposible no connotar muchos otros temas dentro de la duración de la película.
En esta, Valentina, niña de ocho años que disfruta jugar a ser Trueno (Kandi) con su amigo Pedro, es golpeada con la repentina muerte de su padre, quien ha muerto en un accidente automovilístico al estar encaminado por una muñeca de regalo para su hija. Mientras la familia llora y duele y, ante todo, tratan de superar la pérdida, la pequeña Valentina se apega a la idea de que “el señor de la caja no es mi papá”, y que su padre ahora vive en el río.
Poco a poco, la realización va entrando a su cuerpo, se manifiesta como un demonio que va poseyendo su alegría, energía, incluso su voz le son extraídas. Valentina empieza a faltar a la escuela, deja de comer, le cuesta poder expresarse y se sostiene en la negación. Estos son los síntomas de la depresión. Es muy duro como espectador verlos en un personaje cuya edad ni siquiera alcanza los dos dígitos. Te rompe el alma identificar ciertos sentires extremos y fríos en alguien que carga con tanta inocencia. Hay una impotencia en ello. Impotencia que funciona a favor de la película, te conecta, la empatía se vuelve de lo más primordial y conforme alcanzas la resolución de su narrativa, un sentimiento fuerte y cálido reafirma una esperanza con la que esta nueva obra de Cruz juega mucho.
Es difícil dirigir niños dentro del cine, desde siempre ha habido un debate moral de si la industria cinematográfica es un espacio donde las infancias puedan participar. Sobretodo, tras décadas de abuso mayormente ocurrido en sectores de la industria como lo es Hollywood. Lo que Cruz logra se lleva a cabo con absoluta solidaridad hacia sus actores y personajes, su público, en este caso, muy bien podrían ser las infancias que retrata y aunque es una película que me ha conmovido tanto como al resto de la audiencia que la vio en el FICM, espero sus audiencias se alineen con las edades de su protagonista, se dejen entender las complejidades de la mortalidad que conlleva vivir, y se adentren en un relato de superación y magia, donde la magia, a la par, reside en la importancia de salvaguardar la tradición y cultura de pueblos originarios y portar el manto de la diversidad de México con gran orgullo. No sólo en la infancia, sino a través de todas nuestras vidas. Cruz demuestra ser no sólo una voz poderosa, en cada encuadre hay significancia e importancia, a la vez, en sí una voz importante dado que representa un sector de la población del cual o no se habla o se habla desde una postura de privilegio y soberbia. Caso contrario a lo logrado en “Valentina o la Serenidad”, película que es tratada con los ojos maravillosos de la infancia, ojos que ante la crudeza de la brevedad de la vida de nuestros seres cercanos, se mantienen fuertes. Entendamos que los niños lloran, que no son seres menos complejos que el adulto o el adolescente, entendamos que, quizá, ellos entienden más que nosotros.