Por Sergio Huidobro
Morelia, Mich.- “600 millas” y “Desierto” nacen de dos alas dinámicas y potentes de la industria mexicana en la presente década. La primera, debut de Gabriel Ripstein y ganadora del premio a Ópera Prima de la pasada Berlinale, es otro de los goles marcados por Lucía Films y la tríada Ripstein – Franco – (Tim) Roth en meses recientes. La segunda, receptora de un premio FIPRESCI en el pasado Festival Internacional de Cine de Toronto, es un producto vistoso (si bien mediano) de la factoría Cuarón. Ambas, que abonan cierta novedad a la reciente y abundante iconografía del cine fronterizo, fueron presentadas en la 13ra. edición del Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM).
Una y otra funcionan como muestrario de la amalgama cultural y lingüística que suponen las co-producciones México – Estados Unidos en la industria de hoy día, posterior al vendaval de premios recogidos por mexicanos en Los Ángeles y al inevitable sincretismo de un México que habla cada vez mejor inglés y una Unión Americana que habla cada vez mejor español. Dos personajes, el de Tim Roth en “600 millas” (un agente tras la pista del trasiego de armas) y el de Jeffrey Dean Morgan (un psicópata con escopeta que vendría a ser la bestia escondida en el traspatio de los republicanos), muestran una voluntad de guionistas mexicanos por dibujar personajes estadounidenses más sólidos, complejos y alejados del lugar común.
“600 millas” exhibe tanto su familiaridad con la “Chronic” de Michel Franco que su plano inicial, tras el parabrisas de un automóvil, es virtualmente idéntico al de aquella. Pero a partir de ahí, las semejanzas se diluyen. Ripstein se muestra seguro como indagador moral de un fenómeno bien documentado. El tráfico de armas no tiene aquí el mismo empaque periodístico que la reciente “Sicario” de Dennis Villeneuve; Ripstein prefiere escudriñar la intimidad de los involucrados, registrarles el sudor y observarlos cuando están solos, en una habitación o en medio de la noche. “600 millas” es una película morosa, tensa y susurrada en donde la violencia sopla siempre, y de vez en cuando estalla.
En “Desierto”, segundo largometraje de Jonás Cuarón, el drama fronterizo es puro marco para contar un competente thriller de gato y ratón. El gato no es gato, sino perro: un perro frenético que obedece cada orden silbada por su dueño, un Jeffrey Dean Morgan a la caza de un grupo de migrantes al que va diezmando con la eficacia combinada de un asesino serial y un marine. Al frente de los mojados viaja Gael García Bernal, un personaje que se presenta como un aplanado modelo de bondad, civismo y solidaridad para después ir torciendo sus matices morales, a medida que la supervivencia se lo exige. Su arco dramático no resulta del todo lógico, pero hace notar las ganas de Cuarón por lograr un protagonista más complejo que el mero modelo del héroe.
En contraparte, al villano de Stanton le faltan esos mismos matices: no encarna a un villano sin al odio mismo, con excesos pero también con momentos de gran despliegue histriónico, incluyendo una escena de catarsis después de haber matado como conejos a unos diez mexicanos a punta de escopeta. La distribución de “Desierto” ha quedado en manos de Cinépolis y llegará a salas a inicios de 2016; es cierto que no hay mucho que la cinta añada al debate sobre un tema omnipresente como la migración hispana, pero es un thriller que funciona como un engrane de relojería, y ese no es un logro menor.