20 de noviembre de 2001

Por Hugo Lara Chávez

Frente a las interrogantes de siempre que rondan al cine nacional, hoy [este artículo fue escrito en 2001] surgen otras que nos plantean una situación inédita y paradójica, en términos de las condiciones económicas, industriales y creativas que están germinando como consecuencia de un proceso de muchos años de transformación y de crisis.

En el panorama del cine mexicano actual nadie puede afirmar categóricamente que se ha vencido la crisis o que han concluido las transformaciones, pero hay una ánimo mas o menos extendido en el sentido de que están ocurriendo cosas buenas para nuestra cinematografía. “Son buenos tiempos para el cine mexicano”, afirma Alejandro Springall, director de Santitos (1997), en medio de una función privada de la cinta en Nueva York con motivo de su estreno para el mercado de Estados Unidos (El Universal, 25/I/2000).

Las razones de esta percepción están cifradas en el éxito comercial de algunas películas mexicanas. El caso más sonado ha sido el de “Sexo, pudor y lágrimas” (1998), de Antonio Serrano, cuya recaudación en taquilla sorprendió a propios y extraños para imponer un récord histórico, la película más vista del cine mexicano, 5 millones de espectadores en su paso por siete meses en cartelera, superando incluso a películas de las majors hollywoodense que fueron programadas simultáneamente, como “Episodio I” (Star Wars: Episode I – The Phantom Menace, 1999).

“Sexo, pudor y lágrimas” fue la primera producción de Argos, la empresa de Epigmenio Ibarra que ya había cosechado enorme éxito con algunas telenovelas. Esta película, basada en una obra teatral del mismo director, propone una fórmula argumental simple pero eficaz y una estética que parece apropiarse del concepto Totalmente Palacio.

Varias cosas convergieron para favorecer su éxito. En primer lugar, una buena estrategia publicitaria, que comprendió entre otras cosas un video clip del tema musical compuesto e interpretado por un cantante de moda, que contribuyó enormemente para la campaña. Otra de las cosas fue que su temática y ambiente eran urbanos y los personajes se lograron identificar con un gran sector del público que acude a las salas, generalmente de nivel medio, quienes pueden pagar una ida al cine que en pareja cuesta alrededor de los 150 pesos, con todo y palomitas.

Aunque la película deja mucho que desear y no soportaría un análisis riguroso, lo cierto es que mostró una enorme veta que podía ser explotada por el cine mexicano. La lógica fue tan sencilla como seguir un esquema comercial de producción, promoción y distribución, para encontrar un nicho en el mercado que no cubría el avasallante cine norteamericano. Situaciones mexicanas y personajes mexicanos que se identificaban con un público mexicano clasemediero ávido de un cine en su idioma. Esa fue la conjetura inmediata.

Otras películas nacionales ya habían explorado esa brecha con atisbos de éxito, como “Como agua para chocolate” (Alfonso Arau, 1992) y “Cilantro y perejil” (Rafael Montero, 1995). En su momento, estas películas fueron impulsadas desde el andamiaje burocrático encabezado por el Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE), entidad que a lo largo de varias administraciones ha estimulado la política de coproducción y replanteado el esquema de financiamiento con base en las posibilidades de recuperación en taquilla de las películas. Esto ha supuesto muchas situaciones, algunas ventajosas y otras no tanto, entre otras, que a veces se privilegien proyectos con mejores garantías comerciales que aquellos donde pueda existir una búsqueda creativa pero de difícil recuperación económica.

¿Qué hay de la política cinematográfica?

El sesgo neoliberal de la política cinematográfica estatal fue el denominador común en las administraciones de los Presidentes Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) y Ernesto Zedillo (1994-2000), con resultados variopintos y en general dramáticos. El cine mexicano llegó a ser casi nada como industria, como espectáculo, como arte en un proceso que empezó hacia el final de los años 80 y que culminó hasta bien avanzados los 90, cuando ocurrió una serie de devastadoras circunstancias en todos aspectos: estrechez de recursos, aprobación de legislaciones hechas al vapor, marginación de los talentos maduros y emergentes, desmantelamiento de la infraestructura de producción (como la venta de los Estudios América), de distribución y de exhibición (la venta de COTSA), entre otras calamidades.

El IMCINE vivió en esos años un periodo de constantes cambios, inestabilidad y falta de dirección para definir un proyecto viable para el cine mexicano. Entre 1995 y 2000, cuatro funcionarios ocuparon la dirección general de IMCINE: el diplomático Jorge Alberto Lozoya, el cineasta Diego López, el burócrata Eduardo Amerena, nombrado a mediados de diciembre de 1997 y el cineasta Alejandro Pelayo. Amerena fue el que dio la mayor nota del sexenio, pues a él se debe el famoso intento de censura contra “La ley de Herodes” de Luis Estrada, que le costó el puesto y que ayudó asimismo al éxito taquillero de esta película, una sátira del régimen del PRI, que pareció incomodar a muchos en vísperas de las elecciones del año 2000, donde por vez primera en comicios presidenciales ese partido fue derrotado por un candidato de oposición, Vicente Fox Quesada.

Pero el cine mexicano, en este tiempo sombrío, también se logró mover por un grupo de cineastas, guionistas, actores y productores que empeñosamente siguieron con una labor de hormiga, para alumbrar a cuenta gotas algunas películas de valía, muchas de ellas impulsadas de forma independiente y otras con el apoyo oficial del IMCINE, de Televicine (filial de Televisa) o de quien se dejara.

Para tener una idea de la gravedad al respecto, en un reporte del Consejo Directivo de la Cámara Nacional de la Industria Cinematográfica y del Videograma (Canacine) durante el balance de los últimos diez años de trabajo de esa instancia, publicado en el diario La Jornada (23/XII/2000), el presidente de ese organismo, Alfredo Nava, afirmaba que los años 1993 y 1994 “constituyeron los más críticos en los más de cien años de vida que tiene el séptimo arte en México y que estuvieron a punto de acabarlo”.

En 1991, se informó, el número de pantallas inscritas y registradas en México era de mil 658; en 1993 el número bajó a mil 415; actualmente son más de dos mil 612, de las cuales 452 se encuentran en el Distrito Federal. El año anterior (1999) los asistentes a ellas habían sumado más de 46 millones 838 mil espectadores, lo cual arrojó ingresos por mil 165 millones de pesos.

No obstante, agrega el informe de Canacine, el aumento en la construcción de salas no se reflejó en un incremento en la asistencia de espectadores, que en 1991 alcanzaron la cifra de 170 millones; en 1995 “se tocó fondo” al llegar a 62 millones. Actualmente la recuperación de la industria ha hecho posible la tendencia al alza hasta alcanzar 130 millones en 2000, 40 millones menos que al iniciar la década.

En cuanto a producción, “la reactivación ha sido muy lenta y aún estamos muy lejos de alcanzar las 53 cintas filmadas en 1993. La producción de películas nacionales fue el sector más afectado por el error de diciembre y la subsecuente crisis de 1995, cuando tuvo lugar una drástica caída al pasar de 46 filmes en 1994 a tan sólo 14 en 1995. Lo peor fue en 1998, cuando se registró el nivel más bajo en la historia del cine mexicano: 10 películas. En 2000 se filmaron 27”, señaló Nava.

En este sentido, la reforma a Ley Federal de Cinematografía, aprobada en 1999, considera, entre otros, tres aspectos de relevancia: la garantía del 10 por ciento de exhibición en pantalla para el cine mexicano, con lo cual los exhibidores tendrían la obligación de programar en sus salas este porcentaje con realizaciones nacionales en todo el territorio del país; el doblaje de las cintas extranjeras sólo se podrá hacer con aquellas que sean de corte infantil o que sean documentales educativos, y la creación del Fideicomiso de Estímulo al Cine Mexicano (Fidecine), con 100 millones de pesos otorgados por el Estado, con el fin de estimular la producción nacional.

Estas iniciativas fueron refrendadas con la oficialización, el 29 de marzo de este año, del reglamento de la misma ley. En este sentido, meses después, el Presidente Vicente Fox afirmó (Reforma, 3 octubre 2001), para marcar el tono de la nueva administración en materia cinematográfica, que “desde el principio hemos sumado esfuerzos para que ese repunte no sea temporal. Queremos que haya películas de acción, de aventuras, de ciencia ficción, de todo, con calidad”. Más adelante señalaba “el compromiso es que para el 2006 se hagan 60 películas nacionales, más del doble de las que se hacen actualmente”.

No todo es miel sobre hojuelas, pues arriba de las hermosas promesas pesa la cruda realidad. Algunas voces han puesto el acento en las contradicciones que encara el cine nacional, como la directora María Novaro que calificó a éste como un momento “sumamente difícil” (El Universal, 20/V/2001). “Justamente desde que se firmó el Tratado de Libre Comercio —apuntaba— el cine mexicano quedó absolutamente desprotegido”.

En un tono semejante, el productor y director de la cinta Demasiado amor, Ernesto Rimoch, manifestó sentirse “indignado, por la masacre que están cometiendo contra el cine mexicano”. Su reclamo se basaba en las condiciones de inequidad para algunas películas mexicanas, entre ellas la suya, durante su corrida comercial en cartelera. “Los exhibidores siempre buscan la cinta de estreno, sea buena o mala, ¿pero qué pasa cuando a esa película no le dan la oportunidad de que despegue?” (El Universal, 6/V/2001).

Las múltiples variables que afectan a la producción, a la distribución y la exhibición despiertan muchas preguntas al interior de la industria, donde se cuestiona seriamente la fragilidad de lo que se ha dado por llamar el “resurgimiento del cine mexicano”. Oscar Blancarte, director de “Entre la tarde y la noche” (1999), ponía el dedo en la llaga (El Universal, 22/XII/1999) al afirmar que “el resurgimiento del cine mexicano lo vengo escuchando desde 1965, desde el primer concurso de cine experimental, así que si nos basamos en eso, ya son 35 años de resurgimiento ¿no?”. En la misma nota, el director Carlos Bolado completaba la idea “no sé cómo se pueda nombrar un resurgimiento, pero de que siempre se ha hecho cine, eso es verdad. Sin embargo, apenas hay una puerta un poco más abierta para nosotros como directores”.

¿Se hizo la luz?

“Amores perros” (2000), la opera prima del locutor y publicista Alejandro González Iñárritu, se convirtió a los ojos de muchos en una de las mejores cartas del cine mexicano de inicios del nuevo milenio. Es una película que tiene casi todo, desde un buen guión hasta un buen reparto, lo que le ha valido el saludo de la crítica nacional e internacional casi de forma unánime. Además de un buen paso por la cartelera, esta película confirmó el interés del público por ver películas mexicanas, razón para alentar a los distribuidores y exhibidores para programarlas, como se había visto en otros casos como “Todo el poder” (Fernando Sariñana, 1999) o “La ley de Herodes” (Luis Estrada, 1999). Ambas películas fueron además muy llamativas porque, aun cuando eran comedias, estaban centradas en la situación política del país, tocando fibras sensibles dentro del sistema, como la corrupción, la delincuencia y la descomposición del régimen prisita, lo que provocó incluso un intento de censura por parte de las autoridades, que fue conjurado mediante un pequeño escándalo. En esta línea temática, se han dado otros casos, como la reciente “Pachito Rex: Me voy pero no del todo” (Fabián Hoffman, 2001), que continúa en esa vena de los tiempos de don Por-Fin (por fin se democratiza el país, por fin pierde el PRI, por fin la selección le gana a Brasil, etc.), ese mito genial que comienza a apestar como el ¡Sí-se-puede!, donde se vale chacotear sobre el crimen y la impunidad.

Ciertamente las temáticas del cine mexicano actual son diversas, aunque se han centrado en el ámbito urbano mayoritariamente. De las que se sitúan en espacios rurales, sin embargo, se han dado logros muy afortunados. “Bajo California: El Límite del Tiempo” (Bolado, 1998) es un road movie ubicado en la península de Baja California, un viaje-relato cuyo itinerario comprende una exploración geográfica de ese territorio de aires enigmáticos y un periplo introspectivo del personaje protagonista. Esta misma línea es la que han seguido otras propuestas fílmicas, como “Sin dejar huella” (María Novaro, 2000) o “Y tu mamá también” (Cuarón, 2000). Más personales, son las cintas de Juan Carlos Rulfo, buscando la cauda narrativa de su padre, Juan Rulfo, como en “Del olvido al no me acuerdo” (1998).

Otras propuestas se han aproximado a las situaciones de la marginalidad con mucho acierto. Entre ellas, “De la calle” (Gerardo Tort, 2001) y especialmente “Perfume de violetas, nadie te oye” (Maryse Sistach, 2000), donde se muestra con emotividad y sordidez el rostro de la miseria, la de los adolescentes sin oportunidades, cuyo tránsito por la vida es poco, muy poco festivo.

La búsqueda de nuevas formas ha tenido a veces su recompensa. En “Crónica de un desayuno” (Benjamín Cann, 1999) las creaturas de un edificio se acoplan como piezas de rompecabezas en cuyo centro hierve un drama familiar edípico, de una teatralidad muy imaginativa, simbolista y onírica. Sin embargo, estos densos terrenos parecen condenados al fracaso, pues el medio favorece cosas más frívolas y digeribles, al estilo de “El segundo aire” (Sariñana, 2001) cuya fórmula de éxito repitió moldes ya probados, o chabacanerías más infames como “Inspiración” (Ángel Mario Huerta, 2001), que busca plagiar ominosamente a las comedias románticas de Hollywood.

En la coyuntura actual de nuestro cine se han encontrado distintas generaciones, desde la que representan cineastas veteranos como Arturo Ripstein, Felipe Cazals o Gabriel Retes hasta los que están realizado sus primeros largometrajes, como casi todos los mencionados líneas atrás. En adición, una joven camada de actores ha permitido que el público los identifique con las propuestas de lo que muchos se empeñan en llamar “nuevo cine mexicano”, una etiqueta que vende, sin duda, aunque sea muy discutible si se mira a fondo. En esta lista de nuevos rostros se ubican los hermanos Bruno y Demián Bichir, Claudia Ramírez, Jesús Ochoa, Vanesa Bauche, Juan Manuel Bernal, Cecilia Suárez, Luis Felipe Tovar, Susana Zabaleta, Dolores Heredia, Roberto Sosa, Damián Alcázar, Arcelia Ramírez y Jorge Salinas junto a promesas muy jóvenes y sobresalientes como Diego Luna, Gael García, Ximena Ayala y Luis Fernando Peña, entre otros.

En realidad no es un grupo extenso de actores, e incluso muchos recriminan el hecho de que el cine mexicano no abra oportunidades a todo el gremio. Pero las razones de esta cerrazón obedecen a ciertas obviedades, la primera de ellas, que la producción sigue siendo minúscula y, por tanto, no hay trabajo para todos. Además, ciertamente, son estos actores los que se han hecho con el mejor cartel y los directores y el público los prefieren porque su imagen se relaciona en automático con el cine mexicano de la actualidad.

¿Hacia dónde?

Nadie puede responder con certeza a esta pregunta pero lo que existe con claridad es una buena cantidad de inquietudes, de intenciones, de iniciativas donde está imbricado el optimismo con la desconfianza. El cine mexicano, en su ya larga historia de 106 años por cumplir en 2002, ha dado lecciones suficientes para que nadie eche las campanas al vuelo pero tampoco para que venza el desánimo y la desidia.

En la encrucijada actual se miran muchas posibilidades cuyos pronósticos meterían en aprietos al adivino mejor reputado. Sin embargo, existen ciertos aspectos que deben ser observados de manera permanente: la legislación, el financiamiento, el funcionamiento del circuito de producción- distribución-exhibición, el estímulo a los talentos de cada rubro y, naturalmente, la atención al público.

En este escenario, parece irrevocable la tendencia de ceder mayor espacio y participación al capital privado y a la iniciativa independiente sobre lo que aporta el Estado a través de las distintas instituciones vinculadas con el cine. Este planteamiento es proclive a favorecer aquellos proyectos sujetos a garantías de rentabilidad que, en términos comerciales, abre las puertas a películas básicamente con fórmulas probadas que a la larga pueden agotarse. Sin embargo, también es un momento de prueba y error, en el que pueden existir condiciones para la búsqueda y las propuestas inteligentes, como ya se ha visto en casos como en algunas de las películas citadas.

La nuestra, una cinematografía que se debate entre lo chico, lo mediano y lo nulo, es sin embargo muy generosa porque nos permite identificarnos en ella, por sus temas, sus virtudes y hasta sus vicios.
 

Por Hugo Lara Chávez

Cineasta e investigador. Licenciado en comunicación por la Universidad Iberoamericana. Director-guionista del largometraje Cuando los hijos regresan (2017). Productor del largometraje Ojos que no ven (2022), entre otros. Director del portal Correcamara.com y autor de los libros “Pancho Villa en el cine” (2023) y “Zapata en el cine” (2019), ambos con Eduardo de la Vega Alfaro; “Dos amantes furtivos. Cine y teatro mexicanos” (coordinador) (2015), “Luces, cámara, acción: cinefotógrafos del cine mexicano 1931-201” (2011) con Elisa Lozano, “Ciudad de cine” (2010) y"Una ciudad inventada por el cine (2006), entre otros.