Por Hugo Lara
Desde su fundación, la Ciudad de México ha sido siempre un espacio
de afluencia para los migrantes, a quienes acoge cada año en cantidades
abundantes, a veces con generosidad, a veces con desdicha. En distintos
momentos de la historia de esta ciudad, algunas comunidades de
origen extranjero pudieron establecerse y prosperar en actividades como
el comercio, que es el caso que inspira a esta película, La Familia
Dressel, un drama familiar que ofrece una curiosa mirada a la intimidad
de unos alemanes afincados en nuestro país, que se debaten en el dilema
de conservar la pureza de sus tradiciones dentro de la burbuja
hermética que es el hogar o abrirse a las bondades pero también a los
peligros que existen inexorablemente más allá de la puerta. Dirigida
por Fernando de Fuentes, La Familia Dressel invoca una serie de
conceptos recurrentes en el cine mexicano, aquellos relativos a los
valores familiares y a los temores de que sean mancillados por lo
desconocido.
De Fuentes pertenece a la generación de cineastas que inauguró
prácticamente todos los géneros del cine mexicano desde los años
treintas, incluyendo los más atípicos como el cine de terror, con El
Fantasma del Convento (1934) y el de capa y espada con Cruz Diablo
(1934), pero desde luego que se le recuerda sobre todo por sus
soberbios dramas de la revolución mexicana: El compadre Mendoza (1933)
y ¡Vámonos con Pancho Villa! (1935).
En el entramado de la narración se distinguen ya varias situaciones
que se volverán estereotipos de los melodramas urbanos cuyos conflictos
se desatan por los prejuicios de clases sociales, la discriminación y
la relación nuera-suegra. Estas figuras femeninas se enfrentan por el
cariño del esposo-hijo, objeto de adoración y codicia y, a la vez un
personaje ambiguo que tiene que satisfacer a ambas mujeres, aunque como
dice la suegra a modo de lamento, “el amor de una madre no puede
competir contra el de una esposa”.
No obstante que se trata de un relato previsible, la cinta posee su
interés y algunas curiosidades dignas de remembrar. Así por ejemplo, la
protagonista, Magdalena, se define a sí misma como una “artista de la
radio”, “un poco bohemia, que ama la libertad”. Como pocas veces se
llegará a ver en el cine mexicano de la época, es una mujer
independiente, que ha vivido en el extranjero y que sin pena se halla
sola en el mundo, pues su madre ha muerto y de su padre no se ofrecen
datos. Aunque claro está, siempre actúa con moralidad, pues su maestro
de música (Ramón Armengod) la corteja y le propone vivir con él en su
casa de Paseo de la Reforma, pero sin casarse porque no cree en el
matrimonio. La chica, indignada, lo rechaza.
Por otro lado, el aburrido ambiente alemán se describe con cierto
pintoresquismo en una reunión cuya monotonía es rota por un invitado
inesperado, el personaje de Armengod que canta al piano un bolero
romántico. También hay otros detalles que llaman la atención, como el
dinero que le otorga Rodolfo (Julián Soler) a un policía de tránsito.
En la intrascendencia de esta escena se revela la vieja costumbre
capitalina de “la mordida”. Por igual es de notarse la frialdad de
Federico cuando amenaza a su madre con pelearle la ferretería en los
juzgados o cuando le ofrece prerrogativas económicas a su esposa cuando
ésta le pide el divorcio. Ambos gestos lucen audaces para su época.
Como es sabido, De Fuentes tomó de guía la historia de una distinguida
familia de ascendencia alemana, los Boker, propietarios de una
ferretería en el centro de la ciudad cuyo bello edificio sigue llevando
su nombre en nuestros días (en la cinta, la ferretería tiene una
ubicación distinta, en la calle de Palma).
El universo de los inmigrantes después sería ensalzado en otras
películas mexicanas, recuérdense especialmente las que interpretó
Joaquín Pardavé en filmes como Los hijos de don Venancio y El baisano
Jalil.
Joaquín Pardavé y Sara García en El Baisano Jalil.
Por otra parte, De Fuentes concreta otras normas del cine urbano en
La casa del ogro, relato que está ambientado en su totalidad en el
interior de unos condominios, donde cohabitan el inflexible dueño del
edificio, el español Nicanor López (otro extranjero, esta vez en la
piel de un Fernando Soler), con sus dos hijas en edad de casar, además
de un variopinto grupo de inquilinos, entre ellos, un ladrón, un
homosexual, unas beatas, un médico, unos estudiantes y un cantante
pobre con su numerosa prole.
El director traza una radiografía de la vecindad urbana en clave de
tragicomedia, en lo que es uno de los primeros ensayos del género y
cuyo argumento reelaboraría Juan Bustillo Oro más tarde bajo el título
de Casa de Vecindad (1950), adaptada a una atmósfera arrabalera que le
confería una dimensión más próxima a la realidad popular.
Tanto en esta película como en La Familia Dressel se deja ver la
mano de un director con un eficaz manejo del lenguaje cinematográfico,
inclinado por el refinamiento de ambientes, pero que se encuentra aún
explorando derroteros narrativos. En parte eso explica las limitaciones
de fondo y forma de La Familia Dressel, así como su identidad difusa
—¿un defecto o un atributo?— que bien podrían situar su trama en Buenos
Aires, Madrid o Nueva York.
De Fuentes nos introduce en estas películas por los espacios íntimos
de la Ciudad de México cosmopolita y moderna, la urbe rica y
sofisticada que por lo demás siempre ha existido, donde el choteado
folclorismo nacional deja su lugar al teutón. Y eso sí que es
original.
Otros experimentos sobre la familia de inmigrantes y su incrustación en la sociedad mexicana, con los consabidos choques generacionales entre los padres y los hijos, fueron muy trabajados por el actor Joaquín Pardavé, todo un especialista en extranjeros afincados en México, que sufría los sinsabores de la incomprensión de sus hijos, pero que al final celebrar por todos los medios su orgullosa mexicanidad, como sucede en En un burro tres baturros (1939) y más claramente en la ya mencionada Los hijos de don Venancio (1944), donde interpreta a un emigrante español involucrado en los conflictos de identidad y de amor de sus hijos, que le llevan al final a celebrar los goles del Atlante, el equipo del pueblo, contra los del Club Asturias, el favorito de la colonia española; o en El barchante Neguib (1945), esta última, donde encarna a un comerciante libanés que hace frente a las vicisitudes familiares en el entorno del México urbano.
En la primera etapa del cine mexicano sonoro, también se encuentra el caso de La Justicia de Pancho Villa (1938) de Guz Aguila –que igualmente es conocido con el título de El Gaucho Mujica–, acerca de la aventura de un gaucho que viaja desde Argentina hasta México durante la época de la Revolución, para ponerse al servicio del general Pancho Villa, en un recorrido que exalta los valores del panamericanismo con todo su folclor.
Igualmente, es muy llamativa la curiosay simpática cinta Soy puro mexicano (1942), con Pedro Armendáriz, dirigida por Emilio “el Indio” Fernández. Un thriller situado en el entramado de la Segunda Guerra Mundial, si bien las acciones ocurren en un ámbito rural de México, donde un bandido conjura una intriga de espionaje internacional en la que participan un alemán, un italiano y un japonés, éste último encarnado con mucha gracia por el inolvidable Andrés Soler.
La exaltación de la mexicanidad a partir del contraste con los códigos morales de los extranjeros, específicamente los estadounidenses, se da con frecuencia en el cine mexicano de los años cuarentas y cincuentas, e incluso posteriormente. Algunas de estas nociones se reflejan en filmes como Los tres García (Ismael Rodríguez, 1947), donde Marga López interpreta a una estadounidense que despierta el interés amoroso de los protagonistas, en el pintoresco tono de una comedia ranchera.
En Rancho Alegre (Rolando Aguilar, 1940), el actor Raúl de Anda encarna a un ingeniero de costumbres citadinas que regresa a la hacienda de su padre acompañado con un gringo (Clifford Carr) a quien pretende venderle esa propiedad. Las costumbres campiranas no solo ponen a prueba la “hombría” del protagonista, sino también la de su acompañante extranjero, quien es objeto de varias humillaciones.
Por su parte, Benito Alazraki describe en su película Raíces (1953) algunas impresiones sobre la forma en que se han percibido ciertos extranjeros desde la perspectiva mexicana. El episodio Nuestra señora, una antropóloga estadounidense (Olimpia Alazraki) viaja a San Juan Chamula, Chiapas, para encontrar los fundamentos de su tesis doctoral. Ayudada por un médico rural (doctor González), la mujer presencia las tradiciones, festividades y ritos de los tzotziles, y hace pruebas dizque científicas, como medir los cráneos de los lugareños o recabar sus opiniones sobre reproducciones de célebres pinturas del arte occidental sólo para reafirmar su convicción de que los indios son incapaces de disfrutar del arte.
También de la misma película, otro episodio titulado La Potranca, refiere a la historia de un arqueólogo estadounidense (Carlos Robles Gil), en la zona del Tajín (Veracruz) que se obsesiona con la belleza de una joven indígena (Alicia del Lago), a la que acosa por todos los medios para hacerla suya.