Por Luis Madrigal
Hay, en una calle del centro de Barcelona, un bar donde la atracción principal consiste en sentarse en la barra, pedir un trago y descolgar los audífonos estilo Mix-up que se columpian en un pequeño gancho situado sobre la cabeza del cliente. Adiós a la dictadura del reguetón: ahí cada quien puede tomarse su cerveza oyendo lo que quiere.
El lugar –que existe, de verdad– habría fascinado a Yorgos Lanthimos, el director griego detrás de “La langosta” (The Lobster, 2015), parte de la selección oficial del Festival de Cannes el año pasado –donde ganó el premio del jurado– y quizá la mejor comedia que uno puede encontrarse en el cine en México en estos días. En la película no es un bar catalán, sino un claro del bosque, donde cada quien está conectado a un discman que reproduce música electrónica para bailar a solas, rodeado de otras personas. La escena es magistral porque todo mundo en la sala entiende: si se sustituye el discman por el iPhone y la electrónica por Whatsapp, queda claro que hoy nos comunicamos todos entre todos pero de una manera muy rara: en silencio y sin voltear a vernos.
Lo surreal ya existe: el genio está en ponerle un espejo enfrente para que se vea claro. Eso es “La langosta”: una película de guión inteligentísimo, decididamente contemporáneo que, con una ligera subversión cortazariana –en el estilo de alguien que imagina con normalidad a otros que vomitan conejitos–, lo único que hace es retorcer mínimamente las palabras que ya utilizamos, los comportamientos que nos definen, para llevarnos al reino de la comedia que provoca las risas más directas del estómago, las que surgen cuando nos burlamos de nosotros mismos.
La película parte de una premisa simple: el buen gobierno de una sociedad levemente distópica se ha inventado y reivindica un lema inapelable: ¡Ni una uña sin su mugre! No hay espacio ya para la soltería en el mundo del filme, por lo cual, quienes no tienen pareja son llevados a un hotel donde tendrán la oportunidad de conocer a alguien y así salir de su lastimera situación en la que, si llegaran a ahogarse con una aceituna, no tendrían quién les aplicara la de Heimlich (el amor tiene muchos nombres, pero ése es el más eufónico). De lo contrario –y existe un plazo para ello–, los huéspedes son convertidos en animales.
“Eso sería absurdo, piénselo”, le dice la administradora del hotel a David (Colin Farrell), el protagonista, cuando le explica los términos operativos de su nuevo hogar-posada. La anfitriona no se refiere a la transmutación zoológica en sí, sino a la posibilidad impráctica de arrejuntar a un lobo con un pingüino. Hasta en la locura hay reglas.
Muchas, de hecho: la ropa que deben usar los huéspedes es siempre la misma; la masturbación está prohibida; el plazo de estadía es inapelable. Desde esos primeros pasos de David en el hijo del Hotel Overlook y Tinder, la película funciona con una sólida tracción a través de la cual tenemos que ir rellenando, imaginando y construyendo los huecos que el guión de Lanthimos y Efthymis Filippou –quienes ya habían trabajado juntos en “Alps” (2011) y “Dogtooth” (2009)– van dejando como migas de pan exquisitas. “La Langosta” produce así uno de los placeres máximos que puede obtener un espectador en el cine: desear que la película continúe sólo para saber qué está pasando y qué pasará en dos minutos.
Pero a medida que la película avanza, las cosas se van poniendo incómodas. A ello ayudan la música y las actuaciones casi solemnes de personajes que en realidad pertenecen al absurdo. La idea del hotel para corazones solitarios, que de entrada sonaba muy bien (¡tenía vista al mar y el desayuno incluido!), de pronto se cubre de una pátina de confusión inquieta donde uno de los huéspedes es capaz de suicidarse.
Revelar más de la trama sería contraproducente. Baste decir que “La langosta” lleva al espectador por caminos poco convencionales, pero que nunca deja de causar auténticas carcajadas de una hilaridad inteligente y sarcástica que se agradece, ni tampoco de provocar continuamente a cualquier espectador que alguna vez se haya puesto la etiqueta de soltero o de enamorado.
En el mundo de “La langosta”, donde las cosas son raras desde el principio – ¿quién tiene corazón para ejecutar a un burro?– los hijos están ahí para resolver las disputas entre los padres y mejorar la comunicación familiar, y el mayor acto de terrorismo político consiste en separar parejas. Hay un clan ascético, casi estalinista, que vive en soltería plena y austera en el bosque, pero, de cuando en cuando, su Politburó va a la ciudad y derrocha felicidad (y plata) en centros comerciales y ungüentos para la espalda.
La película no concede ni un minuto de tregua a los enamorados del mundo y se encarga de evidenciar la fragilidad de relaciones que se sostienen únicamente en si ambos sufren o no de astigmatismo. En pantalla, parece un chiste, y, además, aquí no hay música de Arcade Fire ni ojitos pizpiretos de Joaquin Phoenix como para que nos consolemos pensando que estamos viendo una verdadera historia de amor futurista y no una tremenda sátira actual. Porque “La langosta” es realidad el lado-B de “Her” (Jonze, 2013): ambas no son bolas de cristal, sino espejos algo cóncavos que a veces hacen ver chistosos a quienes reflejan, pero, otras, bien deformes.