Por Matías Mora Montero
Desde Morelia
El Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) continúa en su 22ª edición y en esta ocasión se iluminan las pantallas con estrenos internacionales de mucha anticipación. Películas donde nombres conocidos llaman al espectador a encontrarse con sorpresas sumamente emotivas. Estos nombres pueden ser los de un actor, como aquellos de una serie que acaba y todos extrañamos; pueden ser nombres titulares de la película, anunciando así que su personaje encabezará la obra con gran fuera; o, por supuesto, puede sólo ser el nombre del presidente más naranja en la historia de Estados Unidos. En todo caso, en las tres películas con las que lidiamos en este texto: “A real pain”, “El aprendiz” y “Anora”, una tristeza fluye, una tristeza profunda y aparentemente inherente a los nombres que en sus pósters nos conjuran hacia la sala de cine.
“A real pain”. Director: Jesse Eisenberg
El duelo nos sacude el mundo entero, encarna nuestras preocupaciones y las lleva al todo, conduce nuestra ansiedad al límite y libera emociones fuertes, espontáneas y cruelmente reales. Kieran Culkin es Benji y Jesse Eisenberg es David, primos cuya infancia les otorgó un lazo de hermanos, les dio aquella naturaleza del dúo que nunca verías separado y, sin embargo, se han distanciado. Esta distancia se debe a una serie de factores que se van desenvolviendo conforme la trama avanza, pero lo que se vuelve evidente es la necesidad que tienen el uno del otro. Su abuela ha muerto y Benji, el más excéntrico, sensible, carismático e impulsivo de los dos primos, ha tenido que lidiar con un dolor que sea, quizá, aquel dolor al que el título de la película hace referencia pero, a la vez, un dolor que la cinta tomo absoluta responsabilidad de tratar de entender, de llevarlo a un contexto mayor, donde el fallecimiento de la abuela obliga a los primos a recorrer su historia familiar al viajar a Polonia.
En Polonia, su abuela tuvo que vivir y sobrevivir los horrores de los campos de concentración, constantemente se nos dice que sobrevivió gracias a “mil milagros”, y sus nietos cargan con su legado, a pesar de su privilegio moderno. Es un dolor que los ha cortado profundamente, que traspasó lo personal para alcanzar las raíces culturales de lo personal. Es a partir de las emociones de Benji y su compleja relación con el pasado que comprendemos todo aquello que Eisenberg, como autor de la película, busca: un estudio de personaje que le hable a cada matiz presente en la pérdida y al gran vasto solitario del mundo.
Mientras deambulan por las ciudades tan bellas y enriquecedoras de Polonia, los primos se encuentran en un mar de conversaciones que varían entre lo intelectualmente estimulante y lo personal, regularmente más que variar se entrelazan, acompañadas de la gran arquitectura, las extensas caminatas y la música clásica. En forma, “A real pain” es hija indudable del cine de Woody Allen, inclusive en el enlace al judaísmo. Es una imaginación más acertada a cómo se vería el cine de Allen en un contexto contemporáneo, que la propia obra contemporánea del escandaloso cineasta detrás de “Manhattan”. Pero a pesar de cargar el estilo, a forma de heredera, de uno de los más reconocidos cineastas neoyorkinos, Eisenberg no se queda en el homenaje, sus personajes le interesan con una delicadeza extrema.
Ante todo, es una obra vulnerable, asimila la naturaleza de una herida, corta y te hace ver su sangre poco a poco. A la par, contiene escenas donde ambos primos, sobre un tejado y fumando marihuana, intentan asimilar y sanar todo aquello que los ha mantenido a distancia. No es una película pesimista (como gran parte de la obra de Allen), pero tampoco es optimista, nuestros personajes se mantienen a la deriva, alejados, por voluntad propia, de afrontar sus realidades. Y cuando lo hacen, se percatan de la gravedad de éstas, las risas que tanto llegaban a caracterizar el ver gran parte de la cinta se van tornando en lágrimas, porque quizás, y sólo quizás, esperábamos verlos aliviar por completo su dolor, con tal de esperar que el nuestro se vaya también. Una película excepcional.
“El aprendiz”. Director: Ali Abbasi
“Era 2016 y tenía once años”, estas palabras no son el inicio de mi autobiografía, no se preocupen, pero sí son el momento exacto en donde entendí que en el mundo existía el diablo, un ser grotesco, gordo y naranja de nombre Donald Trump. Su presencia me hipnotizaba, se movía como si el mundo entero ya fuera suyo, hablaba como si fuera el dueño de la verdad, aunque de su boca salieran puras mentiras. Con el tiempo, encontré que este rayo de iluminación que fue Trump era la representación perfecta de la decadencia de la sociedad americana, el colapso de la coherencia, la validación de lo banal entrando a los grandes poderes. Mi fijación por Trump sólo creció, su cabello con vida propia, sus gestos, su aspiración de ser siempre el mejor, aspiración cementada en falsedad.
No me tomó mucho tiempo darme cuenta que Trump no es un ser humano, es un cúmulo de permisos prohibidos, de luchas silenciadas, de avaricias alabadas. Es una pose, es una frase: Make America Great Again. Pero, Señor Trump, ¿cuándo fue América grande? Trump es la total incomprensión de la historia y, por eso mismo, será el motivo de quienes nos recordarán en los libros de historia su ignorancia y el orgullo que muestra por la misma no será suya, será nuestra, de esta maldita y perversa época en la que nos tocó habitar.
Naturalmente, en la farsa que es su existencia, Trump se convirtió en una caricatura: fácil de imitar, protagónico en SNL, en desayunos familiares, en memes y discusiones culturales que poco tenían que ver con su persona y todo con aquello que lo rodea, las serpientes de la élite estadounidense que buscan, a través de Donald Trump, apoderarse de todo y salir a bailar en declarada pero falsa inocencia. Así que cuando se anunció “El aprendiz”, película sobre la juventud de Trump, protagonizada por Sebastian Stan y con Jeremy Strong como Roy Cohn, el mentor y hasta cierto punto creador de Trump, me preocupé, ¿sería ésta sólo otra caricatura?
Muchas cosas pudieron haber salido mal, desde que acabará siendo un episodio de SNL llevado al cine a que fuera propaganda liberal sin propuesta más allá de juntar votos para Kamala Harris (otra villana sin piedad), pero no, “El Aprendiz” es una película exquisita. Una cinta que no nos muestra la caricatura que es Trump, más bien nos explica cómo esta se dio, pues es un gran y glorioso ejemplo cinematográfico donde las circunstancias de nuestra sociedad permitieron el ascenso de tal repugnancia. Si bien la cinta es tremendamente divertida, entre el lenguaje banal de sus personajes, la pobreza intelectual que presentan, las conexiones bizarras a su cultura popular (Trump y Warhol conversando, siquiera coexistiendo, es hilarante), algo que me sorprendió fue que, ya en la sala, la chica que estaba al lado de mí llegó a llorar sin perdón alguno. No la culpo, la película sabe mantener su enfoque, su crudeza, su objetivo de dar a entender que este pobre chico lleno de metas y aspiraciones se volvería el diablo encarnado. Es otra adaptación de Frankenstein, Roy Cohn, magnate abogado en defensa del mal, acoge a Donald y lo retuerce a su gusto, no sólo llega a esculpirlo a su propia imagen, sino que lo convierte en un ser más agresivo, ingrato y despreciable. Y el monstruo que ha creado lo va a traicionar si esto le permite escalar más arriba por esta pirámide de hambruna por poder para construir la más alta torre a la que, claro, le pondrá su nombre. Trump Tower, Trump Hotel, Trump America, “no es ego, es que vende”, se defiende el joven Donnie cuando le preguntan el por qué a todos sus proyectos y productos les adjunta su nombre.
Y entre sus muchas enseñanzas, Roy Cohn le enseñó que el cliente más importante es Estados Unidos. Y en términos actorales, Sebastian Stan es sólo eso al principio, es un reflejo de sí mismo, sin más que una peluca para caracterizarlo, pero conforme la película avanza y Trump adquiere todos su manierismos, falsos, planeados y robados, no queda un solo fragmento de Stan, es la imagen viva del actual candidato y expresidente de Estados Unidos, este aspecto de Trump, el político, no es uno que la película explore, pero la bandera de su país se refleja en sus ojos. Su gran próxima adquisición.
“Anora”. Director: Sean Baker
Es difícil construir una realidad que se sienta “objetiva” en el cine, no sólo me refiero al hecho de capturar un sentido de realismo, sino al reto de ignorar ciertas perspectivas sociales que en nuestro tiempo, son tendencia. Agarrar conceptos como “la mirada masculina” o “el discurso feminista” y dejarlos un poco de lado para dar paso a un camino directo y hasta cierto punto cruel a lo más humano, en sus excesos y tragedias, esto es el cine de Sean Baker. Es el cine directo, sin excusas ni desviaciones, es la vida de los marginados de América lidiada con una complejidad sorprendente.
“Anora”, su más reciente película y ganadora de la Palma de Oro en Cannes es su mejor, a la fecha, porque logra elevar todo aquello que en sus películas pasadas como “Red Rocket” y “The Florida Project” ya venía logrando, el estado más complejo, emotivo y hasta filosófico en la vida de aquellos que gran parte del cine y las narrativas ignoran. Por esto mismo, su cine es de alta y genuina importancia, a la vez que de una tristeza inherente y brutal: estas no son historias de ganadores, ni de inspiradores sobrevivientes, sino de sobrevivientes por necesidad, que apenas y llegan al plano final de sus historias, a los cuales siempre se llega en una conmoción enorme, por las diferentes variables que cada una de sus películas contiene.
Y si su pasada “Red Rocket” iba sobre un actor porno obsesionado con una menor a quien quiere llevar al estrellato de la industria de cine de adultos, un peliculón absuelto de índoles moralistas y por ende mucho más complejo que la típica película sobre la pedofilia, “Anora” regresa a Baker en su interés en las trabajadores sexuales, ya que su hegemónica protagonista es una stripper que, por azares de la vida, acaba casada con un millonario ruso rico más joven que ella e infinitamente más estúpido. Este ruso, de nombre Iván, no es más que un mocoso mimado, un niño cuyo juego es el sexo y las drogas, que en ningún momento de la película, ni en presencia de su adinerada y burguesa familia europea, está sobrio. El problema viene cuando dicha familia europea de alta élite, por supuesto, no se puede permitir el escándalo de que su hijo ande casado con lo que ellos, en su ignorancia y falta de respeto, llaman “una prostituta”.
Pero Anora resiste, resiste inútilmente, es una película sumamente trágica, donde a pesar de sus mayores esfuerzos, nuestra protagonista nunca tuvo voz ni voto, tan sólo la ilusión de un gran sueño. Y Mikey Madison, actriz protagónica, es Anora. Su cuerpo y mente transformados por completo en lo que me gustaría llamarle “la actuación del año”, pero tiene una naturaleza superior a eso, quizá otorgada de forma colaborativa con la dirección de Baker, que en su planteada y previamente hablada objetividad, es casi de documental, por más alocada que sea la situación en la que se desenvuelve Anora.
Gracias a los extremos, ansiedad y ritmo cocainómano que contiene la cinta, es una experiencia imperdible en las salas, donde las risas no faltan, hasta que sobran y la película afronta su inherente y profunda tragedia, todo alrededor de su protagonista. Anora es olvidada, es dejada atrás, es llevada al llanto. Y a pesar de sus elementos cómicos, la cinta de Baker te deja con disgusto y desesperación, quieres abrazar a Anora, sientes su pesar como si la pantalla de cine estuviera hecha de carne y hueso. Esto es, posiblemente, lo más cercano que el cine se siente a ser algo real, y duele, duele muchísimo. “Anora”, la mejor película del año, de uno de los mejores cineastas de la actualidad, llega a cines de México en enero tras su recorrido por esta edición del FICM. Es mágnifica, trágica, su último plano me acecha en sueños y prueba, de alguna manera, que el cine es un acto de importancia.