Por Pedro Paunero

Para mi querido amigo
Alejandro Murad Aranda Zúñiga

 

Richard Amory, novelista estadounidense, tenía una maestría en español por la San Francisco State University, cuando publicó “Song of the Loon: A Gay Pastoral in Five Books and an Interlude” en 1966, inspirado por las novelas pastoriles del Siglo de Oro español y la trama de “El último de los mohicanos”, el clásico literario de James Fenimore Cooper, convirtiéndolo en uno de los libros más importantes con temática gay del Siglo XX.

La década anterior, marcada por eventos históricos en materia legal sobre la libertad de expresión y aquello que siempre pertenecerá a la subjetividad y que denominamos como “obscenidad”, culminaron en 1957 con la prohibición expresa del envío de material literario a través del servicio federal de correos. Si el homosexual real era objeto de condena, el personaje homosexual era objetivo de la censura. Cuando amaneció la década prodigiosa de los años 60´s las cosas comenzaron a cambiar poco a poco. Greenleaf Classics, Inc. se atrevió con la publicación de la novela de Amory y en plenos disturbios de Stonewall, un año antes de que terminara la década, otro autor, Dirk Vanden, que se amistaría con Amory posteriormente, se había convertido en uno de los autores gais más prolíficos, publicado en las editoriales Greenleaf, Olympia Press y Frenchy’s Gay Line, contando entre sus novelas con un título pionero en el tratamiento de la subcultura del cuero en la ciudad de San Francisco, (la leather subculture de gran influencia en el Movimiento BDSM): el libro “I Want It All”, publicado en 1969. Para entonces, “Song of the Loon” ya era un Best Seller en camino de convertirse en un clásico contemporáneo. Habían pasado, también, diez años cinematográficos, desde aquella obra de teatro de Robert Anderson, llevada a la pantalla por Vincente Minnelli con guion del propio Anderson, titulada “Té y simpatía” (Tea and Sympathy, 1956), que argumenta que un muchacho en edad escolar puede ser “curado” de su recién descubierta homosexualidad con una mujer mayor, hasta la mítica y perfecta “Reflejos en tus ojos dorados” (Reflections in a Golden Eye, 1967), dirigida por el titánico John Huston y basada en una novela de la siempre extraña Carson McCullers, con una notable influencia de las obras y personajes atormentados del teatro de Tennessee Williams, en la que el comandante Weldon Penderton y su esposa Leonora, interpretados por Marlon Brando y Elizabeth Taylor, compiten por las atenciones del mismo hombre, mientras proyectan su desgarramiento pasional en un caballo purasangre, símbolo de la masculinidad siempre omnímoda a lo largo de todo el filme. Y en el intervalo, el cine experimental de Andy Warhol y Kenneth Anger y esos equívocos títulos del travestismo que son “Una Eva y dos Adanes” (Some like it hot, 1959) de Billy Wilder y “Psicosis” (1960) de Alfred Hitchcock, que introduce (aparte de la visión pionera de una taza de baño con todo y papel higiénico), por primera vez y para siempre, la palabra “travesti” en el imaginario popular.   

Aquél Dirk Vanden, antes de su celebridad, y después de sufrir cárcel por su condición homosexual, se había topado con el libro de Amory cuando un Barman le tendió un ejemplar en un bar que frecuentaba, lo leyó y le abrió los ojos a la posibilidad de la exploración de la sexualidad como materia literaria y como guía filosófica y psicológica de su propia personalidad. Abandonó su nombre real, Richard Fullmer, y creó el seudónimo con el que cobraría fama. Casi cuatro décadas antes de la obra maestra de Ang Lee, “Secreto en la montaña” (Brokeback Mountain, 2005) y que le valiera el Oscar por Mejor director, Vanden descubrió una historia que socavaba el misticismo machista de las historias de vaqueros e indios, en la cual un trampero, para más señas, busca la sabiduría de los indios para sobrellevar su desengaño –masculino, por supuesto- amoroso. El amor libre, que también flotaba en el ambiente hippie de la época como una aspiración ideal, vertebra la trama así como la mención de “hongos dorados”, el gran descubrimiento de la juventud de la época, y que es el vehículo curativo que el chamán Oso que sueña (Lucky Manning) usa con Ephraim MacIver (Morgan Royce), el personaje que inicia una búsqueda espiritual y carnal a la vez. El amor y la paz universal, que engloba, en ello, a la Tierra y a todas sus criaturas, era el “mensaje” de la obra, muy a tono con su época, pero en el cual las parejas heterosexuales eran por completo borradas en favor de un mundo masculino, homoerótico, utópico, apolíneo. Y es que, en el libro, como en la película, la mujer está ausente por completo y no brilla, precisamente, por dicha omisión.

Vanden publicó varias novelas decididamente pornográficas (a instancias de los editores) en Greenleaf, antes de encontrarse con una carta de Amory en su buzón, donde este se mostraba interesado en intercambiar puntos de vista con él sobre la sensación de explotación, por parte de sus editores, que pesaba sobre ambos. La razón que había llevado a Amory a comunicarse con Vanden había sido una entrevista que este último había dado a la revista California Scene donde detallaba sus problemas con Greenleaf y Frenchy´s. Durante una cena, ambos autores pulp, después de despepitar sus odios, ingenuamente planearon la creación de la primera editorial gay en el mundo, The Renaissance Group, que jamás vio la luz por falta de presupuesto.

El relativamente alto contenido erótico de la novela fue atenuado cuando Andrew Herbert dirigió la película. Vanden acompañó a Amory a la premier en San Francisco. La editorial había vendido los derechos de la novela sin darle las regalías correspondientes como autor a Amory, que permaneció en silencio y demudado todo el tiempo de la exhibición. Vanden relataría, en una entrevista en línea para Lambda Literary, que Amory, al final de la función y mientras los títulos aún pasaban, se levantó de su asiento, señaló hacia la pantalla y gritó que aquello que habían visto era una absoluta mierda, salió después de la sala, a toda prisa, mientras el gerente del cine se acercaba a Vanden para pedirle explicaciones. Vanden le dijo que aquel hombre era Richard Amory, a lo que el gerente se limitó a preguntar: “¿Y ese quién es?”

La información que existe en español sobre la película es errónea, al dar por sentado que el guionista y productor habría sido el mismo Amory, cuando este no había tenido participación alguna en su realización y terminaría repudiándola.

Lo que Andrew Herbert, de profesión sonidista y editor (que se iniciaba como director con esta película y que jamás volvería a dirigir), había hecho con las pretensiones literarias de Amory, que trataba de actualizar los idilios arcádicos y pastoriles de tiempos de Cervantes, que descorría el velo de homoerotismo que cubriría a las relaciones –en aquel tiempo- inconfesables, entre los pastores de los campos manchegos, y que se habían dejado deliberadamente en el tintero los viejos clásicos, había dado como resultado un producto soft-porn que se deslizaba por completo en el sub género del cine sexploitation en su aspecto más barato.  Tras un torpe prólogo (que denotaba la falta de pericia a la hora de contar la historia a partir de un malísimo guion) que narraba el encuentro en la ciudad de Ephraim MacIver, el héroe del filme, con un indio anciano llamado Nakumtra, se dirige al boque para encontrarse con Oso Corriendo (personaje que sólo se menciona en esta parte y que, al parecer, posteriormente conocemos como Oso que Sueña), el único que podría “ayudarlo a conocerse a sí mismo”, mientras es perseguido por Calvin (Brad Fredericks) y Montgomery (Jon Evans) que intentan asesinarlo (y de los que se deshace la historia cuando uno le declara su amor al otro, muy a pesar suyo y hacia el tramo final), a la vez que se sucedían las malas actuaciones de una panda de actores hercúleos, prototipos de los Schwarzenegger del futuro, a las que se sumaba la idealización de los indios, basada en aquel tópico de pureza espiritual surgida directamente del contacto con la naturaleza y resuelto en el Mito del buen salvaje.

Paupérrimo, pero históricamente importante, un clásico gay menor a pesar suyo

Los indios de Amory, o los de la película, jamás padecían celos, un mal que “solo aquejaría a los blancos”, hablaban con pomposos diálogos seudo filosóficos aprendidos al momento, con una torpe narración en off por parte del personaje llamado Cyrus Wheelwright (John Iverson), enamorado de Ephraim y ya acólito del amor libre, aprendido en aquella tribu perfecta por inexistente; es un filme atravesado por zooms descontrolados y mareantes, con una parte de su banda sonora sonando en otras producciones de bajo presupuesto del mismo año (por ej. en la película de culto Equinox de Jack Woods y Dennis Muren, cuyo autor es Jaime Mendoza Nava y a quien no se acredita en ninguna de las dos cintas), que se ve lastrada por cansinos flashbacks dentro de flashbacks, que van desgranándose hasta culminar con un epilogo irritante, cursi, meloso y mal redactado: 

“¿Qué sucedió con Ephraim? Estaba enamorado de Cyrus pero sentía la necesidad de revivir viejas relaciones.

“Hay muchas cosas que no hemos hecho… Nuevas áreas del amor para ser exploradas. Cuando vuelva… seremos nuevos el uno para el otro”

La sangre de Ephraim bullía y le escocía, y comenzó a correr… Escuchó el canto del pájaro colimbo y respondió a él”.

El filme fue lanzado, primero, en un VHS en blanco y negro por Something Weird Video (SWV), del que se dio posteriormente un pase por televisión, del cual provienen todas las malas copias en color que circulan, incluyendo aquellas en la red, y no se ha editado en DVD o Blue-ray.

Paupérrimo, pero históricamente importante, un clásico gay menor a pesar suyo, producto avergonzado pero no tan vergonzoso, “La canción del pájaro colimbo” (que en las copias en español aparece incorrectamente titulado como “La canción del pájaro colimbro” y que se refiere a una especie de ave acuática) debe redescubrirse como un producto ideológicamente más atrevido que otras producciones gais de qualité de la época, y guardarse en el sitio de las películas curiosas que cumplen con la inocente premisa “no hay filme tan malo que no contenga algo bueno”.

 

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.