Por Samuel Lagunas
Recordar nunca es una empresa fácil. Aunque haya quienes edifiquen su hogar en ese terreno impreciso y siempre al borde del desvanecimiento, la memoria tiene sus riesgos y sus caprichos. En “Relato con un fondo de agua”, de Julio Cortázar, el narrador suelta a su interlocutor una declaración que orquesta todo el texto: “No invento nada, Mauricio, la memoria sabe lo que debe guardar entero”. Esta frase insinúa ya una revelación: es imposible controlar lo que recordamos.
“Mis mejores días” (“rois souvenirs de ma jeunesse”, Arnaud Desplechin, 2015) ocupa, precisamente, el recurso del flashback como eje rector y organizador de toda la cinta. Paul Dedalus (Almaric) es un itinerante antropólogo que decide regresar a la ciudad donde vivió su juventud: París. No se trata de un nuevo Ulises regresando a Ítaca, él mismo lo aclara, ya que nadie lo aguarda, ni él espera encontrarse con alguien. Se trata de un viaje como cualquier otro: trasladarse de aquí a allá y empezar un nuevo empleo. No obstante, algunas memorias comienzan a brotar: la casa de su tía, las disputas con su madre, un adiós inesperado: es su infancia a lado de sus dos hermanos, Iván (Cohen) y Delphine (Taieb), al cuidado de su inconstante padre Abel (Rabourdin). Este primer acto transcurre bastante rápido gracias a las tomas cortas que se encadenan abruptamente. Poco a poco, la intensidad del ritmo disminuye y, gracias a una trampa genial de Desplechin, la película lleva al espectador del suspense de una película de espías a la contemplación de un drama sentimental que hipnotiza con su lirismo (impronta de la novuelle-vague que el director no rehúsa en ningún momento).
Una vez que Paul Dedalus es detenido a causa de un posible robo de identidad, su memoria se anega en un viaje escolar a Rusia y una reunión clandestina con una familia de judíos. Este inolvidable hecho es guardado celosamente por el joven Dedalus (Dolmaire) como un secreto que se niega a confesar incluso a sus hermanos.
Dedalus abandona su lugar de nacimiento y sale a París a continuar sus estudios. En uno de sus ocasionales viajes de regreso conoce a Esther, la chica más deseada del colegio (Lecollinet en gratísimo debut). Paul no es el deportista estrella ni el músico popular. Paul tiene sus palabras (ese intelecto tan caro para cineastas como Godard o Rivette) y con ellas, tanto habladas como escritas, se acerca a Esther y comienzan juntos una aventura amorosa.
Llega el año de 1989: el muro que divide a las dos Alemanias cae poniendo fin a una época en la historia mundial pero también a la infancia de Dedalus. Los años vuelan y es imposible desandar los pasos. Su vida está en París, ya no en su provincia natal. Entre lecturas universitarias de Levi-Strauss y Yeats, Dedalus entreteje su correspondencia con Esther, modelo de amante incapaz de dejar atrás el terruño: mujer de inteligencia prometedora, pero de aspiraciones modestas. La distancia, como es frecuente, desgasta la voluntad de permanencia, la amistad se revela incapaz de remplazar a la pasión. No obstante, cada regreso de Paul es un temblor en la vida de Esther: una sacudida en su alma y en su cuerpo.
“Mis mejores días” nos muestra a un Desplechin sobrio y sutil, refinado en su uso del lenguaje tanto verbal como visual al mismo tiempo que despliega una meditada historia sobre las dificultades del amor cuando dos ritmos de vida son tan disímiles; una historia donde, a pesar del tiempo y de los errores, la nostalgia por los años de infancia y juventud se manifiesta de pronto para dejar en claro que en el corazón toda raíz es indestructible.
Ficha técnica:
Título original: Trois souvenirs de ma jeunesse. Año: 2015. Duración: 123 min. País: Francia. Dirección: Arnaud Desplechin Guion: Arnaud Desplechin, Julie Peyr Producción: Pascal Caucheteux. Música: Grégoire Hetzel, Mike Kourtzer. Fotografía: Irina Lubtchansky. Edición: Laurence Briaud. Reparto: Quentin Dolmaire, Lou Roy-Lecollinet, Mathieu Amalric, Dinara Drukarova, Lily Taieb, Olivier Rabourdin, Elyot Milshtein, Raphaël Cohen.