Publicado: 11 de diciembre de 2006
Por Hugo Lara Chávez
En 1939 el poderoso ejército alemán invadió Polonia. La Segunda Guerra Mundial había comenzado. Estados Unidos se mantuvo al margen hasta 1941, cuando inició las hostilidades contra Japón y el resto de los países del Eje, esto es, Alemania e Italia. Mientras tanto, en la sucesión presidencial de México de 1940 el candidato del PRM, el general Manuel Ávila Camacho, había salido electo en unos comicios ostensiblemente fraudulentos. El gran perdedor fue el general Juan Andrew Almazán y mucho se temió en esa época una nueva rebelión de las fuerzas opositoras que encabezaría el mismo Almazán. Al respecto se conjeturan muchas cosas, lo cierto es que Almazán salió del país y Manuel Ávila Camacho fue reconocido como el presidente de México para gobernar de 1940 al 46.
La relación entre estos dos sucesos puede ser muy estrecha. La guerra en Europa amenazaba con extenderse y los Estados Unidos, tarde o temprano, tendrían que tomar parte en ella. Así las cosas, a nuestro vecino del norte no le convenía de ningún modo tener problemas en su frontera sur que pudieran inquietar sus preparativos bélicos. La política del buen vecino, promovida por el presidente Roosvelt, estaba francamente orientada a obtener el respaldo de sus aliados de Latinoamérica con miras a intervenir en el conflicto armado, manteniendo las mayores reservas de seguridad en su territorio. A cambio, México y el resto del continente obtendrían privilegios económicos y comerciales en ciertas áreas que Estados Unidos descuidaría durante la guerra. Si hubo una negociación en la que intervino el gobierno estadunidense para legitimar las elecciones de 1940 en México y así aniquilar cualquier amenaza de inestabilidad, no se sabe a ciencia cierta, pero lo que sí se sabe es que, en efecto, el país consiguió ventajas comerciales durante la guerra a través de Estados Unidos.
En uno de los terrenos donde México salió más favorecido, fue precisamente en el de la industria cinematográfica. Estados Unidos decidió beneficiar a México porque a diferencia del resto de los países latinoamericanos, salvo Argentina, ya tenía una base industrial del cine y estratégicamente era un socio más amable y confiable. “La producción del cine norteamericano tenderá a disminuir, como es lógico, pero lo más importante es el apoyo que los propios norteamericanos darán al cine nacional (dinero, maquinaria, refacciones, instrucción técnica). Hasta ese momento el de Argentina ha sido el mayor cine en castellano, tanto por el volumen de su producción como por su éxito en el mercado latinoamericano (…). Pero los Estados Unidos preferirán apoyar la cinematografía de un país aliado como México sobre la de un neutral tan sospechoso como lo era Argentina en el campo de batalla ideológico, político y económico que representa el mercado latinoamericano”.[1]
Aminorada la enorme producción del cine hollywoodense, que entonces se abocó a la realización de filmes de propaganda militar, el cine mexicano ganó espacios en el mercado del continente para satisfacer la demanda que dejó de cubrir Estados Unidos. Además, este boom cinematográfico fue beneficiado internamente por una coyuntura política en la cual el Estado asumió nuevas posiciones respecto a sus relaciones sociales y al desarrollo económico del país. “El periodo de 1940-1954 estuvo caracterizado por la instauración de una estrategia de desarrollo de largo plazo entorno a la industrialización y en donde el Estado tuvo un papel protagónico. La precariedad del desarrollo industrial y la debilidad de la fracción empresarial moderna llevaron al Estado a expandir y diversificar su actividad en el ámbito económico, incluso en detrimento de otros objetivos, para asegurar la renovación del aparato productivo y el crecimiento sostenido.
“Esta situación encontró dificultades de orden político, social y económico, producto de una sociedad más densa y diversificada y de la misma modernización de la planta productiva. La capacidad del sistema político para absorber las tensiones y conflictos se debió a su aptitud para remodelar y actualizar el pacto social. Ese proceso demandó del Estado una política de masas con mayor control de las organizaciones obreras, campesinas y de las capas medias, contando simultáneamente con el apoyo de los grupos empresariales, en especial de los grupos más proclives a la industrialización”.[2]
En este escenario, la cinematografía nacional tuvo la oportunidad de afianzarse y, apoyándose en la participación de sus miembros creativos, es decir sus realizadores, argumentistas y sobre todo sus actores (que entonces estaban a punto de madurar y alcanzar, en algunos casos, una celebridad fulgurante), pudo dominar con esplendor el mercado latinoamericano a lo largo de los 15 años siguientes. “Durante el periodo 1939-52, bautizado después como la Época de Oro del Cine Nacional, la estructura de nuestra industria fílmica se consolida y se cierra férreamente sobre sí misma, llegando a ser una de las industrias más importantes del país, como si sus productos fueran de primera necesidad y dándose el lujo de funcionar de manera imperialista en la mayoría de las naciones de habla hispana del Continente, carentes de industria fílmica propia. Es decir, impone gustos estéticos y valores a las grandes masas semianalfabetas, edifica o derriba mitos individuales y sociales, inaugura y explota mercados a su libre arbitrio, se erige a sí misma en criterio de calidad cinematográfica, se siente incontenible al elevar su producción interna de 29 películas en 1940 a 124 en 1952″.[3]
En 1941 la administración avilacamachista ratificó el decreto promulgado en la era de Cárdenas que obligaba a los exhibidores a programar al menos una película nacional al mes. También se avanzó en la constitución del Banco Cinematográfico, a través de la formación de la Financiera de Películas S.A., empresa crediticia operada por el Banco de México, cuyo objetivo era el de respaldar los proyectos de los productores e inversionistas del cine mexicano. Igualmente en ese año fue creado el Departamento de Supervisión Cinematográfica (el ancestro del actual RTC), perteneciente a la Secretaría de Gobernación. Se trataba, como se puede deducir, de la censura oficial. Este departamento establecía criterios de exhibición según un decreto presidencial del 25 de agosto de ese año en el que se reglamentaba la supervisión cinematográfica de acuerdo a categorías de auditorio: a) películas para todo público; b) películas para adolescentes y adultos; c) películas exclusivas para adultos y d) películas para adultos en exhibición especialmente autorizada.
Las cosas marchaban mejor que nunca. Con el cambio de administración y las condiciones de la guerra, un espíritu optimista permeaba a toda la industria del celuloide, cuya posibilidad para terminar de cuajar estaba a la vuelta de la esquina. Convencidos de la buena disposición oficial para respaldarla, en enero de 1942 la Asociación de Productores de Películas Mexicanas promovió ante el presidente una serie de instrumentaciones “en la que se pedía, primero, la promulgación del proyecto de ley ordenado por el secretario de gobernación, licenciado Miguel Alemán (“gran entusiasta del cine mexicano”, según el memorándum) al Departamento de Supervisión Cinematográfica de dicha secretaría, mediante el cual se establece en todos los cines de la República la obligación de exhibir películas nacionales con la frecuencia determinada por el volumen de producción; segundo, que se obtuviera de los gobernadores una reducción de los impuestos que pagan los cines cuando exhiben películas mexicanas (…); tercero, la exención por otros cinco años del impuesto de patente del departamento del Distrito Federal; cuarto, que se elimine todo impuesto aduanal a la importación de elementos necesarios a la industria cinematográfica, tales como película virgen, cámaras fotográficas, equipos de sonido, maquinaria y equipos para laboratorio, etc. (ninguno de esos elementos, según el memorándum, se manufacturaba en México)”.[4]
Las respuestas oficiales a estas peticiones se cumplieron prácticamente en su totalidad. Por si esto fuera poco, el cobijo gubernamental sobre el cine mexicano se extendió de manera absoluta en 1942, cuando se fundó el Banco Nacional Cinematográfico, dependiente del Banco Nacional de México S.A., que arrancó en gran parte con capital privado, y con un participación oficial nada despreciable.
La primera acción importante del Banco fue la constitución de la firma Grovas, S.A., Compañía Productora y Distribuidora de Películas Nacionales, en la cual se aglutinaban varias personalidades destacadas del ámbito cinematográfico. Grovas S.A. fue la primera empresa de gran envergadura que tendía hacia las prácticas monopólicas del mercado. Con ella, muchos de los pequeños e irregulares productores fueron erradicados. En los años siguientes esta empresa aumentó considerablemente su producción, por encima de las otras firmas más o menos importantes, como Filmex, los hermanos Rodríguez y POSA Films.
Así, el auge y la euforia cinematográficos, no exclusivos del rubro financiero sino también del creativo, como lo demostraba la incorporación a la industria de nuevos talentos (los realizadores Emilio Fernández y Julio Bracho, por ejemplo) y la afirmación de verdaderas estrellas taquilleras (Pedro Armendáriz, María Félix y Jorge Negrete, entre otros), motivaron la integración de la Academia Cinematográfica de México, alentada por Benito Coquet, Jefe de Educación Extraescolar y Estética de la Secretaría de Educación Pública, y Enrique Solís, secretario general de la UTECM.
Los mejores años del cine nacional marcharon al parejo de la guerra en Europa. Nuestro star system rindió frutos en toda Latinoamérica, donde se imponían entre el gusto del público los relatos, las hazañas y los romances que las figuras de la cinematografía mexicana protagonizaban de semana en semana. De esta forma, la producción cinematográfica aumentó notablemente: 47 películas en 1942, 70 en 1943, 74 en 1944 y 82 en 1945. El Indio Fernández se reveló como el gran cineasta de la mexicanidad con Flor Silvestre y María Candelaria y Julio Bracho hacía lo propio, desde una óptica más cosmopolita, con Distinto amanecer. En 1944 el panorama no podría ser mejor. Además de que se alcanzó una cifra histórica en la producción de películas, este hecho coincidió con el debut de catorce nuevos directores, cantidad asombrosa que en el futuro cercano no volvería a suceder, en parte por el decaimiento del volumen de producción y, sobre todo, por la política de puertas cerradas que al año siguiente impondrían los sindicatos de la industria.
Al parecer todo era miel sobre hojuelas, pues la consigna mercantilista que entonces abanderó el cine mexicano repelía por lo general las fórmulas aviesas de un cine que pudieran atentar, en primer lugar, contra la taquilla y luego contra la ideología dominante y la moral conservadora que cundía en la sociedad de la época. Esta posición privilegiaba a un cine convencional, inofensivo, apolítico y adecentado según los dictámenes del institucionalismo imperante. Fuela oportunidad, pues, para aceptar lo inevitable: las recetas del melodrama familiar y urbano, y las comedias rancheras y populares que ya dominaban la escena. “Por eso, el jefe de censura de entonces, Felipe Gregorio Castillo, echó una mirada despectiva al pasado silvestre y artesanal y declaró que en los nuevos tiempos ya no se permitirían películas como El compadre Mendoza. El melodrama podía seguir siendo la base sustentadora del cine nacional, pero ahora debía oler bien, como corresponde a un nuevo rico”.[5]
[2] ESPINO Ayala, José. Op. Cit, p. 249
[3] AYALA Blanco, Jorge. Op. Cit.p. 508
[4] GARCIA RIERA, Emilio. HISTORIA… Op.Cit., Vol. 2. p. 235 y 236
[5] GARCIA RIERA, Emilio et al. HOJAS DE CINE. TESTIMONIOS Y… Op. Cit., p. 18