Por Pedro Paunero

“La heroína es una amante cruel. Un supervisor brutal. Te despierta temprano por la mañana.  Te lleva a hacer cosas que nunca harías”
Story of a Junkie.

Las primeras escenas de “Story of a Junkie” (Lech Kowalski, 1987), muestran a “Gringo” (John Spacely), su protagonista, reflexionando sobre su condición de drogadicto, sentado en una acera del Lower East Side, en un Nueva York diurno. La escena cambia y ya estamos en la noche, literalmente, siguiendo, mediante una cámara, a veces subjetiva, a veces voyerista, la andadura azarosa de Gringo y la fauna nocturna que lo rodea, acompaña y, a veces, lucha contra él, en un filme de ficción, semificción y metaficción que vuelve plástica la textura y naturaleza del documental, devolviéndolo a nosotros como otro testimonio más de un tiempo concreto, en un lugar especifico, con personas vivas, pertenecientes a una línea vital, siempre al borde del auto exterminio, impuro, áspero e hiperrealista.

Las costuras de este “guante vuelto del revés”, cuyo bajo presupuesto, con unas cámaras siempre dispuestas a escapar de las balaceras, o los apuñalamientos, sitúan a la película en ese grupo de filmes temerarios, lindantes con la explotación -y exploración- de los bajos fondos, de no ser porque su puesta en escena bascula entre lo real y lo recreado. Aquí no hay engaño, sino la exposición de una realidad, tan atroz, que Kowalski, necesariamente, tiene que acudir, varias veces, a la [mala] actuación de los implicados, para hacerse y rehacerse, con los retazos de sus propias vidas.

Gringo, apodo de John Spacely, pero cuyo nombre verdadero no estamos seguros que sea este, lava la jeringuilla con la cual se pincha la vena, en el agua que se desperdicia de una toma. La cámara se sitúa al nivel de la toma. Nos parece oler el “regolito asesinado”, por usar una frase tremendista del autor M. John Harrison. Gringo es asaltado tras dejar una tienda. Este “robo” nos pone sobre aviso de que, lo que vemos, no es del todo un documental. Ante un grupo de compañeros de calle, cuenta de sus peleas. Cómo le partieron la mandíbula en dos partes, de cómo una drag queen le afectó el ojo derecho con el tacón de su zapatilla, y a partir de entonces tuvo que usar un parche de pirata. Vemos gente despreocupada, bailando, y después a un grupo de chicas blancas, que trabajan para un afroamericano, embolsando dosis de cocaína. Un dealer habla a la cámara: “El dinero de la droga tiene que ver mucho con la economía de la ciudad”, luego la cámara atisba a los compradores por la mirilla de la puerta. Y comprendemos que la cámara misma es un personaje voyerista, pero jamás intruso o intrusivo.

Cuando asesinan a un competidor a balazos, la cámara se detiene en el cuerpo tendido en el pavimento. Es una actuación (sangre falsa incluida), que resalta un fragmento de cómo se vive, y se muere, en las calles, pero funciona para subrayar el total recreado.

La improvisación salta a la vista, en una película carente de trama, y Gringo-Spacely corre y huye, sobre un fondo de fachadas, de grafitis, de luces, sombras, y avenidas. Intercesiones y cruces. Es irónico su comentario cuando los yonquis se taladran las venas, intercambiándose las agujas: “así es como se transmiten las enfermedades”, y nos enteramos, ya fuera de realidad de la película, de las causas auténticas de su muerte.

Vemos fotos que retienen un pasado evasivo. Spacely niño, estudiante, con sus padres. Con su novia. Y la anécdota:

“A los quince recogí a una prostituta de treinta y uno. Me dijo que, si una mujer hace demasiado ruido cuando le haces  el amor, te está engañando, y quiere más dinero”.

Mientras se pincha, otra historia. Después de haber sido apuñalado, durante la cirugía, a los médicos les había sobrado una tira de carne. Spacely -que ahora ha dejado de ser “Gringo”, o se ha fundido con este, o siempre lo fue-, preguntó si era posible llevársela de recuerdo, para ponerla a un lado de la cama. Los médicos se negaron, alegando razones de higiene. En un descuido, Spacely, que se preguntaba por qué no podía “llevarse consigo mismo”, se guarda su carne en el bolsillo.

Pero también estuvo Cindy, a quien conociera desde niño y quien, un día, tuvo un aborto espontáneo. Asqueado, Spacely tomó aquello que parecía “feto de rata”, lo envolvió en una bolsa de plástico, y lo tiró a la basura. La madre de la muchacha le comunicaría, tiempo adelante, que ella había muerto, atropellada por un camión maderero. Dos años de pesadillas más tarde, en las que aparecía el feto -Spacely localiza así, el origen de su infierno-,  comenzó a inyectarse.

Por momentos aburrido, este testimonio de Cinema Verité, compensa con el asco su temporal lentitud, como en la escena -larguísima-, en la cual Gringo, más allá  de Spacely, con la aguja clavada al brazo, empuja y tira del émbolo, llenando y vaciando de sangre y sustancia la jeringuilla, o durante el vómito, causado por el síndrome de abstinencia, experimentado entre las sábanas frías por el sudor.

Cae la tarde, y Gringo, en su patineta, se pierde irremediablemente a lo lejos, sorteando el tráfico de una ciudad “ancha y ajena”.

Lech Kowalski, director de origen polaco, es conocido por sus documentales imprescindibles sobre el movimiento punk y la vida callejera del Lower East Side de un Nueva York ya desaparecido, como “D.O.A. A Rite of Passage” (1980), que aborda la malhadada gira de los Sex Pistols en los Estados Unidos, o “Hey! Is Dee Dee Home?” (2002), que narra la lucha de Dee Dee Ramone, fundador de la banda Ramones, y su lucha contra la adicción. Conoció a Jonh Spacely (cuyo nombre real, al parecer, era John Olgin), como un personaje sumamente popular entre la fauna nocturna neoyorkina, cuando era ya amigo de músicos de la talla de Joey Ramone, y le ofreció interpretarse a sí mismo para la película que llevaría el título original de “Gringo”, y que terminaría por conocerse como “Story of a Junkie”. Spacely recibiría un pago y un porcentaje de las ganancias de la película, y Ann S. Barish, casada con el propietario de la cadena de restaurantes Planet Hollywood, distribuiría la película, antes de que Troma Entertainment adquiriera los derechos de distribución, aunque Lloyd Kaufman y Michael Herz, fundadores de la compañía, hicieron poco por su exhibición en cines.

Como parte de la publicidad de la cinta, Kowalski acudió al artista callejero Art Guerra -pago mediante de cinco mil dólares-, para que pintara un mural de Gringo, en un edificio situado en el número 5 de St. Mark’s Place, que podía verse desde Broadway. Guerra trabajó ocho horas diarias, durante dos meses, para finalizarlo, e hizo posar a Spacely mientras este bebía cerveza sin parar. El mural se convirtió en un hito fotográfico hasta inicios del Siglo XXI, cuando el dueño lo hizo desaparecer bajo una capa de pintura.

Spacely, interesado desde entonces seriamente en el cine -apareció en “Sid and Nancy” (Alex Cox, 1986), biopic de Sid Vicious, por ejemplo-, no alcanzó a actuar más allá de tres películas, pues murió por complicaciones debidas al SIDA en 1993.

“Story of a Junkie” está considerada como una de las mejores películas distribuidas por Troma, la casa creadora de la saga de culto “El vengador tóxico”, y ahora tiene una nueva oportunidad a través de la edición especial en Vinegar Syndrome Labs (VSL), subsello de Vinegar Syndrome, la restauradora y distribuidora de títulos pertenecientes al estrato más abismal que, de otra forma, se perderían en el olvido. La edición en Blu-Ray en 4K, incluye un CD con la banda sonora, y todos los extras que han hecho de Vinegar Syndrome, una de las compañías más importantes en el rescate de este tipo de material cinematográfico. 

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.