Publicado: 26 de octubre de 2006
Por Hugo Lara Chávez
El día de los inocentes de 1895, el 28 de diciembre, una novedosa máquina vino a revolucionar al planeta entero. Se trataba de un invento diseñado por los hermanos Louis y August Lumière, cuyo nombre era el cinematógrafo. La primera exhibición ocurrió en el Grand Café de París, y el programa incluía algunas tomas que los propios Lumière habían captado con su aparato.
Aunque el primer público del cinematógrafo estaba familiarizado con la fotografía e incluso con algunos aparatos y juguetes de ilusión óptica, como la linterna mágica o el zootropo, el invento de los Lumiére ofrecía una asombrosa fidelidad al movimiento y a la realidad, tanto así que una de estas secuencias, la célebre Llegada del tren, según se ha documentado, causó auténtico pánico entre los espectadores de la función (algunos incluso salieron huyendo), sobre todo en la parte en que una locomotora parece que va a salir de la pantalla y va a precipitarse encima del público. Lo que revela esta anécdota es el gran impacto con el que fue recibido este invento entre la sociedad decimonónica, constantemente sorprendida por los descubrimientos e inovaciones que proponía la revolución industrial.
En Europa la fama del cinematógrafo se expandió como reguero de pólvora. El 5 de agosto apareció una de las primeras notas publicada en México sobre el cine. Esta decía: “Próximamente quedará establecida en esta ciudad este aparato óptico, del cual tanto ha hablado la prensa europea. En Madrid acaba de llamar mucho la atención, siendo visitado por la Infanta Isabel y lo mejor de aquella sociedad. En Francia funcionó en el Elíseo, en medio de los elogios del Presidente Faure”.[1]
Correspondió al general Porfirio Díaz, presidente del país, convertirse en el primer espectador en México de esta maravilla. La noche del 6 de agosto de 1896 Díaz presenció, acompañado de su familia y de algunos amigos en el Castillo de Chapultepec, una función privada a cargo de los representantes de los Lumière, Bernard y Gabriel Vayre. La primera función pública ocurrió el domingo 16 de agosto de 1896 en la calle de Plateros 9, en un local habilitado en el entresuelo de la Droguería Plateros, que ocupaba en ese tiempo, curiosamente, la Bolsa Mexicana de Valores. El éxito fue rotundo. En seguida se instauraron varias sesiones diarias para dar a conocer al público la novedad del día, como se le solía llamar al cinematógrafo. Paralelamente, la competencia de los Lumière, es decir, el Vitascope de Edison, realizó varias exhibiciones en la capital y en Guadalajara, aunque sin cosechar el mismo furor que había logrado el cinematógrafo.
Los enviados de Lumiére no solo exhibieron las películas que traían de Francia; sino que también filmaron y proyectaron las que pueden considerarse como los primeros cortos de un cine hecho en México: Escena en los baños de Pane, Alumnos del colegio militar, Doña Carmen Romero Rubio de Díaz en carruaje, Duelo a pistola en el bosque de Chapultepec, entre otras. A don Porfirio le gustó tanto que más adelante se erigiría en una de las primeras figuras captadas por el cinematógrafo. Los señores Bernard y Vayre lo retrataron en varias de sus películas: El general Díaz despidiéndose de sus ministros, El general Díaz paseando a caballo en el bosque de Chapultepec, El general Dïaz recorriendo el zócalo, etcétera.
La bienvenida que Díaz le brindó al cinematógrafo se inscribía dentro de la ecuación orden y progreso, uno de los lemas favoritos que su régimen acuñó. La tecnología era bien recibida, sobre todo si se trataba de invenciones provenientes de Francia, el modelo de nación al que el gobierno profirista aspiraba (es por ello, quizá, que un años antes, en 1895, no se recibió con el mismo encanto al kinetoscopio de Edison). El orden y progreso porfirista tenía un significado y un significante mucho más complejo y turbio de lo que a simple vista se leía: el orden se refería a mantener las garantías de seguridad para que las minoritarias clases poderosas siguieran siendo poderosas, a costa de un mayoría pauperrizada. Díaz había conseguido, al cabo de los años que llevaba en el poder, pacificar al México bronco que se había desangrado a lo largo del siglo pasado, a causa de las luchas entre los liberales y los conservadores. El progreso era la coartada para convencer a los incrédulos que se trabaja para un fin común: el desarrollo del país. Así lo demostraba las diversas obras que se realizaban a lo largo y ancho del país, como la electrificación de la capital y de otras ciudades importantes, o la extensión de las líneas del ferrocarril. El modelo económico de las haciendas, baluartes cuasifeudales con tendencia a tecnificarse, contribuían de buena manera a sostenter el sistema tecnocrático porfirista y a la oligarquía imperante. Y una a la otra se retroalimentaban: para aumentar la producción, además de las herramientas tecnológicas, se requerían a toda costa seguridad política, mientras en compensación el poder central se protegía y se mantenía con la ayuda de sus múltiples señoríos regionales
Casi inmediatamente las autoridades tomaron providencias para controlar el novedoso espectáculo. El primer antecedente sobre la regulación oficial del cinematográfo data de 1896. En ese año se presentó al Ayuntamiento una propuesta de reforma en la que se contemplaba fijar una cuota para los locales habilitados como salas de exhibición, según el cual “se indicaba que al abrirse un salón de espectáculos, se debía manifestar cupo y clase de localidades; se obligaba a los empresarios a presentar dos ejemplares de los programas al momento de pagar el impuesto(…). El ayuntamiento se reservaba el derecho de clausura, si el espectáculo atentaba contra la moral o las leyes”.[2]
Con la producción de vistas con temas mexicanos, a cargo de los enviados de Lumière, se había iniciado ya el cine en México, y así, durante los primeros años, muchos empresarios llevaron el cinematógrafo itinerante a todos los recovecos del país. Algunas de estas sesiones eran complementados con variedades en vivo en las que participaban bailarinas y cantantes. Las películas que se exhibían eran aquéllas que los productores europeos y estadunidenses abastecían desde sus países pues en México no se contaba todavía con película virgen ni ingredientes químicos para revelar y copiar, ni los aparatos para tomar y exhibir películas salvo, claro, los pocos proyectores importados por los representantes extranjeros. Sin embargo, cuando a México pudieron llegar estos equipos que permitieron estimular la producción de vistas con temas mexicanos, tampoco fue posible romper la dependencia con los fabricantes extranjeros, pues éstos tuvieron el cuidado de controlar el revelado y el copiado de películas.
“La desorganización del mercado incidió para que la producción de películas mexicanas fuera escasa. Las películas nacionales fueron durante el porfiriato un complemento del programa. Pocas tuvieron el honor de ser programadas solas, esto es, que fueran el único atractivo. Sólo algunos reportajes de viajes de Porfirio Díaz gozaron de tal privilegio”.[3]
Ya para 1899 el cinematógrafo se había constituido en un verdadero espectáculo popular. “Para 1900, la ciudad (de México) tenía ya veintidós locales, entre salones destinados a la gente decente y carpas destinadas a la plebe” [4]. Esto era representativo de lo que ocurría en el resto del país. Las ciudades más importantes como Guadalajara, Monterrey y Puebla eran las más invadidas por los nuevos empresarios cinematográficos.
En esa primera etapa, la limitada producción de vistas en México giraba en torno a sucesos reales, una especie de cine-verdad limitado a los acontecimientos que expresaban la realidad porfiriana, pues nunca pretendieron ofrecer testimonios del disgusto prerrevolucionario que se estaba fermentando en el fondo de la sociedad. Básicamente eran dos tipos de documentales los que dominaban el quehacer de los cinematografistas: uno se abocaba a captar la vida cotidiana de la ciudad, sobre todo en el ámbito de la aristocracia de la época; el otro se ocupaba de cubrir sucesos especiales, como los protocolos oficiales del presidente Díaz, o los estragos causados por una catástrofe natural.
El escapismo que practicaban los primeros cineastas mexicanos tenía qué ver con el control que ejercía el poder estatal sobre la incipiente industria cinematográfica, en particular, y sobre la mayoría de los medios impresos. Para la gente que asistía al cine, no sería precisamente el entretenimiento más conveniente y amable aquel que presentara, supongamos, las revueltas que se iniciaban en las fábricas, o simplemente, aquel donde aparecieran muchos mugrosos y mal vestidos. Para ello habría que esperar uno tiempo más, aguardar a la revolución que estaba a la vuelta de la esquina.
Durante aquella primera etapa del cine trashumante, destacaron algunos precursores del cine nacional, entre ellos Salvador Toscano y Enrique Rosas. Toscano abrió en 1898 la primera sala pública de exhibición en México, llamada El Cinematógrafo Lumiere, y el mismo año inició el rodaje de Don Juan Tenorio, una de las primeras cintas mexicanas de argumento. Posteriormente abriría el legendario Salón Rojo. Su extensa trayectoria culminó con la película Memorias de un mexicano, un enorme testimonio sobre la revolución que su hija Carmen editó hasta 1949. Por su parte, Rosas se abocó, como la mayoría de los camarógrafos pioneros, a la filmación de vistas, sin embargo, definió un estilo nacionalista que buscaba retratar el folclor del país. A lo largo y ancho de México, Rosas encontró motivos que captar, un estilo que, a la postre, se cristalizaría en El automóvil gris (1919).
Salvador Toscano
En esos años el cine de argumento no tuvo una gran aceptación de parte del público porque adolecía aún de un lenguaje cinematográfico agradable o ameno, debido a que los conocimientos que los cinematografistas tenían para ponerlo en práctica eran exiguos, de la misma manera en que lo eran los recursos de producción. Por ello, algunos ensayos de esta corriente que se hicieron eran poco propositivos o escasamente divertidos y, en general, fracasaban. En ambos géneros (el cine documental y el argumental) lo que prevalecía era, como en el resto de las artes, la búsqueda de la identidad nacional, el mexicanismo decimonónico y sus valores patrióticos, heredado sin lugar a dudas de las preocupaciones ideológicas establecidas por los liberales a lo largo de las pugnas con los conservadores durante el XIX. El porfiriato se había refugiado con cierta inteligencia dentro de esa coraza nacionalista. So pretexto de defender ese mexicanismo y su progreso, su régimen se permitía delicadezas tan pintorescas como la represión a los obreros, demostraciones tan nacionalistas como imponer la mordaza en los medios, y símbolos tan inequívocamente autóctonos como las prisiones a donde se confinaron a los enemigos del sistema. “Esa dictadura permitió, por primera vez, la existencia de un auténtico poder político nacional, pero nadie pretendió que la fuente de ese poder fuera realmente la voluntad popular de la que hablaba la Constitución. Díaz había recreado el tipo de soberanía monárquica de la época colonial, sólo que le cubrió con un manto supuestamente republicano y popular que no engañó a nadie”.[5]
Para 1907, el cine ya se había consolidado como un espectáculo de gran arrastre popular. En la capital, para entonces, existían 16 salones de exhibición cinematográfica y para el siguiente año se estableció el primer taller o estudio cinematográfico: The American Amussement, Lilo, García y Compañía.
Ante la mayúscula aceptación del público, algunas voces del medio intelectual comenzaron a discernir acerca del nuevo espectáculo y generaron una enconada polémica al respecto. Luis G. Urbina, por ejemplo, opinaba lo siguiente: ” la masa popular, inculta e infantil, experimenta frente a la pantalla llena de fotografías en movimiento el encanto del niño a quien la abuelita le cuenta una historia de hadas; pero no puedo concebir cómo, noche por noche, un grupo de personas que tienen la obligación de ser civilizadas, se emboban en el Salón Rojo o el Pathé, o en el Montecarlo, con la incesante reproducción de vistas en las cuales las aberraciones, los anacronismos, las inverosimilitudes, están hechas ad hoc para un público de ínfima calidad mental..”.[6]
Esa opinión parecía subestimar los alcances de un medio que acabaría por encontrar su nicho en el gusto popular durante las siguientes décadas. Sobre el cinematógrfo, la miopía de la alta alcurnia, sin embargo, no medraría el entusiasmo de la baja bellaquería: “La revolución técnica rompía de golpe el aislamiento de las clases populares, las que por fin tenían acceso al entretenimiento de las esferas superiores. La democratización bárbara soprendió a la élite, sacudió sus pretensiones de considerar la cultura del exterior como un coto cerrado disfrutable únicamente por mentes educadas. ¿Cómo podían las almas groseras acceder al mundo de las ilisiones que prometía el cinematógrafo? ¿Cómo podían ellos, los esclavizados por la faena diaria, los adictos al entretenimiento soez de la carpa alburera, acceder a la estratósfera del buen gusto? Los pocos representantes de la élite cultural que vislumbraban en el cine posibilidades artísticas, no dejaban de manifestar una mezcla de inquietud y sorna ante el ruidoso festejo de las multitudes ante las pantallas”.[7]
Estos argumentos no eran compartidos por todos. El rechazo al cinematógrafo que algunos sectores expresaban no fue suficientes para frenar el alboroto de la gente, no sólo porque muchos eran analfabetos sino también porque, ante la posibilidad del esparcimiento y la evasión, a la mayoría le importaba un comino las fruslerías que profesaban las inteligencias de la cepa aristócratica.
Si bien un viejo grupo de intelectuales conservadores se aglutinaban en torno al poder, a los ministros científicos o a la doctrina positivista, durante el porfiriato también se había incubado una nueva generación de pensadores alternos al porfiriato o al positivismo, la cual se subdividía en dos vertientes: la de militancia política y la apolítica. Y aunque ni políticos ni apolíticos prestaban un interés conspicuo al cinematógrafo, a la larga serían los que, una vez finalizada la guerra armada, constituirían núcleos del movimiento cultural postrevolucionario. Destacan, sobre todo, los miembros del Ateneo de la Juventud: Antonio Caso, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Julio Torri, Pedro Henríquez Ureña, Carlos González Peña y otros más. Existían muchos vínculos entre éstos y el porfiriato, pero sería la revolución que se avecinaba la que le daría a este grupo, a la postre, la templanza necesaria para que su influencia se tendiera sobre el resto de los quehaceres culturales del país, inclusive el cine.
Para finales del porfiriato la temática de los cineastas no había variado de eje. El dictador y sus viajes eran quizás la mayor atracción, seguidos de las hazañas de toreros célebres, como Rodolfo Gaona, o de cantantes y actrices sustraídas del teatro. Muy probablemente la película-reportaje La entrevista Díaz- Taft es la más ambiciosa de aquella época. Dirigida por los hermanos Alva, esta cinta es la crónica del viaje de Porfirio Díaz a la frontera y de su encuentro con el presidente de Estados Unidos.
Por otra parte, los empresarios nacionales habían ganado terreno a sus competidores extranjeros en el mercado cinematográfico. Para 1910 un mayor porcentaje de las empresas dedicadas a la producción, distribución y exhibición de películas estaba en manos de mexicanos. El gobierno participaba dentro de la industria sólo de manera superficial. Así por ejemplo el Ayuntamiento de la Ciudad de México se dedicaba en materia cinematográfica exlusivamente a recaudar el pago de impuestos, dispensar permisos para la apertura de salones, además de vigilar que se cumplieran los requisitos salubres establecidos para la exhibición. En este rubro, la política del Ayuntamiento no ejercía una censura sistematizada, pues se aplicaba según los criterios del funcionario en turno, aunque por lo general era poco el material que por contenido político o “inmoral” se podía proscribir.
[1] DE LOS REYES, Aurelio; RAMON, David; AMADOR, María Luisa; RIVERA, Rodolfo. 80 AÑOS DE CINE EN MÉXICO.
UNAM, México 1977. p.9