Por Pedro Paunero
La idea fascinante de que todo videojuego no es sino una forma de entrenamiento de la juventud, para enfrentar eventos futuros, sostiene la película de culto “El último Starfighter” (aka. El último guerrero espacial/Starfighter: la aventura comienza; The Last Starfighter, Nick Castle, 1984), uno de los títulos más queridos de los años 80’s.
Fue la segunda película -si exceptuamos “Star Trek II: La ira de Khan” (Star Trek II: The Wrath of Khan, Nicholas Meyer, 1982) como la pionera en la que se usaron gráficos de computadora para el planeta Génesis, por obra de Loren Carpenter, quien revolucionó la industria-, en utilizar la incipiente tecnología CGI -motivo por el cual (aunado a un presupuesto limitado) sus imágenes, generadas por computadora, nos parecen tan básicas-, después de la ninguneada, pero profética “Tron” (Steven Lisberger, 1982) que, inicialmente, establecía ya los nexos, cuasi religiosos, que unen al gamer y el universo interior, virtual, del videojuego, y que culminarían en el posterior movimiento Cyberpunk.
Alex Rogan (Lance Guest), pasa sus aburridos días en un parque para casas rodantes, al lado de su madre, Jane (Barbara Bosson) y su hermano menor Louis (Chris Hebert), arreglando los pequeños desperfectos que, a nivel doméstico, sufren sus vecinos, con la única diversión ocasional de salir de campo con sus amigos, y la compañía de Maggie Gordon (Catherine Mary Stewart), su novia, languideciendo al cuidado de su abuela, y a la espera de un préstamo que le permita salir de ese sitio olvidado, para poder asistir a la universidad, en la lejana ciudad. Cuando recibe una carta avisándole que su petición ha sido denegada, no le queda más remedio que entregarse a su otra pasión, el videojuego Starfighter de Arcade que, en esa noche en que todo parece jugar en su contra, le permite romper el récord. Entonces aparece el misterioso Centauri (el veterano Robert Preston, en su último papel), supuesto diseñador del juego, que le ofrece dar un paseo en su auto, parecido a un estilizado DeLorean -un año antes que el chiflado, pero simpático científico Emmett Brown (Christopher Lloyd), lo usara como máquina del tiempo en “Volver al futuro” (Back to the Future, Robert Zemeckis, 1985)-, que resulta ser una nave espacial. Centauri lo lleva a Rylos, el planeta donde se ha reclutado a las mejores promesas de la galaxia, para defender la Frontera Sur, límite de la Liga Espacial, del ataque de la armada de Xur (Normam Snow), el desterrado y traidor, así como del “terror negro” del imperio de Kodan, y donde el embajador Enduran del Alto Mando Estelar (Kay E. Kuter), y padre de Xur, a quien ha rechazado, les pone sobre aviso que la frontera está por caer. Cuando Alex se niega a asumir su papel como un elegido, Centauri lo lleva de vuelta a la Tierra, pero un ataque a la base destruye la defensa, llevándose de paso a todos los reclutas. Así, Alex se convierte en el último Starfighter de la Liga, y la esperanza de las galaxias.
Varios de los personajes o situaciones de “El último Starfighter”, se inspiran en películas previas, o inspiraron personajes de películas posteriores. Así, no es de extrañar que toda su trama recuerde la historia de “La guerra de las galaxias” (Star Wars: Episodio IV. A New Hope, George Lucas, 1977), y con mucha razón, al reconocer Nick Castle, el director, la influencia de esta última en su película, especialmente en la secuencia en la que Alex debe destruir la torreta de la nave capitana, que corresponde a aquella en la cual Luke Skywalker dispara en el canal de ventilación para hacer estallar la Estrella de la Muerte, o la semejanza de algunos reclutas, y otros tipos de extraterrestres, con personajes de Star Wars, como el Zandozan (interpretado por Mark Alaimo, el futuro Gul Dukat de “Star Trek: Deep Space Nine”), la criatura mercenaria que toma forma de un autoestopista, enviado a la Tierra a matar a Alex, con el almirante Gial Ackbar (Timothy M. Rose y Erik Bauersfeld) de la citada Star Wars, pero anunció, con el personaje del reptiliano Grigg (Dan O’ Herlihy), el piloto estelar de primera clase -a quien nuestro héroe llama “tortuga de chocolate”-, puesto a las órdenes de Alex, al Drac (Louis Gossett Jr.), de “Enemigo mío” (Enemy Mine, Wolfgang Petersen), película que se estrenaría al año siguiente.
Igualmente, la película aunó a varios actores que, o bien ya habían aparecido en la serie original de “Viaje a las estrellas” (Star Trek), o aparecerían en las subsiguientes, como Wil Wheaton, uno de los amigos de Alex, que interpretaría al alférez Wesley Crusher en “Star Trek: The Next Generation”.
La inclusión de la “Unidad Beta” (el mismo Lance Guest, en doble papel), un androide que suple la ausencia de Alex en la Tierra, (un “simuloide”, como se lo denomina en la película) y que toma la apariencia humana a la manera que lo hacían las vainas extraterrestres en “La invasión de los asaltantes de cuerpos” (Invasion of the Body Snatchers, Don Siegel, 1956), fue un descubrimiento afortunado, que no se encontraba incluido en el primer tratamiento del guion, pero que llegó a subsanar la falta de un personaje cómico, dando pie a situaciones divertidísimas como aquellas en las que la unidad intenta mostrarse amoroso con Maggie, en una bien resuelta mezcla de ingenuidad y erotismo recatado, o la escena en la cual se atornilla la cabeza -que ha desprendido de sus hombros, en otra escena que se adelanta a otra película, en esta ocasión, a “Terminator” (The Terminator” James Cameron, 1984), estrenada unos meses después-, ante la mirada asombrada de su hermano, empedernido lector de Playboy, que no sabe si está soñando o no.
Cuando las amenazas son superadas, y las corrientes del universo vuelven a su cauce, Alex y Crigg descienden a la Tierra, en la nave espacial victoriosa, a despedirse de su locuaz familia y todos sus simpáticos vecinos (en un contra homenaje a la despedida de Dorothy, en “El mago de Oz”), y a pedirle a Maggie que le acompañe. Al principio, esta se muestra reacia, por alguna causa “muy terrenal” -en realidad, su débil espíritu aventurero-, pero no puede resistirse, finalmente, a este héroe espacial, en una escena que deviene arquetípica en el subgénero de la Ciencia ficción, y parte con él, por fin, sin dejarnos saber que fue del cuidado de la abuela.
En resumen, “El último Starfighter”, representa la máxima fantasía del gamer -con esa escena de Louis, en éxtasis, frente a la consola del videojuego y la cara vuelta al cielo, una vez que su hermano ha partido-: a saber, que su videojuego favorito no sea sino el portal auténtico a ese otro universo que subyace tras la pantalla, más arriesgado, heroico y luminoso, y donde la posibilidad del reconocimiento personal exista, más allá de la vulgaridad anónima, anodina y cotidiana de este mundo.