Por Pedro Paunero
Este chico y esta chica nunca fueron debidamente
presentados al mundo en que vivimos…
Prólogo a “Viven de noche”.
“Viven de noche” (aka. Los amantes de la noche; They Live by Night, 1948), la película con la cual Nicholas Ray debutó en el cine, es significativa por varias razones, algunas de las cuales escapan a una primaria mirada superficial. Se trata de la adaptación de la segunda —y última— novela de Edward Anderson, “Thieves Like Us” (publicada en 1937), cuyo título, revelador (“Ladrones como nosotros”), se subraya a través del argumento que sostiene la historia; así leemos que, en la novela, el ladrón T-Dub considera que robar a los bancos está plenamente justificado, porque los banqueros son “ladrones, como nosotros”, mientras en la película se le escuchará responder, en el siguiente diálogo, establecido entre este y el joven protagonista, de la siguiente manera:
“Bowie: ¿Mil quinientos dólares por un coche de segunda mano?
T-Dub: Así es.
Bowie: ¿Quién lo vende? ¡Esto es peor que robar un banco!
T-Dub: Son ladrones, como nosotros.”
Anderson, de ascendencia amerindia, siempre al borde de la bancarrota, se sintió “legalmente prostituido”, al trabajar como reportero en distintos periódicos, empezando en uno de Ardmore, una población empobrecida en Oklahoma; intentó desarrollarse como escritor escribiendo sobre los vagabundos que, la Gran Depresión, había producido, o provocado, pero ante el desinterés de las editoriales, optaría por convertir en cuento uno de esos artículos, “The Hangman”, adquirido por mil dólares por Doubleday, en el libro que se titularía “Hungry Men”, que recogió elogios por parte de Raymond Chandler. Anderson, y su esposa Anne, compraron un automóvil con el dinero de las ventas, se mudaron a Kerrvile, Texas, donde Anderson escribió su novela, en una cabaña rentada, tal como haría la pareja de amantes en “Viven de noche”.
La historia estaba claramente inspirada en Bonnie y Clyde, que habían encontrado la muerte hacía poco, pero también en los testimonios que Anderson recogió en sus múltiples entrevistas con ladrones de bancos en la prisión de Huntsville. Logró vender a Hollywood los derechos por quinientos dólares. Que le serían remitidos en dos pagos. Anderson, carne de carretera, y mentalmente inestable, terminaría su vida —tras unos amoríos con una mujer mexicana, con quien engendraría un hijo— ignorado y empobrecido.
La historia de Arthur “Bowie” Bowers (Farley Granger), y Catherine “Keechie Mobley (Cathy O´Donnell), él aprendiz de ladrón —tiene veintiún años, pero se ha fugado de prisión, donde, desde los dieciséis, cumplía condena por asesinato—, que vive y aprende las artes del oficio de los perpetradores Chickamaw, el tuerto (Howard Da Silva), y el citado T-Dub (Jay C. Flippen), y ella sobrina de Chickamaw, se inclina por contar el romance sin esperanzas, totalmente irresponsable —como el de los protagonistas de “Un verano con Mónica” (Sommaren med Monika, 1953), de Ingmar Bergman—, juvenilmente pasional, de sus protagonistas. Para Ray, guionista también de la cinta —con Charles Schnee—, es esto lo que importa, aunque la misma se destaque como pionera —dentro del marco aún mayor del Cine Negro—, de las películas del subgénero de “Amantes en fuga” (cuyo antecedente directo es “Sólo se vive una vez” [You Only Live Once, 1937], de Fritz Lang, basada, en parte, en la historia delictiva de los citados bandidos reales, Bonnie y Clyde), a la que se adscribe una de las mejores películas del realizador mexicano Arturo Ripstein, “Profundo carmesí” (1996), basada, a la vez, en la historia real —llevada, inevitablemente, al cine bajo la forma de varias “Road Movies”— de los “asesinos de la luna de miel” o “de los corazones solitarios”.
Varios de los temas sobre los que Nicholas Ray ahondaría en “Rebelde sin causa” (Rebel Without a Cause, 1955), la película insignia de la Brecha Generacional (así, con mayúsculas), se encuentran ya en este título. Mucho más que una película sobre el “Amour Fou”, Ray enfatiza la ternura entre sus jóvenes amantes, en un aura conmovedora que se extiende hasta el espectador, resuelta a través de una fuerte crítica social. Fritz Lang, en la legendaria entrevista que le hiciera Peter Bogdanovich, en la que realizara observaciones sobre “Sólo se vive una vez”, había ya incidido en esta misma cuestión de la historia crítica sobre una sociedad en la que, el ser humano común, carece siempre de oportunidades, a menos que se entregue al delito, del que, sabemos, no hay escape posible sino es en un ataúd. Más allá de la carga moral que exhibe la película —por causa de las presiones de la censura, hacia un argumento en el que los delincuentes terminan, forzosamente, muertos—, el mensaje claro de la cinta es el de que la juventud se pierde en un entorno podrido, donde abundan los criminales, los delatores, los asesinos y otros entes de la ralea más baja que la humanidad pueda engendrar.
Bowie y Keechie, profundamente enamorados (al principio de la película ella ha tratado de disuadirlo de dejar a su tío, y a su socio, varias veces y, después, no dejará pasar la menor oportunidad para echársele al cuello, abrazándolo con desesperación), creen encontrar redención –tan inocentes, como ingenuos ellos-, tratando de hacer las cosas “bien” una sola vez o, por lo menos, dentro de lo socialmente aceptado —fantasía incluida—, casándose en una capilla de tres al cuarto, en la que un ambicioso tipo de apellido Hawkins (Ian Wolfe), es el Juez de Paz que vende el sueño de casarse, rápido y barato, a las parejas que llegan a su puerta: 20 dólares sin música, 30 con disco, canción y acompañamiento de piano, anillo incluido (rentado a un dólar, vendido por cinco). Este deleznable sujeto, incluso, les vende un descapotable a precio exacerbado, a bordo del cual Bowie y Keechie creerán alcanzar un cierto estatus. La pareja aprenderá que, en efecto, incluso ese casamentero, aunque no sea necesariamente un ladrón como ellos (sus acciones se mueven en los límites de lo permitido), pues sólo busca ganarse la vida, no existiría en este mundo sino es a través de un cobro, y que todo tiene un precio.
Cuando Ray se hizo con el proyecto de “Rebelde sin causa” —que no estaba destinado a ser dirigido por él, en primera instancia, sino por Sidney Lumet—, mismo que se inspirara en el libro del Dr. Robert M. Lindner, “Rebelde sin causa: el hipnoanálisis de un psicópata criminal” (publicado en 1944), tuvo bien presentes las figuras —y las causas sociológicas, y psicológicas, que los mueven— de “Viven de noche”. La película, que se estrenó una semana después de la muerte de James Dean a los 24 años —actor que tenía puntos en común con el “rebelde” de la película, y con el cual Dean se identificara profundamente—, a bordo de su Porsche Spyder 550, llamado “Little Bastard”, Ray no pudo librarse, hasta el final de sus días, de la obsesión por su muerte. Estaba convencido que la juventud “rebelde” no se origina en los estratos sociales más bajos, y que la culpa “es de todos”, es por ello que el Bowie de “Viven de noche”, ante la visible envidia de Chicamaw, es presentado por los reporteros —que no ansían otra cosa que vender la noticia, la primicia y el escándalo—, como el cabecilla de la banda, “el niño”, con claros ecos en el antihéroe americano “Billy, the Kid”. Bowie es, pues, un estigmatizado, un señalado, un condenado por una sociedad ávida de espectáculo que, tanto encumbra como hunde, a sus estrellas “pop”.
James Dean se convirtió en un icono pop, en leyenda, en mito, por gracia de la conmoción que la muerte adolescente provoca en todos nosotros, y que es tan antigua como la cosmovisión griega –aquella que sostiene el mito de Clobis y Bitón, hijos de la sacerdotisa de Hera, recogidos por la diosa en recompensa-: “los elegidos de los dioses mueren jóvenes”.
Ray apostaba, ya desde su estupendo debut en “Viven de noche” —el título se debió a que, en Hollywood, no fue bien visto el título original de la novela—, no por el temor a la juventud —faltaba poco para que las carreteras fueran invadidas por los “salvajes” que protagonizan “El salvaje” (The Wild One, László Benedek, 1953), con Marlon Brando a la cabeza—, sino por su comprensión. Lo que vino después no hace sino reafirmar las ideas de estas películas, ya que Hollywood encontró una veta de explotación en los jóvenes, que acudieron a los auto cinemas en tropel, los fines de semana, en busca de solaz, esparcimiento y una oportunidad para el amor, siempre en escapada, lo que daría la primera auténtica película pensada para tal fin: “La mancha voraz” (The Blob, 1958). En “La mancha voraz”, sus realizadores no buscaban un espectador adulto, sino que lo alienaba conscientemente en pos del adolescente que sabría reconocerse en la trama.
Desde ese primer filme de Ray —pionero, incluso, en utilizar un helicóptero para realizar las tomas del auto en carretera—, hasta la apoteósica “Rebelde sin causa”, este director —este “auteur”, en verdad—, estaba inventando a la juventud en el cine, definiéndola, retratándola, y sobre todas las cosas comprendiéndola, como ningún otro antes, y muy pocos después lo han hecho.
Léase también:
“De cómo Hollywood inventó a la juventud” por Pedro Paunero.