Por Hugo Lara Chávez
Para muchos de los investigadores que solemos tener contacto frecuente con la Filmoteca de la UNAM, resulta un gran motivo de celebración que esta institución llegue a su cincuenta aniversario, por todo lo que simboliza, en términos de la importante tarea de preservación de la memoria cinematográfica de México.
La Filmoteca ha sido un espacio natural para proyectar y difundir el cine como uno de los caudales más ricos de nuestra cultura contemporánea. En su ya mítica Sala Fósforo, varias generaciones de cinéfilos se dejaron cautivar por las poderosas obras de los grandes directores extranjeros y mexicanos, de Eisenstein a Fernando de Fuentes, de Ford a Galindo, así como las vanguardias cinematográficas de Europa, Asia, Estados Unidos o América Latina.
Fundamental ha sido que, por cinco décadas, la Filmoteca ha hecho una labor necesaria e inaplazable de conservar el patrimonio cinematográfico mexicano, mucho de él en riesgo de haberse perdido para siempre de no haber surgido esta institución por iniciativa de don Manuel González Casanova, que formalmente se abrió el 8 de julio de 1960.
Es bien sabido que González Casanova fue un visionario que supo capitalizar el auge del cineclubismo en México, para darle cauce a una tendencia que en los años cincuentas se hacía eco entre los amantes del cine: la urgencia de crear instituciones y espacios que garantizaran la conservación de las películas clásicas, para que pudieran ser revisadas y valoradas por futuras generaciones. Una labor que había impulsado en el mundo Henri Langlois, el mítico fundador de la Cinemateca Francesa, a quien Jean Cocteau definiría como el “dragón que vela por nuestros tesoros”. González Casanova y la Filmoteca se convirtieron en nuestro propio “dragón” guardián.
Según se sabe, la incipiente colección que González Casanova comenzó a integrar dio inicio con la donación del productor Manuel Marbachano Ponce de las películas Raíces (Benito Alazraki, 1953) y Torero (Carlos Velo, 1957), por cierto, dos filmes significativos del cine independiente mexicano, que apenas aquellos años, a través de un grupo de jóvenes cineastas, comenzaba a abrirse paso en medio de una industria anquilosada.
La colección se fue enriqueciendo hasta alcanzar una cifra notable, cercana a los 50 mil títulos de diferentes orígenes, épocas y metrajes, hasta formar el archivo fílmico más importante de América Latina, junto con el de la Cinemateca Brasileña de Sao Paolo. En sus bóvedas se preservan filmes clásicos e invaluables de la filmografía mexicana como la versión silente de Santa de Ramón Peredo (1918), La mujer del puerto de Arcady Boytler (1933), Redes (1934) de Fred Zinnemann y Emilio Gómez Muriel, o la trilogía revolucionaria de Fernando de Fuentes que integran El prisionero 13 (1933), El compadre Mendoza (1933) y ¡Vámonos con Pancho Villa! (1935).
Esta importante colección se debe a la intensa labor de búsqueda y rescate que desde la la Filmoteca han emprendido en distintas épocas sus tres directores: el mismo González Casanova, Iván Trujillo -su director por veinte años- y, más recientemente, Guadalupe Ferrer, apoyados en un respetado equipo de especialistas y colaboradores.
La historia de la Filmoteca está llena de grandes anécdotas y hazañas de documentalistas e historiadores del cine. Precisamente, una de ellas rodea al curioso filme La Mancha de Sangre (Adolfo Best Maugard, 1937-1938), perdido por varias décadas y del cual se tenían escasas noticias gracias a ciertas referencia documentales sobre su trama amorosa entre un joven y una prostituta, alrededor de un burdel. Luego de esta producción, Best Maugard fue vetado de por vida y nunca más volvió a filmar. Después de un modesto estreno, en 1943, La Mancha de Sangre quedó en el olvidó, hasta desaparecer. Fue rescatada a inicios de los años noventa por la Filmoteca de la UNAM gracias a una copia encontrada fortuitamente, en una bodega de los Estudios Churubusco, dentro de un lote de copias que iba a la basura. Formada por nueve pares de rollos, continúan perdidos el rollo seis de sonido y el nueve de imagen. Aún así, La Mancha de Sangre es inteligible, si bien la carencia de imágenes en las secuencias finales siembra una buena dosis de interrogantes, abiertas a la imaginación de cada espectador.
Otros descubrimientos así forman parte de la historia de oro de la Filmoteca, que no ceja en su afán por recuperar en especial obras del cine mexicano, sobre todo el más antiguo. En su sitio web, se mantiene una lista de las películas perdidas más buscadas, con cuyos títulos bien podría confeccionarse un poema: La luz, tríptico de la vida moderna (1917) de Ezequiel Carrasco; En defensa propia (1917) de Joaquín Coss, un melodrama protagonizado por Mimí Derba; El coloso de mármol (1928) de Manuel R. Ojeda; Más fuerte que el deber (1930) de Raphael J. Sevilla, cinta pionera del cine sonoro mexicano, y El anónimo (1932), primer largometraje de Fernando de Fuentes, entre otros.
En el ámbito de los archivos fílmicos, de la cine-arqueología, no se pueden descartar nunca los milagros. Así se han recuperado copias de clásicos como Metrópolis (1927) de Fritz Lang, del cual se hallaron fragmentos en Argentina. Y las latas de algún filme mexicano perdido tal vez se encuentre en un desván de algún pueblo, esperando a ser descubierto.
La Filmoteca también es propietaria de hermosos aparatos antiguos, cámaras, juguetes, proyectores, linternas mágicas, vestuarios y otros objetos, que dan cuenta del desarrollo técnico del cine y que forman parte de colección única en México en su tipo. Igualmente, debe mencionarse la inmensa y rica colección de papel, formada por millares de fotografías, carteles, fotomontajes y documentos varios que han nutrido a centenares de libros e investigaciones que se publican sobre cine en México y el extranjero.
Con base en ese rico archivo y su loable misión, la Filmoteca también ha influido decisivamente en la formación de públicos, a través de seminarios, talleres, publicaciones y organizaciones de festivales, entre otras actividades.
Muchos recuerdos han quedado entre los que visitamos sus viejas instalaciones, apenas cerradas hace unas semanas, en el edifico del Colegio de San Ildefonso, para consultar sus archivos o ver películas. Esos momentos intangibles se preservarán en la memoria de los investigadores que pasamos varias horas divertidas revisando fotografías, recordando nombres de actores, identificando rostros, situaciones, películas. Gracias también a Antonia Rojas y a toda la gente que le da orden a ese archivo siempre vivo y abierto.
La mudanza de instalaciones, ahora que la Filmoteca quedará integrada en unos meses en un mismo espacio dentro de Ciudad Universitaria, puede ser un estupendo inicio de una nueva época dorada de esta querida institución, que hace esfuerzos enormes para la preservación y difusión del patrimonio y la cultura cinematográficas.
Deseamos que sus esfuerzos sean respaldados con más recursos y apoyos, muy necesario en un país como México, donde siempre se ha carecido de una cultura de preservación, una labor fundamental e inaplazables para comprendernos como sociedad a través de la historia. Enhorabuena a la Filmoteca de la UNAM y a su querida directora Guadalupe Ferrer.