Javier González Rubio I.
De nueva cuenta Eastwood sorprende con maestría en “Más allá
de la vida”, una indagación sobre experiencias de muerte y resurrección que
concluye como una apuesta total al valor inconmensurable de la vida y sus azares.
Clint Esatwood, con 35 películas como director, algunas
magistrales y otras buenas. Es un
director que como ser humano ha trabajado en abordar cada uno de sus “demonios”
en una búsqueda permanente de libertad creativa y libertad interior como ser
humano, de ahí la diversidad de temas y conflictos que ha decidido abordar a
partir en una carrera que pareciera ser
contra el tiempo. Sin duda, el mayor cineasta de hoy, y desde hace más de una
década, morirá filmando como su admirado John Huston, en quien se inspiró para
realizar “Cazador blanco, corazón negro” a partir de la novela homónima de
Peter Viertel.
“Más allá de la vida” ha sido un tanto menospreciada en Hollywood.
Le pueden aceptar a Eastwood que haga un contrapunto drástico de sí mismo como
héroe tal como sucedió en esa joya que es “Gran Torino”, pero de ahí a aceptar
que este hombre duro, de historias duras y terrenales, aun haciendo guiños de
humor como sucede en “Invictus”, se
ocupe de experiencias paranormales hay una gran distancia, no importa lo bien
que lo haga. Tal pareciera que los
mundillos críticos estuvieran diciéndole: “sí, te admiramos, pero no te damos
un cheque en blanco”. Que el rey sienta el rigor.
Sin embargo, la película es de una gran lucidez y está
filmada, como siempre, con la perfección del director sin dudas, que cuando
llega “al set” sabe muy bien qué debe hacer porque, además, no tiene tiempo que
perder. Nada sobra. Nada falta. Quienes
no hemos tenido la experiencia de vivir el terror de un tsunami ahora ya sabemos
cómo es en su brutal expresión de la naturaleza, pero quizá eso sea lo de menos
aunque sea una secuencia en la que no se percibe en lo más mínimo el truco, el
famoso telón azul. Lo importante es el aparente azar -ese juego de la vida tan venerado por el
novelista Paul Auster- para hacer que confluyan tres personajes solitarios
cuyas probabilidades de encontrarse en el mundo son, teóricamente, de una en un
millón. A cada uno la experiencia de la
muerte le provoca una profunda transformación y un nuevo descubrimiento del
sentido de la vida. A uno, interpretado impecablemente por Matt Damon como
médium, por ser el “contacto” con el más allá, un don del que quisiera huir y
que será, a fin de cuentas, el que le abra nuevos caminos en su existencia; una
periodista, la bella actriz belga Cecile de France, que regresa de entre los
muertos para descubrir nuevas verdades e intereses en su vida (sobre todo que
no le importa un carajo a su amante), y un niño –ahora resulta que Eastwood
también sabe dirigir impecablemente a los actores niños-, Frank McLaren, cuyo hermano ha muerto y lo
extraña enormemente.
Eastwood utiliza el contacto con la muerte para reiterar , a
sus 82 años –los cumplirá en mayo- su amor por la vida y su confianza en ella.
Lo hace sin empachos, no le tiembla el pulso; no ha entrado en polémicas –habla
poco con la prensa, casi nada-, sobre sus creencias en torno a la muerte. El
tema es inquietante cuando se aborda en serio, y en su apreciación
inevitablemente inciden los prejuicios y creencias que cada quien tenga sobre
él. Y tampoco resulta fácil aceptar finales felices en la obra de un maestro
(como si realmente no existieran en la vida, donde cada “final feliz” marca
sólo una etapa de la existencia). Sin embargo, lo que Eastwood que quiere decir está ahí, en su película “Más
allá de la vida”, pues sus obras, en principio, son para él.