Por Ali López
Pedro González-Rubio, el director de la multipremiada “Alamar” (2009), filme situado en la frontera del documental y la ficción, presentó su más reciente filme, “Ícaros” (Costa Rica-Francia-México | 2015), como parte de la competencia nacional en el Festival Internacional de Cine UNAM. Una cinta documental sencilla, de apenas 60 minutos de duración, que basa su narrativa en la anécdota simple y una cámara preciosista.
Marcel decide dejar su casa, su país, su vida; decide irse a un paraíso alejado del ejercicio Militar. Marcel deja España para ingresarse en la selva de Costa Rica. Corría el año de 1974 cuando escribió esto en una carta para su madre. Ahora aquel joven idealista es un chamán fusionado con la selva de Centroamérica; un gurú cano que guía a jóvenes mujeres por los caminos del éxtasis libertario, el despojo de lo mundano y la promiscuidad del morbo. Marcel es uno con la selva, su selva. Es el caballo blanco desbocado que encuentra la paz entre los ríos cristalinos de aquella zona.
La fotografía, su manera colorida e íntima de retratar a la naturaleza, a Marcel y sus relaciones, es el punto más alto de la película. No hay mucho más. La trama sencilla, llevada con buen ritmo, pero sin proponer ni insinuar demasiado, se queda corta. Lo que más importa en esta cinta es el simbolismo, lo sintagmático; el contexto más que el texto y lo abstracto más que lo concreto.
Importa Marcel y su decisión, y el discurso que da ahora. ¿De qué nos sirve olvidarnos del mundo? ¿Para qué abstraernos de la sociedad? ¿Sirven o no las reglas? Porque hay quienes vuelven, hay quienes van a pasar unas horas de dicha entre el lodo purificador de la jungla, pero después toma su ferrocarril de vuelta; hay quienes no aguantan la tormenta. Porque la tormenta sigue azotando, intentando. La tormenta viene de lejos, de donde nos traen lo plástico. ¿Qué ata a Marcel a la selva? ¿O es la selva la que necesita de quien la vea, de quien la escuche cuando cae el árbol? Marcel no habla, se comunica de otras maneras; pero la sociedad, a la que ya no pertenece pero lo busca, necesita de su palabra, pues ahora ya es un héroe para los disidentes.
El lugar en el mundo de Marcel no está tan lejano como parece, pues aunque se esconda en el infierno verde, necesita de la jungla de concreto para ser diferente; no hay el uno, si no hay el otro, y sólo puede llamarse libre, y sólo puede decirse desatado, si hay hilos que lo tengan unido a las manos invisibles de lo establecido. Es el papel del hombre (como género masculino) que huye de las responsabilidades impuestas culturalmente. Las de ser el fuerte, el que es capaz de matar, de tomar un arma; Marcel se entiende débil (débil para aquellos que dictan las normas arcaicas), se entiende inútil; y prefiere construir su universo.
“Un etaj mai jos” (Un piso más abajo | Radu Muntean | Rumania – Francia – Alemania – Suecia | 2015) es una ficción; la historia de un hombre simple, Patrascu (Teodor Corban), que vive en un apartamento sencillo, con su familia pequeña pero bien construida, y con un trabajo poco notorio pero estable. Todo transcurre sin trivialidades, corre junto a su perro como cada mañana, cuida de su salud y evita caer en tentaciones. Pero es testigo de un altercado, un altercado entre una pareja que parece no tener mayor repercusión que la de la curiosidad; pero ésta, asesina de gatos, hace que Patrascu sea testigo de un posible homicidio. El hecho llama la atención de los vecinos, dela sociedad, y de la policía; el mismo hijo de Patrascu está también a la expectativa del suceso. Pero él, el único que podría tener un indicio de la verdad, decide guardar silencio. Cargando la loza del mudismo, y sobrellevando los problemas morales a los que se enfrenta, Patrascu ve como el asesino se acerca a su vida, sin que él pueda hacer algo para remediarlo.
Patrascu es similar a Marcel, pues decide huir de las responsabilidades, de los “deberes”; decide enfrentar al mundo él solo, pues sólo así controla lo que sucede. El problema aquí es Patrascu no huye lejos, a otra tierra, huye, y a huido, siempre hacia adentro; encerrado en su piel, en su cuerpo, con los sentimientos guardados bajo una tumba de carne y hueso. También cree poderlo todo, y tendrá que enfrentarse a su propia tormenta para demostrarlo.
Bajo el primer plano de felicidad, el personaje principal tiene un velo de desasosiego, de desesperanza y apatía. Su hijo no lo tiende, ni tampoco él entiende a el preadolescente; separados por siglos de tecnología, la frialdad de la estima simple y pacífica de sirve en un plato de cereal todas las mañanas. Su esposa es la compañera de trabajo que no facilita el goce de éste; trabajan porque alguien tiene que hacerlo, pero no están maravillados por hacerlo. El cuento de hadas terminó hace mucho. Pero un evento, el del posible asesinato, se vuelve un giro dramático para Patrascu. Ahora tendrá la oportunidad de demostrar quién es el hombre de la casa, quién manda, y quién pude o no decidir.
Otro hombre que tiene que luchar contra las condiciones que se han impuesto sobre él. Este señor no quisiera mayor problema, desearía continuar con su llana vida, peo ante el invasor, un joven atractivo (que seduce a la esposa) y cercano a los nuevos paradigmas (siendo cercano así al menor de la familia) irrumpe en su casa, en su templo, en su cotidianeidad. Patrascu demostrará quien es el rey. Y por muy machista, lejano y arcaico que parezca, esta lucha es la lucha de un hombre del Siglo XXI, que mantiene aún las ataduras de los antiguos cánones.
El papel del hombre actual en su entorno, el del hombre que lucha por no ser lobo, y el lobo que lucha por no convertirse en hombre; como diría Bosé, y perdón que lo cite, entre la bella y la bestia no hay superioridad. La versión 2.0 de Dr. Jekyll y Mr. Hyde.