Por Pedro Paunero
“Pensé de repente que todo acabaría mal. Parece absurdo, Keynes, pero así fue. No oía mis propios pasos. Eran los de un hombre muerto.”
Walter Neff (Fred MacMurray), en Pacto de sangre
(Double Indemnity, Billy Wilder, 1944)
El cine negro, o “noir”, gira alrededor del destino marcado de sus protagonistas. Acusa una marcada influencia del existencialismo, que novelas como “Crimen y castigo”, de Dostoievski, ya anunciaban en el Siglo XIX. El género que, para serlo, incluye una serie de constantes -entre estas, un sujeto perdedor, que termina siendo perseguido por la ley, o los oscuros entes del crimen, tras asociarse a una mujer sin escrúpulos, con quien (y por quien) se deshace de su marido para cobrar una suculenta suma de dinero, historia pasional mediante-, tiene en “Pacto de sangre” (aka. Perdición, Double Indemnity, Billy Wilder, 1944), su más elevada expresión artística.
En este listado recomiendo cinco títulos, alguno un tanto perdido en la marea de cintas que inundaron los cines, cuyas características -el crimen, la persecución, el secreto, el amor desbordado, el modélico blanco y negro, y el ambiente urbano-, obedezcan a la brevedad sobre todo, que mantengan una buena hechura (suspenso y otras emociones) y que no ignoren ese añejo sabor de las, igualmente, miles de novelas baratas de las décadas doradas del género, que van de los años ‘40s a 1960, aunado a todo esto, un elemento particular, que vuelve única a cada una de estas películas, a saber, un caso a resolver por un detective ciego, otro por una mujer, el primer filme policíaco dirigido por una directora y la comedia que satirizaba todo el género en su conjunto.
Ojos en la noche (Eyes in the Night, Fred Zinnemann, 1942)
Es la historia de Duncan “Mac” Maclain (Edward Arnold), corpulento detective ciego, experto en artes marciales, que va acompañado de su perro lazarillo, el pastor alemán “Viernes”, que un día recibe la visita de Norma Lawry (Ann Harding), una vieja amiga, quien le pide la improbable tarea de convencer a su hijastra Barbara (Donna Reed), actriz en ciernes, de que Paul Gerente (John Emery), su pretendiente y actor de teatro, es una persona inconveniente para ella. Gerente había sido, a la vez, pretendiente de Norma, y ha convencido a Barbara de que esta se casó con su padre, Stephen Lawry (Reginald Denny), por dinero, haciéndole a él a un lado. Mac la disuade, pues no hay delito que perseguir, pidiéndole que hable con su hijastra y hagan las paces.
Mientras Stephen planea un viaje, Norma decide quedarse para cuidar de Barbara. Va al departamento de Paul para pedirle una ultima vez que deje a su hijastra, encontrándolo muerto, justo cuando Barbara llega y acusa a Norma de haberlo asesinado. Para evitar un escándalo, Norma accede a la demanda de Barbara de abandonar la casa de su padre, o la acusará ante la ley por la muerte de Paul, quien jamás significó nada para ella.
Es entonces cuando Norma acude, una vez más ante Mac, que tendrá que resolver el crimen, antes que la inculpen a ella. Mac se hace pasar por el tío de Norma, en una casa repleta de sirvientes -en realidad agentes extranjeros-, que pretenden robar la fórmula secreta de Stephen, en un juego del gato y el ratón en el cual Viernes tiene una participación extraordinaria.
Esta divertida película -que incluye un juego de póquer en Braille-, abunda en interesantísimos personajes secundarios, muy bien trazados y entrañables, como el citado y asombroso perro Viernes -hijo de “Flash”, también estrella de Hollywood-, listo como él solo, Marty (Allen Jenkins), el cómico asistente de Mac, que se encarga de describirle el lugar de los hechos a su socio y compañero, con santo y seña, para que este lo recree como un mapa en su cabeza, demostrando sus altas capacidades mentales, o Alistair, su sirviente, interpretado por el encasillado actor negro Mantan Moreland quien, como Viernes, se roba las únicas tres escenas en las que aparece.
Edward Arnold había ya interpretado a otro detective singular, Nero Wolfe, el obeso y enorme personaje creado por Rex Stout, que gusta de cultivar orquídeas y resuelve los casos desde la comodidad de su lujosa mansión, sin salir de ella. Arnold había sido el primero en darle rostro a Wolfe, uno de los detectives más célebres de la novela policial.
Un personaje como Mac Maclain debió tener continuidad, y la tuvo, en la película “Hidden Eyes” (Richard Whorf, 1945). Pero no tiene el encanto y alcance perdurable de esta pequeña maravilla.
La dama fantasma (aka. La dama desconocida, Phantom Lady, Robert Siodmak, 1944)
Coinciden en un bar dos personajes melancólicos, el ingeniero civil Scott Henderson (Alan Curtis) y una elegante mujer con un sombrero muy extraño. Scott -a quien su mujer le ha pedido el divorcio- le propone a la desconocida -que prefiere permanecer anónima-, usar el par de entradas (que usaría con su esposa) para una revista musical. Los conduce un taxista a quien Scott, que ha hecho observaciones sobre la ciudad, cataloga de “típico neoyorkino”. En el espectáculo, Estela Monteiro (Aurora Miranda), la “Chica Boom Boom”, se percata, para disgusto suyo, que la acompañante de Scott usa el mismo sombrero que ella en el número musical. Enojada, le pide a su asistente que se deshaga del sombrero. Pero, cuando Scott y la mujer se despiden, y este llega a casa, la descubre invadida por policías suspicaces y burlones, que le conducen a su cuarto, donde su esposa yace estrangulada con una de sus corbatas. Las sospechas recaen, como es de esperarse, en él. Las cosas empeoran cuando el inspector Burgess (Thomas Gomez), que lo acompaña durante su itinerario nocturno, puede corroborar que el cantinero (Andrew Tombes), el taxista (Matt McHugh) y la señorita Monteiro, recuerdan a Scott, pero cada uno, por alguna razón que sólo ellos saben, niega haberlo visto acompañado por la mujer del sombrero. Al día siguiente, Carol Richman, alias “Kansas” (Ella Raines), la secretaria de Scott, se entera que su jefe es sospechoso del asesinato y, sin tardar demasiado -no cabe duda que está enamorada de él, y quizá hubiera sido una mejor compañera en su vida-, se entrega en una cruzada para descubrir al auténtico asesino y la identidad de la “dama fantasma”, que podría testificar a favor de Scott.
Kansas visita obsesivamente el bar donde Scott tuviera el encuentro, atormentando al cantinero, siguiéndolo por las calles nocturnas y mojadas, exponiéndose al peligro, hasta que este confiesa -antes de ser atropellado por un auto-, que le han pagado para negar la existencia de la desconocida.
“La dama fantasma” es uno de los contados “noirs” de la edad dorada en los cuales el detective es una mujer, igualmente el primero en el cual trabajara Joan Harrison -que había sido guionista de Hitchcock- como la primera productora de la Universal Pictures. Se trata de una adaptación de una novela de William Irish, es decir, Cornell Woolrich, que también escribió el guion, en conjunto con Robert Siodmak, uno de los maestros del género negro, que goza de justa fama tanto por su fotografía expresionista e iluminación -debida a Elwood Bredell, fotógrafo de otras perlas del noir como “The Killers”, adaptación de Hemingway que dirigiera también Siodmak-, como por un número musical de jazz en el cual el baterista Cliff (Elisha Cook Jr.), le dedica unas miradas obscenas a Kansas, que se hace pasar por corista para hacerlo confesar quién y cuánto le han pagado para no mencionar a la dueña del sombrero.
Aunque Bosley Crowther, crítico del New York Times, la describiera como incomprensible, el suspenso aumenta cuando Kansas acompaña la última mitad de la película a John “Jack” Marlow (Franchot Tone), socio de Scott, y de quien nos hemos enterado que es el asesino, en la pesquisa de localizar a Ann Terry (Fay Helm), la sicológicamente afectada dueña del dichoso sombrero, pero para entonces ya hemos sido afectados de otra manera por la investigación de Carol.
Una escena de tal tensión sexual -aquella entre Cliff y Kansas, mientras unos jazzistas tocan en un sótano-, casi orgásmica, no tiene parangón en el cine negro clásico, hasta el tardío y candente “Cuerpos ardientes” (aka. Fuego en el cuerpo, Body Heat, 1981), el afamado debut como director de Lawrence Kasdan, más explícito y deliberado.
Morena y de peligro (My Favorite Brunette, Elliott Nugent, 1947)
Confieso que los chistes de Bob Hope me parecen tan antipáticos como los de la pareja de idiotas de Abbott y Costello -claro modelo de la pareja mexicana conformada por Viruta y Capulina-, pero con esta película lograron una parodia del género negro en conjunto, con todos sus clichés, en un resultado notable, incluyendo a Peter Lorre como un peligroso matón arrojador de cuchillos, y a Lon Chaney Jr., como un matón estúpido y hasta conmovedor, con todo y un cameo de Bing Crosby, el rival de Hope en la actuación, como policía decepcionado cuando aquel es perdonado.
Ronnie Jackson (Hope) -fotógrafo de niños- espera ser ejecutado en la cámara de gas, a partir de un equívoco que involucra a una femme fattale, un vecino detective lo suficientemente duro -eco de Sam Spade-, a quien admira -y envidia- llamado Sam McCloud (Alan Ladd), por su forma aparentemente aventurera de vivir, y un enredo fabuloso. Como bien expresa Ronnie en flashbacks, desde la cárcel, mientras cuenta todo a una periodista:
“Yo también quería ser detective. Eso sólo requiere cabeza, valor y un arma. El arma la tenía”.
Tenemos que Ronnie, cuando no fotografía niños rebeldes, ayuda a Sam a tomar llamadas y con el papeleo. Es en uno de esos momentos –“cuando el amo no está”, como dice el dicho- en los cuales aparece la mujer. “La mujer”, como diría el Sherlock Holmes de “Escándalo en Bohemia”, una baronesa, para ser exactos, de nombre Carlota Montay (Dorothy Lamour), recién llegada a los Estados Unidos, a quien le han secuestrado a su esposo inválido. Por supuesto que Ronnie, que se hace pasar por verdadero detective para impresionarla, se enamora de la baronesa, y ella le confiesa que su supuesto marido es, en realidad, su tío, que ha llegado al país con una misión secreta. Antes de abandonar la oficina de McCloud, le entrega un mapa pidiéndole que lo resguarde.
Carlota vive, momentáneamente, en el caserón del mayor Simon Montague (Carlos Dingle), su supuesto protector ante la desaparición del barón, su antiguo socio.
Ya en dicha casa, el mayor lleva a Ronnie a una habitación donde encuentra al barón en su silla de ruedas, y le presenta al Dr. Landau (John Hoyt), psiquiatra que atiende a Carlota y le confiesa que ella, en realidad, padece esquizofrenia y tiene ideas de que su, en realidad esposo y no tío, ha sido secuestrado y padece delirio de persecución. El mayor menciona al mapa, de manera sospechosa, pero Ronnie no lo lleva consigo y el enredo se pone en marcha, por lo que no le queda otra que pasar el tiempo huyendo de los asesinos.
“Morena y peligrosa” es la segunda película de una trilogía que comenzó con “Mi rubia favorita” (My Favorite Blonde, Sidney Lanfield, 1942), y terminó con “Mi espía favorita” (My Favorite Spy, Norman Z. McLeod, 1951), que abunda en referencias cinematográficas difíciles de seguir o adivinar hoy en día, y quizá en su tiempo, si no se era un cinéfilo de hueso colorado, que la vuelven una película metatextual -sin pretensiones intelectuales, obviamente-, al basar dichas alusiones en personajes y situaciones de otras películas populares por entonces. Así, Ronnie expresa una frase que, a la distancia, parece profética -e irónica-, cuando dice:
“Tengo una cita con Ronald Reagan. Ese vaquero no llegará a nada sin mi ayuda”.
Pero cuyo contexto se ha perdido. Hope se permite romper la cuarta pared en una escena en la cual mira a la cámara -como el Oliver Hardy resignado ante las tonterías de Stan Laurel-, cuando Carlota lo cataloga de estúpido.
El misterio del mapa tiene que ver sobre una mina de uranio, espías internacionales y países enemigos, en cuyo ínterin Ronnie es acusado de un asesinato que no cometió, aunque sabemos, de antemano, que todo saldrá bien al final.
Amor que vuelve (Woman on the Run, Norman Foster, 1950)
Una noche, mientras Frank Johnson (Ross Elliott), pasea a su perro -de significativo nombre Rembrandt- cerca de su casa, en San Francisco, es testigo del asesinato a quemarropa de un gánster, que resulta ser testigo protegido de la policía. Pero, cuando los agentes de la ley, que sólo quieren proteger a Frank, intentan interrogarlo, este escapa, dejando a Rembrandt encargado para que su esposa, Eleanor (Ann Sheridan), lo recoja. El agente Ferris (Robert Keith), supone que Frank ha huido para evitar ser culpado, pero Eleanor asume que, en realidad, ha puesto en práctica otra más de sus continuas fugas.
Mientras tanto, Ferris se entera de que Frank es un artista, dueño de un gran talento pero, como tantos otros pintores, empobrecido e ignorado, a la vez que su esposa va descubriendo aspectos de su marido que ignoraba, en una serie de situaciones que la acercan más a Frank. Como buen noir que se precia de ser, corto y rápido, contiene una cantidad generosa de diálogos ingeniosos y chispeantes, por cierto, escritos por la misma Ann Sheridan y Dennis O’Keefe, que interpreta al periodista, como este:
-Tengo un trato para usted. Encuentra a su esposo con mi ayuda, me da la exclusiva por 24 horas, y obtengo mi nota para pagarle por ello.
-¿Tratando de comprarme tan pronto?
-Primero voy a tratar de comprarte. Si no puedo, intentaré conquistarte.
-¿No es eso lo contrario del procedimiento habitual?
-Soy un tipo perverso. Pensándolo bien, señora J. la encuentro muy atractiva. Puedo tratar de ganarla de inmediato.
-No, gracias. Prefiero ser comprada.
El suspense de la cinta descansa sobre la información que el espectador tiene de la identidad del asesino, pues Danny Leggett (O’Keefe), el periodista que aparece para ayudar a Eleanor -ella escapa, gracias a él, por el tejado-, siguiendo una serie de pistas que Frank le ha ido proporcionando, va dejando un rastro de muerte tras de sí, matando a los testigos, sin que ella se percate, pues Leggett sólo desea acabar con Frank, en un recurso tan antiguo como la catarsis aristotélica, en la obra “Edipo”, de Sófocles, tan efectiva hoy mismo. Nosotros, pues, sabemos lo que el personaje principal ignora, y empatizamos con este. Se trata de ese mismo recurso que Hitchcock perfeccionara a lo largo de su ingente filmografía.
La película, como muchas otras situadas en un momento dado y en un lugar muy especifico, funciona como ventana arqueológica a una San Francisco desvanecida, con sus calles y muelles de antaño, su ambiente pesquero y unos breves atisbos a su cotidianidad, ya enajenada desde entonces.
El original de esta pequeña joya de la acción detectivesca, se perdió en un incendio en 2008, hasta que Eddie Muller, creador de The Film Noir Foundation y presentador de Noir Alley en TCM, encontrara una copia en 35 mm en el British Film Institute.
El autoestopista (The Hitch-Hiker, Ida Lupino, 1953)
“Esta es la historia real de un hombre, un arma y un coche. El arma pertenecía al hombre. El coche podría haber sido el tuyo, o el de esa joven pareja al otro lado del pasillo. Lo que verás en los próximos setenta minutos te podría haber pasado a ti. Porque los hechos son actuales”.
Mientras viajan a San Felipe, en el Golfo de California, Mexico, los amigos, Gilbert Bowen (Frank Lovejoy), dibujante, y Roy Collins (Edmond O’Brien), dueño de un taller mecánico, recogen a un autoestopista, que resulta ser Emmett Myers (William Talman), prisionero prófugo, que pretende ser conducido a Santa Rosalía, y así poder escapar al puerto de Guaymas, Sonora. Pero resulta que Myers no sólo es un convicto, sino un asesino serial.
Todavía pasan los títulos cuando vemos desarrollarse los asesinatos en la carretera, y el despliegue de las primeras planas de los periódicos que atribuyen a Emmett dichas muertes. Un plano de Roy mientras conduce y los letreros del pueblo fronterizo, como un conjunto de espectáculos sexuales y cantinas, pintan el ambiente sórdido y estereotipado -por otro lado, cierto- del México puesto en bandeja de cobre para el americano medio que pasa en busca de diversión barata, al otro lado de la frontera. Pero lo que los amigos encuentran es a Myers, sucio y sudoroso, que los obliga a conducir bajo el amanecer.
“El autoestopista” está construida por una serie de primeros planos expresionistas, que muestran la aspereza de los rostros masculinos cansados, con barba de días y angustiados por su situación. Sentimos el calor y el polvo en el rostro, conforme el suspenso aumenta, esperando que, en cualquier instante, el asesino dispare a los amigos. Hay varias tomas generales del desierto, con el auto empequeñecido en la carretera serpenteante, entre las colinas y las rocas, con su vegetación hostil y el sol cayendo pleno.
Myers descubre que Bowen y Collins han mentido a sus esposas con un supuesto viaje a las montañas Chapel, en Arizona, cuando en realidad han ido por prostitutas a México, en uno de los tantos retratos del país como territorio de diversión y placer, pero también como destino equívoco de libertad.
A la búsqueda de los hombres por parte de las autoridades estadounidenses, se une la policía mexicana, mientras escuchamos transmisiones de radio que actualizan la persecución, que incluso se hace por air, en helicóptero y avionetas, y Myers, desesperado, obliga a Collins a usar sus ropas para que lo confundan con él.
Basada en la historia real de Billy Cook, asesino de cinco personas, y secuestrador de dos automovilistas, “El autoestopista” aprovechaba el material más innoble surgido de la sociedad, reafirmando el carácter de explotación y vulgaridad del género negro, que pocas veces trasciende estos temas para convertirse en piezas de arte.
Dirigida por la gran Ida Lupino -de quien me ocuparé en extenso en algún momento-, actriz, guionista, productora y directora de algunos melodramas históricamente interesantes, y una joya resplandeciente, “El bígamo” (The Bigamist, 1953), que también se merece su propio ensayo, y quien se auto denominaba como la “Bette Davis de los pobres”, “El autoestopista” goza de la fama de haber sido el primer filme negro dirigido por una mujer. No sólo eso, se trata de una de las mejores road movies jamás dirigidas y, encima de todo, la abuela de películas como “Reto a muerte” (Duel, 1971), el recordado telefilme de Steven Spielberg o ese derivado que es “Asesino de la carretera” (The Hitcher, Robert Harmon, 1986), películas más bien tramposas, con tintes sobrenaturales, que tienen una deuda impagable con la sucia y realista “El autoestopista”.
Rebelde con el sistema de estudios, en especial con el tiránico Jack Warner, Lupino fundó la productora independiente -es decir, de bajo presupuesto- “The Filmakers Inc.” con apoyo de Collier Young, su esposo, también guionista. Su objetivo, filmar películas con temas sociales, de entre las cuales destaca “El autoestopista” por méritos propios, en cuanto a técnica, guion y un insólito desarrollo de la violencia, que lo separa del resto de la filmografía de esta relevante directora.