Por Pedro Paunero
Jacques Feyder, director de origen belga pero nacionalizado francés, sentía un especial cariño y admiración por los pintores flamencos de su tierra. Cuando se decidió a llevar a la pantalla una historia, escrita por el guionista Charles Spaak, optó por recrear la Flandes del Siglo XVII en los estudios de Epinay–sur–Seine, de la Casa Tobis y en locaciones de Brujas. Director personalísimo, y adscrito al “realismo poético” francés por un breve período –pueden rastrearse a lo largo de su filmografía elementos recurrentes, pero sería, irónicamente, proscrito de entre la lista de los “autores”, por pertenecer a dicha corriente citada, de parte de los Cahieristas, quienes se encargaron de divulgar la Teoría del Autor, y que sentían especial aversión por el realismo poético– dio, como resultado, con “La kermesse heroica” (“La kermesse héroïque”, Francia 1935), una película que es una filigrana, un dechado de belleza, y una joya del diseño de producción, así como un ejemplo del arte del vestuario en el cine, tan sólo superada por la magistral “Los niños del paraíso” (Les Enfants du paradise, 1945), de Marcel Carné –quien, por cierto, fungiera como asistente de director de Feyder en “La kermesse heroica”–, cumbre de dicha corriente, al recrear toda una época: la vida de la gente del teatro, en la París de 1820. La citada casa Tobis Film, pionera en la sonorización de películas en Alemania, se encargó de distribuirla y ganó varios premios, incluyendo el de Mejor director, en el Festival Internacional de Cine de Venecia.
El tema, desarrollado como una comedia –se nos aclara, desde el principio que no se trata de una anécdota histórica, sino una reconstrucción realista, y sumamente precisa históricamente, de aquello que pintaban los maestros flamencos, al punto que Jan Breughel (Bernard Lancret), el pintor de quien está enamorada Siska, (Micheline Cheirel), la hija del burgomaestre, no es sino una transposición del auténtico Jan Brueghel–, trata de los intentos de las mujeres de Flandes –lideradas por Cornelia (Francoise Rosay), la esposa de Korbus de Witte, el burgomaestre (André Alerme), que aterrorizado decide hacerse pasar por muerto– de agasajar, con un banquete, a las tropas españolas del Duque de Olivares (Jean Murat), que harán una escala en el pueblo, durante el período histórico conocido como el de los “Países Bajos Españoles”, en el cual España tenía en sujeción dichas regiones, para “conquistar a los conquistadores” por el estómago, y evitar un enfrentamiento rapaz y violento. Así, mientras las mujeres se “enfrentan” de forma valiente a los españoles quienes, en lugar de entrar a sangre y fuego, se convierten en caballeros galantes –al contrario de los rumores que corren entre la población–, los hombres de ese ficticio pueblo de Bloom, en Flandes, se esconden bajo las mesas y en los roperos, temerosos del poderío español.
Vemos, pues, que el pueblo de Boom se prepara para una kermesse, y Siska se confiesa con su madre de que Jan, el pintor, pronto irá a pedir su mano, justo cuando este le da los toques finales a un gran lienzo en el que retrata a los miembros principales del ayuntamiento, entre los que se cuenta, por supuesto, su gordo y futuro suegro, aunque este tiene otros planes, que consisten en entregarle a su hija a Josef van Meulen (Alfred Adam), el carnicero –que tiene puesto de Primer regidor–, siempre y cuando este le compre al año una determinada cantidad de los animales que él cría. Cornelia replica que a una hija no se le trata como a mercancía, rechazando al carnicero y demostrando, de paso, que su marido le teme, alzando la voz por la calle y avergonzándolo, sin dejar de burlarse de los torpes “Caballeros del arcabuz”, que no pueden siquiera sostener un arma, y a quienes, se supone, estarían encomendadas las tareas de defensa de la ciudad, pero, mientras este pequeño drama se desarrolla, vemos llegar a dos jinetes a campo traviesa, ante quienes abren paso, aterrados, los habitantes de Boom. Se trata de un heraldo quien, con desprecio, deja caer un mensaje ante la mesa de los temblorosos miembros del ayuntamiento: “¡Son los espa… los españoles!”, balbucea alguien. Don Pedro de Guzmán, Duque de Olivares y de Sanlúcar, embajador extraordinario de Su Majestad Católica –inspirado en el personaje histórico, valido de Felipe IV–, tiene intención de pernoctar, con séquito y escolta, en el pueblo. “¡Ni el infierno es comparable a la furia española!”, expresa otro integrante del ayuntamiento, “¡Saquearán vuestras casas, las quemarán, sólo quedarán cenizas, la sangre llegará hasta el río y lo teñirá de rojo! Rapto y violaciones; cogerán a las criaturas y las defenestrarán sin piedad, y nosotros, los regidores, seremos mutilados. Creedme, la menor resistencia significará la muerte de todos”.
A los habitantes de Boom no se les ocurre otra cosa que encerrarse en sus casas, a cal y canto, a la vez que el plan de los regidores no resulta menos inútil y absurdo, pues consiste en que el envalentonado burgomaestre se haga pasar por difunto reciente, para ver si así los españoles respetan el luto, y pasan de largo. Por todo el pueblo, los hombres realizan actos que obedecerían a “intereses superiores que no incumben a las mujeres”, como meter armas en la masa con la que el panadero horneará pan, o cuchillos en el interior de los pescados, o amarrar talegas de dinero y dejarlas caer a lo largo de las paredes de los muelles, para ocultarlas en el agua. En paralelo a que esto sucede, Cornelia arenga a las mujeres, al mismo tiempo que los hombres se escabullen: “Desde los tiempos del paraíso terrenal, las mujeres disponemos de las mejores armas. Estamos bien preparadas. ¿No gobernamos nuestras casas? Mujeres, ya hemos aguantado demasiado, aceptamos la dominación de los hombres porque es lo que han hecho siempre nuestras madres, y nuestras abuelas hasta nuestros días. A partir de ahora, Flandes tendrá el ejemplo de una ciudad cuyas mujeres la han salvado de la ruina y el deshonor con su energía, su decisión y su valor”.
Con ayuda de su ejército de mujeres, que incluye a Siska y Jan, la alcaldesa se propone distribuir los papeles que, diariamente, cada una cumple como rol en esa sociedad, así la esposa del panadero dará pan de comer, la posadera de beber, para resistir sin disparar un solo tiro. Cornelia se viste sus mejores galas –con ella, las esposas de los regidores–, y cuando su marido le pregunta la razón, responde, en claro reproche por el ademán sexista: “Se debe a intereses superiores, que no le incumben a los hombres”. La comitiva le hace entrega de las llaves de la ciudad al duque, que llega absorto, jugando ajedrez con un capellán, a bordo de una carroza fastuosa, acompañado de un enano que lleva un par de monos sujetos por cadenas, y que se ve sorprendido, al no esperarse tal recibimiento. Cornelia convence al duque de pasar de largo, y dejar atrás un pueblo sometido al luto, y así de sombrío, pero sus hombres le piden avituallamiento, por lo que el noble expresa su deseo de respetar el dolor de Cornelia, la supuesta viuda del burgomaestre, en su breve estadía en Boom, para reponer víveres y descanso. Los españoles entran marchando, en señal de luto, a una ciudad que creen sólo habitada por mujeres, y estas comienzan a escoger a los más guapos para alojarlos en sus casas, aunque al teniente (Claude Sainval), el más remilgado miembro del séquito, le parezca que todo “huele a pescado”, y prefiera el arte de la costura –y a los hombres– a las diversiones –la bebida y las mujeres–, a las que se entrega el resto, encontrando en el sastre a un insospechado colega en su arte, así como en maneras y costumbres. Durante el banquete, las mujeres de Boom se ven sorprendidas por los “modales de la corte”, es decir, el uso de tenedores para trinchar elegantemente los trozos de comida, utensilio cuyo uso ellas desconocen, y que el duque da a probar a Cornelia con resultados cómicos, sin reparar que, en ese instante, su marido pasa hambre en su “lecho de muerte”.
Cuando Cornelia le pide al duque que tome bajo su protección a su hija, y sirva de testigo en su boda –el duque ya se ha dado cuenta de la paparruchada del burgomaestre pero, caballerosamente, no revela que sabe que está vivo– se dará por satisfecha ante su victoria en todos los sentidos. Los españoles se retiran, al final, en medio de vítores, nostalgias y suspiros, dejando intacta la ciudad –y exentándola de impuestos por un año–, no así los corazones de las mujeres de Boom.
El tema de “La kermesse heroica” convino a la Alemania nazi, que aprobó una invasión de este tipo en el celuloide, un reflejo de la sumisión a la que se debían, desde su punto de vista, los pueblos conquistados bajo la férula nazi, aunque Goebbles no tuvo empacho en prohibirla poco después, al tiempo que le cayó como agua fría a algunos belgas –siendo, irónicamente, una película dirigida por un francés de origen belga, lo que indica la falta de prejuicios de parte de Feyder–, que no vieron con buenos ojos como quedaban de mal parados, y caricaturizados, los varones de su país, aunque fuese, después de todo, tan sólo una ficción. Después de casi noventa años de haberse estrenado, “La kermesse heroica” se mantiene como lo que es, una auténtica joya, de hermosa puesta en escena –casi un viaje a esos tiempos en los que la caballería tenía pleno sentido–, como una película genuinamente divertida.