Por Jorge Javier Negrete Camacho
Será parte del Jurado joven en el Festival Distrital

                                                                                          Crítica 3 de 3 (Escrita durante el seminario)

Las convenciones de un ‘género’ siempre generan prejuicios claros respecto del mismo, creando una pronunciada distancia que nubla el juicio y que con facilidad desdeña y se cierra la oportunidad de generar nuevas lecturas. El cineasta francés Jacques Demy, quién en 1964 se haría acreedor a la Palma de Oro por su melancólico cromo musical llamado “Les Parapluies de Cherbourg” (1964), ha visto su obra menguada por algunas voces que consideran el musical como un anacronismo patético para tiempos más cínicos.

Un filme como “Les Demoiselles de Rochefort” (1967) puede parecer limitado en su discurso y derivativo en su forma, devorado como ‘cursi’ y meloso por escépticos, pero se trata de una vivaz opereta, no carente de problemas, en la que Demy expone una serie de visiones contundentes con una pesada capa de colores pastel sobre el arte y su integración en la vida. Su universo, como se hace patente en la escena en la galería de arte, es eminentemente figurativo y no niega la importancia de la abstracción, siempre y cuando pueda ser percibida en el mundo.

Se trata de un filme que encuentra su coreografía y musicalidad en clásicos como “Anchors Aweigh” (1945) de George Sydney por la amorosa fugacidad de sus marineros y la presencia del brillante Gene Kelly, los musicales corales de René Clair como “Le Million (1931) o las brillantes puestas en escena de un artesano de la talla de Vincente Minelli”, cuya sofisticada precisión técnica se evoca en Demy, sea en sus cuidadas composiciones coreográficas al estilo de “An American in Paris” (1951) o incluso, fuera de las fronteras del cine musical, como la escena del carnaval en el filme, cuyo acrobático uso de la cámara en grúa evoca la tórrida escena final de “Some Came Running” (1958).

Demy construye un mundo que de tan idóneo, plastificado y rosa, araña los límites de una fina sátira, pero no una que hace escarnio de su ‘víctima’ sino que esta consciente de sus enormes limitaciones.  Los personajes en “Les Demoiselles de Rochefort” no son más que atractivos maniquíes que conviven en un espacio físico poblado de hidrantes rosas, atractivos juguetes como los legendarios Michel Piccoli como Monsieur Dame y Danielle Darrieux como Yvonne, ambos encerrados en sus lustrosas cajas. Prestos para ser admirados, pero no utilizados.

Al centro del artificio se encuentran las gemelas Garnier, Catherine Deneuve como Delphine, una bailarina que es delicada mezcla de rubia porcelana y  pulcra laca, y por otro lado se encuentra Françoise Dorléac como Solange, una talentosa música que compone con el alma y toca prodigiosamente sus instrumentos a veces con una sola mano o sin siquiera verlos. La  apabullante energía que desprenden estas hermanas, tanto en el filme como en la vida real, esta basado en una conexión auténtica y palpable, que se contrapone a toda la artificialidad que rodea el filme.

¿Cómo se puede respirar en un mundo ataviado de asfixiantes plásticos colores pastel y hacerse de una ilusión de organicidad? La respuesta recae en dos factores, fundamentales para el cine musical. El primero es el trabajo del enorme artista conocido como Michel Legrand, emblemático musicalizador ‘par excellence’ de la ‘nouvelle vague’, así como toda la filmografía de Demy, de “Lola” (1961) hasta “Trois Places sur le 26” (1988) y que aquí, se compara modestamente con sus ídolos que van de Bach a Ellington. Las composiciones musicales de Legrand denotan carácter aural, creando melodías reconocibles para sus personajes, desde pomposas orquestaciones con sofisticadas infusiones de jazz hasta melosos conciertos para piano, el prodigioso trabajo de Legrand permite a sus tiesos personajes ser escuchados, pero es la belleza de los cuerpos en movimiento, segundo factor, lo que vitaliza a los figurines, cuyos espectaculares números musicales, inspirados en el gracioso vigor de Cyd Charisse y Gene Kelly, hacen que el cuerpo sea un atractivo sujeto, pero el movimiento un bello adjetivo.

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