Por Samuel Lagunas

Desde Morelia, Mich.

Los seres humanos nos desplazamos para ir de un lugar a otro. Sin embargo, el aumento de muros en las fronteras y la persistencia –o el resurgimiento– de distintas formas de discriminación han provocado que miles de personas que salen de sus países se queden varadas en un limbo donde vivir se convierte en una dura y pesada lucha por no morir. Para el sociólogo polaco Zygmunt Bauman los refugiados no existen en los sistemas económicos ni en los Estados: son “vidas desperdiciadas”, dice él. Pero vidas, al fin y al cabo. El experimentado documentalista chino Ai Weiwei se embarcó en un larguísimo viaje por numerosos países que experimentan, desde distintos ángulos, las crisis migratorias. El resultado es “Human Flow” (2017) un documental de 140 minutos que ofrece al espectador una panorámica invaluable sobre los desplazamientos a lo largo del mundo, desde los países de origen (Turquía, Iraq, Siria, Palestina, México) hasta los países de tránsito (Grecia, Kenia) y de destino (Alemania, Jordania, Francia). Weiwei sigue las largas marchas por tierra y mar y acompaña a los hombres y mujeres que están a la espera de un país que los reciba. Las imágenes se multiplican: casas de campaña apostadas en la frontera de Hungría, casas de adobe improvisadas en pequeños trozos de tierra en Jordania, balsas varadas en un puerto repletas de hombres a la espera de poder desembarcar, habitaciones minúsculas para familiares enteras en un hangar de Berlín. Son imágenes de impaciencia, de incertidumbre, de desazón. Son historias de personas que viven en ningún lugar pero que viven.

?“Human Flow” compone, no obstante, un mosaico de voces un tanto desigual. Pesan más los informes oficiales de Naciones Unidas y los titulares de las prensas internacionales que las historias de vida de quienes migran. Las hay, sí, pero carecen de profundidad. Las imágenes tomadas desde drones (algunas de ellas innecesarias) representan bien la intención del documental: dejar constancia de las multitudes y de los espacios que éstas habitan antes que recolectar rostros y testimonios específicos. Hay, en medio de ello, una noble intención: denunciar la tanto la inacción de algunos países como el perverso comportamiento de otros frente al fenómeno migratorio. Es el fin de Europa, se escucha en voz de algún académico. Frente a ellos, Weiwei procura asomar algunas iniciativas de ayuda humanitaria e incluso de rescate animal, así como de dejar alguna constancia de formas de organización y cohseión social al interior de los campos, y de las ciudades, de refugiados. Pocos trabajos, hay que reconocer ese mérito, llegan a ser tan exhaustivos.

Mientras que “Human Flow” opta por documentar la movilización de las masas y retratar el fenómeno en una escala planetaria, “Makala” (2017), ganadora en la Semana de la Crítica del pasado Festival de Cannes, nos cuenta la historia de un solo hombre que vive en la región de Katanga, al sur de la República Democrática del Congo. Ese hombre se llama Kwabita. El director francés Emmanuel Gras no nos presenta a Kwabita a través de entrevistas o testimonios, sino que lo va construyendo como personaje, y como persona, a partir de su trabajo. Kwabita corta árboles en su aldea, prepara el carbón y camina 50 kilómetros hasta el pueblo más cercano para venderlo. Su migración es mucho más corta en comparación a la de los sirios que tratan de llegar a Berlín, pero no por ello es menos terrible. Junto a una bicicleta atestada de costales, Kwabita tiene que sortear todas las irregularidades del camino azotado además por las polvaredas y el sol. En este sentido, Emmanuel Gras, a diferencia de Weiwei a quien vemos continuamente a cuadro, crea una distancia. Es una cámara que sigue, que registra. Esta es la principal virtud de la cinta porque permite que el espectador descubra a Kwabita en su cansancio físico, en su silencio y en su resistencia a los regateos de los compradores. El viaje, como la cinta, concluyen catárticamente con una larga secuencia de un servicio religioso en el que Kwabita canta y lanza sus súplicas a un Dios que, para ese momento, no parece haber estado allí con él mucho más que la cámara que ha documentado su trayecto. Pero Kwabita sale de allí menos cansado y está listo para regresar a casa y, nuevamente, empezar a fabricar carbón desde el principio. No es una oda a la esperanza sino a la volunta.

La historia de Kwabita es la de muchos otros habitantes del sur de Kenia que no tienen los recursos suficientes –no sé si la intención– para salir de su país como sí lo hacen las multitudes protagonistas de “Human Flow” pero que continuamente se están moviendo. Ése es el vaso comunicante entre ambos documentales: la necesidad imperiosa de desplazarse. Quién sabe si para llegar a algún otro lado pero sí para, al menos, sobrevivir. Ni la cinta de Gras ni la de Weiwei caen afortunadamente en el panfleto pero sí conforman un poderoso y oportuno dueto que no sólo visibiliza un tema urgente sino que nos convoca a los espectadores a la conciencia y, sobre todo, a la empatía.