Por Déborah Farjí Núñez
Chad actual. Adam (55), un reconocido campeón de natación, trabaja como monitor de alberca de un elegante hotel. Cuando éste cambia de directivos, el personal de mayor edad es removido de su puesto, incluido él, quedando su hijo Abdel en su lugar. En medio de la guerra civil, las autoridades piden a la población que contribuya dando dinero o voluntarios jóvenes para luchar. Sobrellevando la frustración, la culpa y el miedo, Adam decide ofrecer a su hijo, obteniendo de vuelta su apreciado trabajo.
Un argumento sencillo que aborda la cotidianeidad de las relaciones humanas; un padre que a pesar de amar a su hijo, reacciona con su instinto más primario. Mahamat-Saleh Haroun (Daratt, 2006) dirige esta cinta, Premio del Jurado en Cannes 2010, honor que lo convirtiera en el primer africano en obtener el tercer galardón más importante del festival. Su reconocimiento es valor agregado a una mirada distinta a lo que sucede en el mundo del séptimo arte sobre todo para quienes se enfrascan en la veneración de filmes pretenciosamente elaborados.
Fiel admirador de la obra del japonés Ozu, el realizador chadiano registra calmadamente la vida dentro de la intermitente violencia local. Narrada lentamente, la observación se vuelve pasiva, las secuencias -en ocasiones eternas- y los pocos diálogos en los que la cámara mira a los actores directamente colocan al espectador dentro de la escena. La fotografía a cargo del francés Laurent Brunet (Zona Libre, 2005) no es espectacular, pero sus encuadres consiguen impactar la meditación inducida.
Los eventos importantes se mencionan pero quedan fuera de la pantalla. Vemos el espacio entre los enfrentamientos, las migraciones y las muertes que sólo se escuchan a través de la radio que Adam lleva consigo día con día.
Minimalista, hablada en árabe y francés, la cinta es una pincelada somera a los conflictos políticos del país de África central, pero refleja la desesperación de un individuo consumido por sus conflictos internos y el torbellino que lo rodea.