Por Eduardo de la Vega Alfaro
 

Para Luis Tovar, amigo y colega

Nacido en Durango, Durango, el 17 de julio de 1909 e interesado desde su infancia por el arte, Julio Bracho Pérez Gavilán fue uno de los integrantes de una familia que aportaría mucho a la cultura del México postrevolucionario. Documentos oficiales indican que Bracho hizo estudios primarios y secundarios en el afamado Colegio Francés de la Ciudad de México (por el que también pasaron otros colegas futuros colegas suyos como Chano Urueta y Fernando Méndez) y que en 1922 ingresó a la prestigiada Escuela Nacional Preparatoria cuando contaba con trece años de edad. Más tarde abandonó sus estudios universitarios de medicina, arquitectura y filosofía y letras, carrera que cursó durante tres años, lo que, según un reportaje de “Don Porfirio” (Cf. El Uinversal, 7 de junio de 1952), le permitió conocer “las excelencias del clásico griego, francés y español [y le]  apasionó como a todo el mundo en aquel entonces el teatro realista de Pirandello, al igual que encontró bellezas sin límite en lo escrito por Bernard Shaw, Ibsen y Cocteau”. Luego de militar en el movimiento en pro de la Autonomía Universitaria (lo que años después  se traduciría en una visión entre nostálgica y crítica de los principales personajes de su película “Distinto amanecer”) y de simpatizar con el vasconcelismo en buena medida impulsado por su diligente amiga y promotora Antonieta Rivas Mercado, Bracho pudo incorporarse al medio teatral a través de una serie de actividades que lo llevarían a fundar, junto con la actriz Isabela Corona (su primera esposa)  y el pintor y escenógrafo Carlos E. González, el grupo Escolares del Teatro, germen de lo poco después sería el Teatro Orientación. A partir de septiembre de 1931, Bracho se da a conocer en el ambiente cultural del país al dirigir de forma audaz obras de John M. Synge (“Jinetes hacia el mar”), Francisco Monterde (“Proteo”), Franz Werfel (“Maximiliano y Carlota”)  y August Strindberg (“La más fuerte”), además de una obra escrita por él mismo: “El lago sin luna”.

Por aquel tiempo conoce a Julio Saldívar, propietario de la hacienda pulquera de Santiago Tetlapayac, Hidalgo, lo que le permitirá estar presente en el rodaje de algunas secuencias de “Maguey”, episodio del frustrado proyecto “¡Que viva México!”, emprendido por el célebre cineasta soviético Sergei M. Eisenstein. Entre 1932 y 1937, Bracho se convertirá en uno de los protagonistas de la renovación teatral en nuestro país, ello debido a sus diversas colaboraciones y puestas en escena para organizaciones o instituciones como Los Trabajadores del Teatro (también conocido como Teatro de los Trabajadores), el Teatro Orientación y el Teatro de la Universidad Nacional, institución que él fundó con el apoyo del entonces Rector Luis Chico Goerne, lo que incluyó la difusión de obras de Aristófanes, Sófocles y Eurípides así como la escritura y escenificación de piezas de su autoría como “El sueño de Quetzalma”, “La mujer y el navegante”, “Sor Juana Inés de la Cruz” y “El tercer Orestes”. Bajo la dirección de Bracho, el Teatro de la Universidad Nacional también puso en escena “El Santo Samán”, de Mauricio Magdaleno; “Los que vuelven” y “San Miguel de las Espinas”, de Juan Bustillo Oro, y  “Lázaro rió”, de Eugene O’Neal, a más de la traducción de la “Antígona” de Sófocles en versión de Jean Cocteau, obra que obtuvo un gran éxito y fue protagonizada por Isabela Corona. También cabe apuntar que en 1933 la actriz Andrea Palma, seudónimo de Guadalupe Bracho Pérez Gavilán, hermana de Julio, debutó en el medio fílmico nacional con “La mujer del puerto”, dirigida por Arcady Boytler y que ambos parientes tuvieron relación familiar con dos destacados duranguenses insertos en el medio fílmico hollywoodense: los actores Dolores del Río y Ramón Novarro.

Hacia mediados de 1934, Bracho se afilia a la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), una organización artística antifascista promovida por el Partido Comunista Mexicano, de la que, gracias a su bien ganada fama como dramaturgo de vanguardia, llegaría a ser jefe de la Sección de Escritores. Esos notables antecedentes en el teatro moderno mexicano le permitirían tener, a su vez,  sus primeras experiencias  en ya para entonces pujante  medio fílmico gracias a su breve colaboración (como director de escenas de masas) en la realización de “Redes” (Fred Zinnemann y Emilio Gómez Muriel 1934-1935) y a sus trabajos como supervisor escénico de los diálogos en “Ave sin rumbo” (Roberto O’Qugley, 1937) y coargumentista y coguionista de “Rapsodia mexicana” (Miguel Zacarías, 1937).

Luego de su intensa y notable experiencia al frente del Teatro de la Universidad Nacional, Bracho volvió a colaborar en una nueva época del Teatro Orientación, para el que, en junio de 1938, escenificó la obra vanguardista “Anfitrión 38”, de Jean Giradaux. Un año después, el dramaturgo duranguense fue propuesto por el cómico Roberto “El Panzón” Soto para debutar como director de cine con “La marcha de Zacatecas”, obra satírica que iba a ser producida por el Banco Obrero en consonancia con la política obrerista emprendida por el gobierno federal encabezado por el michoacano Lázaro Cárdenas del Río. Parece ser que la repentina muerte del entonces gerente de dicha institución evitó que el proyecto se llevara a cabo, ello en el contexto de expansión industrial que siguió al triunfo comercial de “Allá en el Rancho Grande” (Fernando de Fuentes, 1936) y demás comedias folclóricas. Y luego de otros trabajos en el mundo teatral, finalmente en mayo de 1941 Bracho pudo iniciar su importante carrera de cineasta con la realización de la comedia “¡Ay qué tiempos, señor don Simón!”, basada en un argumento y guión de él mismo con patrocinio de Films Mundiales, empresa promovida y regenteada por Agustín J. Fink, acaso el productor más significativo de la llamada “Época de oro” del cine mexicano, misma que se suele ubicar en la década de los cuarenta del siglo pasado. Obra inscrita dentro del género de “nostalgia porfiriana” que inauguraran las muy exitosas “Perjura” (Raphael J. Sevilla, 1938), “Café Concordia” (Alberto Gout, 1939) y “En tiempos de Don Porfirio” (Juan Bustillo Oro, 1939) como soterrada respuesta a las medidas  más radicales del régimen cardenista (Reforma Agraria, Nacionalización de los ferrocarriles, Expropiación petrolera, etc),  la Ópera Prima de Bracho, protagonizada por Joaquín Pardavé, Arturo de Córdova y Mapy Cortés,  sirvió sobre todo para que su realizador demostrara capacidades insólitas a fin de  dotar de ritmo preciso y de abierta malicia a un tema profundamente reaccionario por más que se le hiciera pasar como una comedia ligera que, además, pudo recaudar la entonces cifra récord de poco más de de 137 mil pesos de ese entonces durante sus primeras tres semanas de exhibición en los cines Palacio Chino y Rex de la capital del país. Gracias a ello, Bracho alcanzó, ipso facto, el prestigio que a la mayoría de sus colegas les llevó más tiempo y esfuerzo. Tuvo sobrada razón el gran poeta y crítico de cine Xavier Villaurrutia  al señalar (en la revisita Así, 27 de septiembre de 1941) que: “El argumento de ‘¡Ay, qué tiempos, señor don Simón!’ es sencillo, gracioso y superficial. Su desarrollo es, acaso, mejor que el argumento mismo, considerado en conjunto. Se advierte la mano del director que ha sabido encauzar la inocente intriga y que, sobre todo, ha sabido animarla, llenándola de variedad y de ritmo en muchos casos. El director Julio Bracho ha sabido aprovechar la lección de los directores extranjeros […] Las escenas iniciales del film y la escena en el restaurante La Suiza donde se canta, por diversos personajes y en diversos grupos, las coplas titulares del filme, son una prueba evidente de nuestra afirmación. Julio Bracho ha recibido inteligentemente una lección y ha sabido aprovecharla y objetivarla a su vez. Y por ello creemos que el principal acierto de este filme reside en la dirección misma, animada y ligera”. Como era de esperarse, Villaurrutia destacó también la fotografía debida a Gabriel Figueroa y la música de Raúl Lavista, elementos que completaron una depurado trabajo estético.

Los logros comerciales y artísticos de “¡Ay, qué tiempos, señor don Simón”  permitieron, pues, que la carrera fílmica de Bracho comenzara a consolidarse con magníficas perspectivas, máxime que la industria fílmica nacional se estaba convirtiendo en la más poderosa e influyente en el mundo de habla hispana. No pasaría demasiado tiempo para que el novel cineasta regresara a los sets con el propósito de dirigir “Historia de un gran amor” (1942),  también patrocinada por Films Mundiales y adaptación cinematográfica de la novela “El niño de la bola”, del escritor hispano Pedro Antonio de Alarcón. Se trata de un típico melodrama pasional situado en el siglo XIX y en el que la intransigencia de un padre será el motor de la tragedia que tiene como marco una típica ciudad provinciana que podría ser Morelia o alguna otra del Bajío. Si algo destaca de esta  cinta, que a su vez consolidó la trayectoria artística  del afamado cantante guanajuatense Jorge Negrete, es la pretensión de suntuosidad del cine mexicano de la época, concretada en la soberbia fotografía de Gabriel Figueroa, la vasta escenografía de Jorge Fernández y la música de Raúl Lavista, Manuel Esperón y el michoacano Miguel Bernal Jiménez, quien en una secuencia dirigió al Coro Infantil de la Catedral de Morelia. Para dar lustre al romanticismo implícito de la trama, Bracho volvió a recurrir a los precisos desplazamientos de la cámara ya presentes en su Ópera Prima y a un desaforado paisajismo que remitía a la plástica de José María Velasco y Eugenio Landesio, confirmando con ello los marcados afanes nacionalistas del cine mexicano en plena época de la Segunda Guerra Mundial, cuando la posibilidad de intromisión por parte de las potencias del Eje Berlín-Roma-Tokio si bien era palpable resultaba el pretexto idóneo para hacer abierta propaganda a la “Unidad Nacional” pregonada a diestra y siniestra por el gobierno de Manuel Ávila Camacho, retórica dignamente ejemplarizada en películas como “Soy puro mexicano” (Emilio Fernández, 1942), que marcó el debut fílmico del notable escenógrafo Jesús Bracho, hermano de Julio. La simpleza del argumento de “Historia de una gran amor”, con su procelosa y prolongada trama en la que héroes y villanos que se confrontan a toda hora, hizo evidentes las limitaciones de su realizador, quien, por sus antecedentes culturales,  claramente pudo recurrir a una mayor audacia para llevar  a su obra por los senderos del  “amor loco” surrealista, lo que serviría de lección a Miguel Zacarías a fin de  que “Una carta de amor” (1943), también protagonizada por Jorge Negrete, Gloria Marín y Andrés Soler, resultara algo muy cercano a una obra maestra en su respectivo género.

Pese a todo, “Historia de un gran amor” se mantuvo por tres semanas en su sala de estreno, el Palacio Chino, y de esta manera Julio Bracho siguió siendo el realizador consentido de la Films Mundiales, empresa que le patrocinaría sus siguientes tres obras cinematográficas: “La Virgen que forjó una patria” (1942), “Distinto amanecer” (1943) y “La corte de Faraón” (1943). Filme que hacía eco a la  “Unidad Nacional” pero desde la perspectiva ultraconservadora que por entonces divulgaba el periodista René Capistrán Garza, otrora ideólogo y líder de la rebelión cristera, “La Virgen que forjó una patria” contó con una mayor inversión  que sus no pocas antecesoras (“Tepeyac”, José Manuel Ramos, Carlos E. González y Fernando Sáyago, 1917; “La Virgen de Guadalupe”, Geo D. Wright, 1918; “El milagro de la Guadalupana”, William P. S. Earle, 1925; “La Reina de México”, Fernando Méndez, 1939 y “La Virgen Morena”, Gabriel Soria, 1942), pero en sus hieráticos resultados pesó el clericalismo y procatolicismo a ultranza que dieron sentido a una trama pretendidamente histórica por el hecho de remitir a figuras como Miguel Hidalgo y Costilla, Ignacio Allende, Juan Aldama y demás combatientes por la lucha de Independencia con respecto a la Corona Española. En cambio, “Distinto amanecer”, basada muy libremente en la pieza teatral “La vida conyugal”, de Max Aub, intelectual emigrado a México con motivo de la Guerra Civil ocurrida en España, es, con mucho, una plena obra “de autor” en la medida en que refleja con fidelidad el tipo de vida urbana clasemediera y culterana de la que Bracho era un digno representante. Drama que trascurre en unas cuantas horas al compás de la arrobada melodía de Agustín Lara de la que extrajo el título (“Cada noche un amor, distinto amanecer/, diferente visión./ Cada noche un amor, pero en mi corazón,/ sólo tu amor quedó….”), la cinta ha trascendido su época justo por el sólido retrato de mentalidades citadinas de un sector social que hasta ese momento había sido visto de manera muy tangencial por el cine mexicano. Con excelente fotografía expresionista de Gabriel Figueroa, brillante escenografía de Jorge Fernández  y sólidas actuaciones de Pedro Armendáriz, Andrea Palma y Alberto Galán (actor formado en la escuela teatral promovida por el mismo Bracho), la película incursiona con rigor en la ruta que primero había marcado el “realismo poético francés” (sobre todo el cultivado por Jean Renoir y Julien Duvivier) y que en buena medida anticiparía a la “serie negra” hollywoodense y al “neorrealismo italiano”. Más allá de sus evidentes concesiones  para sortear la censura y más acá de su tributo al melodrama más recalcitrante, al Julio Bracho de “Distinto amanecer” le cupo el privilegio de mostrar el potencial que ofrecía una ciudad que ya se sentía cosmopolita y en la que pululaban sindicalistas corruptos y profesionistas fracasados que apenas unos años atrás había luchado a brazo partido por la Autonomía Universitaria. Para comentar acerca de  uno de los  aspectos medulares de la cinta, mejor cedamos una vez más la palabra a David Ramón (en “Diorama de la Cultura, suplemento de Excélsior, 14 de noviembre de 1971) que en su momento señaló: “[…] Un crítico extranjero decía recientemente que los personajes de no recuerdo qué cineasta ‘no eran modernos’ porque el cine nunca aparecía en sus películas ni como edificio, ni como motivo de conversación, ni siquiera como referencia. Esto no va en “Distinto amanecer”, cuyos personajes, Julieta y Octavio se conocen, o mejor dicho, se reconocen donde están exhibiendo (Julio Bracho es en 1943 tan sofisticado y tan moderno, como para tener la audacia de citarse a sí mismo en una de sus obras) “¡Ay, qué tiempos señor don Simón!” Armendáriz, una presencia citadina, presencia del mejor cine negro, lejos del estereotipado indio mexicano en el que después los productores lo encasillarían para siempre jamás, apaga un cerillo que ha iluminado (deslumbrándonos) el rostro de Julieta (Andrea Palma). De aquí en adelante la presencia de la Palma, poseedora de un rostro poco común, insólita dueña de un estilo, de un magnífico estilo, logrará superar todo, imponerse incluso sobre el filo de la navaja del melodrama mexicano, y quedar como un recuerdo inolvidable, inquietante, en verdad distinto […]”.

Una vez dejado en claro el tipo de cine que en verdad le interesaba realizar, Bracho acometió después “La corte de Faraón”, comedia inspirada en la zarzuela homónima de los españoles Miguel Palacios y Guillermo Perrín adaptada por el ensayista y poeta veracruzano Neftalí Beltrán y el mismo director del filme. El marcado giro temático que esa cinta implicó era parte de la estrategia de la Films Mundiales para hacerse del capital que le permitiera seguir apoyando un cine más “artístico” que no siempre garantizaba la recuperación en taquilla. Vista a distancia, “La corte de Faraón” resultó el justo homenaje que el cine mexicano le debía a Roberto “El Panzón” Soto, figura tutelar del teatro frívolo y popular  que desde la época postrevolucionaria satirizaba a políticos de toda laya, alcanzando su apoteosis con obras como “El desmoronamiento” y la puesta en escena del “Rayando el sol”, espectáculo cómico musical estrenado en el Palacio de las Bellas Artes. Como el representante de la vanguardia que sin duda era, Bracho se sirvió de la pieza de Palacios y Perrín para consolidar su estilo, pletórico en elegantes movimientos de cámara y planos-secuencia, y para burlarse de ciertas costumbres eróticas y sexuales haciendo alarde de vulgaridad y crítica despiadada al conservadurismo en esas materias. La cinta representó también el momento cumbre de Mapy Cortés, simpática actriz nacida en Puerto Rico que ya había trabajado para Bracho en  “¡Ay, qué tiempos, señor don Simón!” y que, promovida por la industria fílmica mexicana para penetrar en los mercados del Caribe, tuvo momentos memorables al interpretar el papel de “Lota”, una doncella poco recatada, en la línea cultivada en Hollywood por la gran Mae West.

Financiada por CLASA Films, empresa entonces competidora de Films Mundiales en la búsqueda de una cine nacionalista “de calidad”, “Crepúsculo” (1944), la siguiente película de Julio Bracho, fue un denso melodrama “psicologista” protagonizado por Arturo de Córdova, Gloria Marín y la joven Lilia Michel, los vértices de un triángulo pasional ubicado en los sectores de profesionistas universitarios. La obsesión criminal que se esconde en la mente de un brillante cirujano y que terminará por volverse contra él mismo es el eje de un buen argumento (debido al mismo Bracho), en este caso enriquecido por la excelsa fotografía de Alex Phillips, la música ad hoc  del genial Raúl Lavista y la precisa escenografía de Jorge Fernández, que incluye citas visuales a la Escuela Mexicana de Pintura. Otra obra fílmica “culterana” en la que su realizador hizo énfasis en una técnica depurada para consolidar un estilo que ya en ese momento era punto de comparación con el de los otros integrantes de una generación de cineastas mexicanos (Emilio Fernández, Alejandro Galindo y Roberto Gavaldón, principal pero no únicamente), cuyas ascendentes carreras estaban ayudando a dotar de pleno significado a lo que después se conocería como “Época de oro del cine mexicano”.

Entre 1945 y 1947, Bracho acumuló cinco películas más a su filmografía (“El monje blanco”, sobre la pieza teatral en verso de Eduardo Marquina hecha para lucimiento de la “estrella” María Félix; “Cantaclaro”, sobre la novela homónima de Rómulo Gallegos; “La mujer de todos”, otro de los filmes consagratorios de María Félix, y “Don Simón de Lira”, versión cinematográfica de la obra literaria “Volpone”, de Ben Johnson y “El ladrón”, comedia protagonizada por el argentino Luis Sandrini), pero ninguna de ellas se aproximó a los niveles de calidad alcanzados por “Rosenda”, realizada a partir del relato homónimo del célebre escrito michoacano José Rubén Romero.

Según los testimonios ofrecidos por Bracho, la adaptación fílmica de dicho texto literario  partió de la iniciativa de Salvador Elizondo padre, por ese entonces cabeza la productora Cinematográfica Latinoamericana S. A. (CLASA), quien ya antes había contribuido a promover su carrera como director con el financiamiento de dos de sus películas estéticamente más ambiciosas, las ya mencionadas “Crepúsculo” y “El monje blanco”. Además de producir “Rosenda”, Salvador Elizondo, hombre de gran cultura y sensibilidad,  escribió con Bracho el guión de la cinta. Éste último declaró que tuvo algunos problemas con José Rubén Romero ya que, como otros autores, no quiso entender “que la dimensión visual del cine es distinta a la literatura”, por lo que en el filme “todas las cosas están florecidas, vivificadas: la “Rosenda” adjetiva de la novela, se convierte en la “Rosenda” sustantiva de la película. Y ésta fue una experiencia fantástica: derivar una serie de cosas que no estaban desarrolladas, a una hora y media de narración. Fue un caso auténticamente pirandelliano, ya que al hacer la adaptación los personajes me iban pidiendo – o exigiendo – el cómo querían vivir. Cuando le presenté a Don Rubén mi adaptación para que le diera su aprobación me dijo, al ver la serie de modificaciones que había yo hecho a su relato sustancial: ‘Ustedes, con el tabú de la adaptación cinematográfica, trituran la obra del escritor’. Y yo creo, que, muy por el contrario, el cine no tritura, sino que – cuando se trata de una buena narración -, sublima la creación del escritor, porque usted, en el cine, no va a leer un libro delante del público, que sería recitar el pasado, sino a ver “actualmente” los sucesos, y a sentir, en presente, las emociones narradas por él” (Cf. Cuadernos de la Cineteca Nacional No. 5, Cineteca Nacional, México D. F., 1976, p. 41 y revista Cartel, 1º de junio de 1948).

Ubicada en un impreciso pueblo michoacano recreado en gran medida en los estudios CLASA sobre diseños de su pariente Jesús Bracho ello a partir de un viaje hecho por ambos a varias regiones del estado de Michoacán para captar imágenes de ambiente, “Rosenda” inició su filmación en marzo de 1948 y tuvo un costo aproximado de 700 mil pesos. Para encarnar a los tres personajes principales, vértices de otro insólito triángulo amoroso desarrollado en la aburrida atmósfera provinciana,  se contó con los espléndidos actores Fernando Soler, Rita Macedo y Rodolfo Acosta, figura y actitudes que sin duda fueron inspiradas, en la narración de José Rubén Romero, por el revolucionario villista y luego bandolero Inés Chávez García, cuyas feroces y bien organizadas huestes asolaron varios poblados michoacanos (La Piedad, Cotija, Tacámbaro, San José de Gracia, etc.) y Guanajuato durante los años en que el país era gobernado por Venustiano Carranza. En la obra fílmica el drama se ubicó hacia fines de los años treinta, es decir, en pleno cardenismo, lo que se tradujo en una lograda recreación de época. La obra de Bracho recibió un caudal de críticas positivas entre las que sobresalió la escrita por Álvaro Custodio, emigrado español y más adelante guionista de excelentes cintas de ambiente cabaretil protagonizadas por la rumbera cubana Ninón Sevilla (“Aventurera”, “Sensualidad”, “No niego mi pasado”, Alberto Gout, 1949-1951); en Excélsior del 29 de octubre de 1948 el comentarista anotó que “[…] Para contarnos un asunto de carácter realista como “Rosenda”, había que evitar casi por completo los símbolos, la obsesión de situar en primer plano los objetos para partir de ellos hacia la figura humana –detalle en el que insiste Bracho demasiado- así como ciertos ángulos un tanto rebuscados. Pero sobre estos deslices, se impone el inteligente manejo de la cámara, el uso tan expresivo de los primeros planos, en los que Bracho es un maestro, y el decoro dramático con que ha tratado aquellos amores entre un otoñal y una adolescente, que en el cine resulta siempre una experiencia peligrosa […]”. Pese a su característica perspicacia, Custodio no quiso o de plano no pudo reparar en el hecho de que tales “rebuscamientos” formales, plasmados de forma magistral con el apoyo del talentoso camarógrafo Jack Draper,  eran parte del estilo personal de Bracho y que con plena conciencia eran empleados para remitir a las corrientes artísticas de vanguardia con las que estuvo comprometido a lo largo de su carrera. Por otro lado, no es tan descabellado inferir que del drama de “Rosenda” el cineasta duranguense se sintiera más concernido por la relación surgida entre los personajes interpretados por Soler y Macedo porque  ese aspecto dramático algún eco tenía de la pieza teatral “Pigmalión” (1913), escrita por su admirado George Bernard Shaw a partir de la obra clásica de Ovidio. Entre otras muchas cosas, la trascendencia de “Rosenda” radica justamente en haber sido un campo de experimentación formal para su ambicioso y culto realizador, mucho más allá de las vicisitudes del buen relato costumbrista y romántico en el que se basó. Para la cinta se filmaron dos finales; en el más conocido, la pareja protagonista, separada por circunstancias adversas, se reencuentra casualmente en una estación de ferrocarril; en el de la versión que sólo fue exhibida en un preestreno y en el extranjero (que era una reelaboración del de la novela adaptada), los trenes en que ambos viajaban se cruzaban en la misma estación pero no alcanzaban a percatarse el uno de la otra y cada quien continuaba su camino. (Por cierto que en este otro final había coincidencias, quizá no de todo casuales, con la secuencia concluyente de “Una mujer de París” (A Woman of Paris, 1923), la obra maestra de Charles Chaplin, a su vez homenajeada por Sergei M. Eisenstein en su célebre cinta “La línea general”, filmada en 1929). Congruente con su visión del mundo, por supuesto que Bracho mantuvo preferencia por  la versión anti convencional.

Hay consenso en que el caso de “Rosenda” significó el punto más alto de la primera y más audaz  etapa de la trayectoria cinematográfica de su realizador. En coincidencia con el declive de la “Época dorada” del cine nacional, los trabajos cinematográficos de Julio Bracho elaborados entre 1949 y 1959, mismos que sumaron la nada despreciable cantidad de 20 largometrajes (un promedio de 2 por año y la mayoría de ellos melodramas convencionales), sirvieron para evidenciar una decadencia creativa y un alejamiento a los temas que más le concernían. Pero al iniciar 1960 se produjo la esperada coyuntura política que le permitiría llevar a la pantalla una adaptación de “La sombra del caudillo”, la gran novela homónima de Martín Luis Guzmán, proyecto que Bracho venía acariciando desde muchos años atrás y con el que estaba seguro de poder recuperar al menos parte de su prestigio. La cinta se realizó con la venia de Adolfo López Mateos, distinguido ex-militante vasconcelista y a la sazón Presidente de la República, y el decidido apoyo de Martín Luis Guzmán, que por entonces fungía como Presidente de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuito. Concluidos su rodaje y postproducción, la película fue sometida para su revisión por parte del área de Supervisión de la Dirección General de Cinematografía adscrita a la Secretaría de Gobernación entre el 10 y 15 de julio de 1960 y resultó aprobada para ser exhibida en la Clasificación “C” (Sólo Adultos”). Pero, poco tiempo después, cuando “La sombra del caudillo” ya había participado con buenos términos en el Festival de Karlovy Vary, Checoeslovaquia y se le había exhibido a los representantes de la prensa, la intervención directa del entonces Secretario de la defensas Nacional, General Agustín Olachea Avilés (quien, por sus antecedentes en la rebelión encabezada por José Gonzalo Escobar  en marzo de 1929 seguramente se vio retratado en el personaje infiltrado en el movimiento opositor para, traición mediante, poder  reventarlo desde dentro), motivó que la cinta no se exhibiera y que permaneciera como “obra maldita” por espacio de 30 largos años hasta que tuvo un estreno más o menos formal el 20 de octubre de 1990 en la sala Gabriel Figueroa de la capital del país, ello luego de que había sido vista muchas veces en forma clandestina sobre todo por medio de copias en 16 milímetros y en videocasset. Pero los logros de la indiscutible obra cumbre de Julio Bracho no sólo se ciñen a su fama de película largamente censurada por el régimen emanado de la Revolución Mexicana, del que cuestiona la estructura corrupta, manipuladora  y autoritaria que, con diversos matices,  se prolonga hasta nuestros días, sino que su condición de clásico se debe a la agudeza del estilo expresionista (magistral fotografía de Agustín Jiménez, otrora una de las más destacadas figuras de la vanguardia artística nacional) que le da sentido estético a una prodigiosa trama en la que impera la violencia “intra-sistémica”, es decir, aquella que se ejerce desde las altas esferas del Poder político contra quienes, habiendo formando parte de él, deciden  volverse sus opositores. En ese sentido, “La sombra del caudillo” mantiene plena vigencia no sólo en nuestro país sino en muchas otras áreas del resto del mundo. 

Con la esperanza de que algún día su versión fílmica del texto de Martín Luis Guzmán sería difundida sin traba alguna (cosa que sucedió mucho años después de muerte, acaecida en la Ciudad de México el 26 de abril de 1978), Julio Bracho retornó a los sets cinematográficos y, en el lapso 1962-1977, pudo dirigir otros 12 largometrajes (entre los que cabe destacar el caso de “En busca de un muro” -1973-, malograda exégesis de la vida y obra del genial pintor jalisciense José Clemente Orozco) a más de dos mediometrajes: “Morelos, siervo de la nación” (1965), cinta celebratoria del bicentenario del nacimiento de don José María Morelos y Pavón patrocinada por Gregorio Walerstein y los Estudios América, y “El difunto al pozo y la viuda al gozo”, episodio de “Los amantes fríos”, producida por la empresa para-estatal Conacine a partir de una idea del dramaturgo  Hugo Argüelles. Por derecho propio es uno de nuestros clásicos a pesar de que, hasta la fecha, su intensa y revolucionaria labor teatral y fílmica ni haya sido suficientemente estudiada y valorada.
                                                                                                   

* El presente artículo es la versión corregida y puesta al día, del publicado en el catálogo del XIV Festival Internacional de Cine de Morelia, al que el autor agradece el permiso para difundirlo de nueva cuenta.