Por Rafael I. Muñozcano
Hace unos meses, la Academy of Motion Picture Arts and Sciences (AMPAS) de los Estados Unidos, la instancia responsable de entregar los premios Óscar (seguramente el galardón más conocido al que aspira una película a nivel mundial, independientemente del prestigio o credibilidad que gustemos otorgarle) anunció la creación de una nueva categoría de premiación a partir de su edición 91ª, a celebrarse en 2019: el premio a la mejor película popular.
La respuesta, tanto por parte de la crítica especializada como de la comunidad cineasta, fue abrumadoramente negativa, al grado que poco menos de un mes después, AMPAS se vio forzada a por lo menos posponer un año la primera entrega del premio, o quizá a cancelarlo definitivamente. Los principales argumentos esgrimidos en contra se centraban en el uso del adjetivo “popular” para describir a cierto tipo de cine, precisamente el que más espectadores atrae a las taquillas y por tanto mayores ganancias genera. La preocupación era que se estaba creando una suerte de categoría B, con implicaciones nada halagu?eñas para las películas a cualquier lado de esa línea divisoria.
Por un lado, las películas que fueran seleccionadas para la categoría “popular” serían automáticamente catalogadas, utilizando un viejo concepto poético, como arte menor. Su nominación respondería únicamente a un esfuerzo por recompensar el gusto de las grandes masas que asisten cotidianamente a salas cinematográficas por millones alrededor del mundo, así como a los televidentes que año con año observan la transmisión de la ceremonia de premiación. No representaría un reconocimiento, sino una indulgencia, ampliando la brecha aparente entre cine artístico o de calidad y cine inmediato o de consumo.
En cuanto a los filmes que competirían por el premio a mejor película, esta nueva categoría trae implícito un reconocimiento a su imposibilidad de apelar a los grandes públicos, lo que podría reducir sus ganancias al crear una falsa percepción en cuanto a sus pretensiones artísticas.
Independientemente de si estamos o no de acuerdo con alguna de las posiciones, al menos una cosa podemos sacar en claro: a nadie le agrada esta artificiosa división entre cine de arte y cultura popular. En esta tesitura, me gustaría abonar al debate a partir de un cambio en el enfoque semiótico de la categoría propuesta. Es decir, enfocarnos no en el término “popular”, sino en el adjetivo que le precede: “mejor”.
Mucho se ha hablado sobre la autoridad (o falta de) que una institución como AMPAS pueda tener en lo que se refiere a determinar cuál película es mejor que el resto. No quisiera abundar en este tema tan discutido, sino plantear una pregunta en apariencia más sencilla. ¿A qué nos referimos por mejor película? Una forma común de entender la categoría es definirla como un premio a la mejor producción, tomando en consideración valores extrínsecos al mérito artístico y, en muchas ocasiones, ostensiblemente coyunturales. Asumamos, para el ejercicio propuesto, que no es así, sino que objetivamente quisiéramos determinar cuál película es la mejor del año. Tendríamos que establecer, para empezar, criterios base, parámetros de medición e incluso una escala evaluativa, todas ellas herramientas útiles pero de ninguna manera válidas para el objetivo que nos hemos planteado.
Quizá una aproximación más sencilla sea la siguiente: ¿a qué nos referimos cuándo decimos que una película es “buena”? La pregunta, que parece simple, en realidad es bastante compleja si tomamos en cuenta la plurivocidad de la palabra. Ahora mismo que escribo estas líneas lo hago sobre mi mesa de trabajo, que es una mesa firme, resistente, amplia y elegante (no es por presumir). En una palabra, es una “buena” mesa. Sin embargo, si digo de una película que es una “buena” película, no me refiero a que es firme, resistente, amplia y elegante (si bien son adjetivos que con facilidad se le podrían aplicar, por ejemplo, a “Lo que el viento se llevó”). Pero ambas, la mesa y la película, son “buenas”. ¿Qué es lo que queremos comunicar entonces?
En un esclarecedor ensayo publicado originalmente en el número inaugural de la Revista Hispanoamericana de Filosofía Crítica (UNAM, 1967), el filósofo peruano Augusto Salazar Bondy apunta lo siguiente:
Cuando se habla de un automóvil bueno, una espada buena, o una mesa buena, se dice algo semejante en los tres casos, a saber, que debe tenerse respecto de tales objetos una actitud favorable. Lo común que comunica ‘bueno’, es pues, una exigencia de actitud positiva referente a cada [elemento].[1]
Es decir que “bueno” es término valorativo y no descriptivo. No es ocioso entonces hacernos la pregunta, ¿qué es lo que se está valorando?
Comencemos por decir que una forma de definir una película es como la expresión cinematográfica de una experiencia, ya sea una emoción, una historia, una idea o tan sólo la voluntad de dejar un testimonio. Si consideramos al cine como un arte colaborativo, en realidad estamos hablando de la concreción, en lenguaje cinematográfico, de una combinación de experiencias que se buscan comunicar al espectador. Visto de ese modo, ¿estamos valorando la experiencia de los realizadores? ¿o estaríamos evaluando la habilidad que tienen las y los cineastas para comunicar esa experiencia? Desde luego que ambos esfuerzos serían necesariamente vanos, entrando en terrenos no ya de interpretación sino absolutamente especulativos.
Me parece que cuando decimos que una película es “buena o mala”, en realidad nos estamos refiriendo a nuestra propia experiencia como espectadores: qué tan placentero fue, qué nos dejó el haber visto la película, cuánto gozo obtuvimos. Es a este sentimiento al que se refiere Salazar Bondy cuando habla de una exigencia de actitud positiva: queremos a otros también les guste lo que a nosotros nos gusta. Naturalmente esta apreciación variará de un espectador a otro, ya que la valoración irá en función de nuestra experiencia vital, dentro de lo que se incluye nuestro conocimiento del lenguaje cinematográfico y la cantidad de películas que hayamos visto, entendiendo que a mayor experiencia será más rica la valoración, o la crítica, que se pueda hacer. Sin embargo, el objetivo último es el mismo: lo que buscamos es compartir nuestra experiencia con los demás.
Esto no significa que el crítico, por el mero hecho de serlo, viva una experiencia más valiosa que la del espectador promedio. Yo diría que, en cuanto a experiencia, el crítico cinematográfico no obtiene mayor gozo, ni éste es cualitativamente superior, que el asistente asiduo a las salas cinematográficas. Lo que hará que una crítica sea más rica y más profunda será la amplitud de la visión del crítico. En palabras de Antonio Alatorre: “un crítico es tanto mejor cuanto más comprensiva y abarcadora es su lectura, cuanto menos unilineal y predeterminada es la dirección de su juicio [2].”
Es por esto que podemos afirmar que las designaciones de mejor película concedidas por AMPAS son, en el mejor de los casos, engañosas, ya que se someten a criterios preestablecidos, privilegiando algunas formas de expresión sobre otras. En otras palabras, fingen que es experiencia propia lo que otros han vivido, repitiendo, en aras de una pretensión de prestigio, patrones anquilosados en los que ciertos temas, géneros o creadores son favorecidos rutinariamente. Se trata entonces de un ejercicio que poco tiene que ver con la experiencia cinematográfica en sí misma.
La forma de solventar la percibida necesidad que tiene AMPAS de apelar a los públicos masivos se puede resumir en una sola palabra: honestidad. Si tan solo la designación de la mejor película fuera resultado de una crítica honesta, no sería necesario crear la artificiosa categoría de “película popular”, ya que se estaría reconociendo lo que hay de valioso en las experiencias compartidas con los grandes públicos, que es bastante; por ejemplo nuestra capacidad de asombro, nuestro apetito por formas novedosas de contar historias o nuestra fascinación con los personajes que encontramos inspiradores. Citando de nuevo a Alatorre: “Si nuestra experiencia es análoga, es que también son análogos nuestros ideales humanos, o sea nuestros ideales críticos. [3]”
REFERENCIAS
1 Augusto Salazar Bondy, Para una filosofía del valor, México, FCE, 2010, p. 147.
2 Antonio Alatorre, Ensayos sobre crítica literaria, México, CONACULTA, 2001, p.47
3 Ibid. p.51.