Por Hugo Lara
Guadalajara. Presentada en la sección de largometrajes
iberoamericanos en el Festival de Cine en Guadalajara, Rabia, la más
reciente película del ecuatoriano Sebastián Cordero (Quito, 1972), sirve para
confirmalo como uno de los cineastas jóvenes más llamativos del cine hablado en
español.
Cordero llega a su tercer largometraje precedido de buena
reputación, ganada con justicia a partir de su ópera prima, “Ratas,
ratones y rateros” (1999) así como del inquietante thriller “Crónicas”
(2004), que fue merecedor de un premio en el Festival de Sundance.
Rabia está centrada en la historia de José María (Gustavo Sánchez
Parra), un ilegal ecuatoriano que trabaja como albañil en España.
Apenas ha comenzado un tierno romance con la bella Rosa (Martina
García), quien trabaja como sirvienta en una gran mansión, habitada por un matrimonio senil. Sin embargo, José María tiene incontrolables arranques de rabia,
con todo aquel que ofende a su novia. Como consecuencia, es despedido
de su trabajo y, en una discusión, causa accidentalmente la muerte de
su jefe. Asediado por la policía, decide esconderse en la mansión donde trabaja su novia, sin que ella ni nadie se de cuenta por varios meses. Oculto
entre el desván y los rincones de la casa, José María se convierte en
una presencia fantasmal que observa e interviene en la vida de Rosa y de aquellos que la rodean.
Con guión del propio Cordero sobre una novela de Sergio Bizzio, la
narración posee un fuerte dramatismo que es bien trabajado con el
estilo sobrio y contenido del director, como lo es también su película
anterior, Crónicas.
En el filme se observa la dura vida de los inmigrantes ilegales en
España, que son víctimas de maltratos, de condiciones
discriminatorias y que viven hacinados en espacios reducidos, sin derechos ni libertad, como sucede en otros países del llamado mundo civilizado. Cordero no deja pasar de largo este universo para plantear una crítica contra este sistema de explotación depredador. El
protagonista (que interpreta con eficiencia el mexicano Sánchez Parra)
descarga con violencia su frustración y coraje, como una forma de
rebelarse. Resulta un personaje complejo y paradójico y, por eso mismo,
sumamente atractivo, pues por otro lado, todo lo que hace es producto
del amor que siente por su novia y, más tarde, por el bebé que ella espera.
En el trancurso de la película, José María se va degradando física y
mentalmente, hasta convertirse en una sombra, una rata que se escabulle
por los entresijos de la vieja mansión señorial donde se esconde. El
paralelismo con las ratas es una metáfora que aprovecha el director
con tino (“los inmigrantes son una plaga”), muy notable sobre todo en la sofocante secuencia de la fumigación
de la casa, plneada para acabar con los invasores indeseables.
También vale la pena poner atención a los personajes que viven en la
casa y que la visitan: la señora bondadosa pero alcohólica (Concha Velasco); su marido
de carácer intransigente (Xabier Elorriaga); su hijo libertino y derrochador (Àlex Brendemühl); la hija divorciada (a cargo de la cineasta Iciar Bollaín)… Todos poseen rasgos y detalles que les
confieren una verosímil humanidad. Son criaturas solitarias y tristes, que transitan entre el desconcierto y la decadencia.
Entre tanta pesadumbre, Cordero sabe airear el dolor y la amargura, para permitirnos mirar como espías la conducta de este puñado de personajes a punto de
desbarrancarse. Para ello se sirve de la construcción de atmósferas de una gran densidad (un mérito que comparte el director de arte, Eugenio Caballero, y el fotógrafo Enrique Chediak), que refurzan la carga trágica de la trama. Con toda su crudeza, Rabia es un filme bien dirigido y
es ya una de las películas fundamentales del cine iberoamericano de
este año.
*Texto publicado en el marco del Festival de Guadalajara, 18 de marzo de 2010