Por Arturo Garmendia
Como recordarás, Eduardo, en 2008 la Universidad de Morelos publicó la compilación de Pablo Mora y Ángel Miquel Españoles en el periodismo mexicano. Siglos XIX y XX, que incluyó un artículo mío sobre Emilio García Riera, José de la Colina y Jomi García Ascot, editores de Nuevo cine. Intenté ahí una caracterización del sustrato ideológico de cada uno de ellos (Uff! Que snob sonó eso). Pero bueno, lo que quiero decir es que en la base de su análisis cinematográfico está el cine estadunidense, para García Riera; la erudición literaria de De la Colina y el conocimiento de los distintos elementos narrativos (estilos de actuación, personajes, encuadres, contextos históricos y sobre todo música) de García Ascot. Pues bien, siguiendo esa línea, me parece que. en tu caso, la base de la que tú partes incluye la historia de México y su expresión plástica. ¿Qué piensas?
Sin duda creo que algo hay de eso. Es cierto que siempre he tenido interés por nuestra historia. Quizá porque mi padre acostumbraba ese tipo de lecturas, digamos historiográficas, y en casa había libros de esos temas que yo devoraba. Esa era mi materia favorita en la escuela y cuando llegué a tercer año de bachillerato (en la Preparatoria número 9) estaba indeciso en optar entre las carreras de historia o de sociología. En una de las materias que tuve que cursar en aquel año, 1972, me tocó como maestro de la materia de sociología el profesor Antonio Caballero (todavía recuerdo o creo recordar su nombre), un hombre muy simpático y ya mayor que era abogado, pero había escrito un libro sobre diversos aspectos sociológicos, que fue el texto de esa materia, y a él le pedí consejo. “Pues si estudias sociología, ahí vas a tener que ver historia y puedes mantener tu interés por las dos disciplinas”, me dijo, y ahora creo que eso me decidió por inscribirme en la carrera de sociología que, como sabes, se imparte en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Por lo que toca a las artes plásticas, la afición también me viene por mi padre. Le gustaba ir a los museos, a las exposiciones y yo lo acompañaba. Se detenía largos minutos a contemplar un cuadro y yo también me quedaba largo rato tratando de entender lo que expresaba esa obra: el color, las líneas, la composición… Recuerdo que una vez fuimos, yo todavía niño, a San Ildefonso (obviamente todavía era sede de la Escuela Nacional Preparatoria) a ver los murales plasmados en ese fascinante lugar, en que años después trabajé para la Filmoteca de la UNAM): ¡sobre todo los de Orozco fueron una revelación para mí! Aún a la fecha, procuro no perderme ninguna exposición pictórica que esté a mi alcance, sobre todo cuando viajo a la Ciudad de México o a otros países. La pintura me cautiva y leo lo más que puedo sobre esa materia…
(Cabe destacar aquí que Eduardo ha publicado, entre otros muchos trabajos, Cine, política y sociedad en la era del milagro mexicano, La revolución traicionada, y en particular Del muro a la pantalla, que mereciera el premio Luis Cardoza y Aragón de 1995, sobre el impacto del muralismo mexicano en la obra de Eisenstein)
…Y, desde luego, también está el cine: desde niño me entusiasmaba la simple idea de ir a las salas para ver películas, cualquiera que exhibieran. Mis padres eran muy cinéfilos; de hecho, se conocieron en el cine Maya, entonces en la avenida de Niño Perdido, viendo Al son del mambo, de Chano Urueta, creo que en un reestreno. Por eso mismo íbamos mucho al cine. Conocí todos los cines de barrio cercanos a mi casa, en compañía de mi amigo gran amigo en ese entonces, Roberto Carbajal Vilches (q.e.p.d.), que también era muy cinéfilo. Me acuerdo que juntos fuimos a ver, entre otras, El fantástico mundo de los hippies, de Juan Orol). Pero, antes de eso, pasé muchas tardes y mañanas (las matinés eran mis preferidas) viendo todo género de cintas en los cines Atoyac, Bondojito, Tepeyac, De la Villa… los que me quedaban “a la mano”, por así decirlo. Una de las cintas que más me impactaron de pequeño fue Bajo diez banderas, cinta bélica que años más tarde supe que era una producción italiana y que hace no mucho volví a ver en You Tube: obviamente el impacto ya no fue el mismo. Pero, sobre todo, lo que más me gustaba, y que fue parte indudable de mi “educación sentimental”, eran las películas mexicanas, sobre todo las comedias protagonizadas por Tin Tan, Resortes o Cantinflas (en ese grado de importancia o gusto de mi parte), y no pocas de luchadores y horror, entre ellas algún reestreno de El vampiro, el super clásico de Fernando Méndez. La saga de El charro negro con Raúl de Anda la vi en el cine De la Villa, por supuesto que también en reestreno. A veces, los domingos, íbamos en familia a visitar a doña Candelaria, nuestra abuela materna, que vivió muchos años en la calle de Balboa, colonia Portales, lo que algunos de mis primos y yo aprovechábamos para ir a ver películas al cine Bretaña, que estaba, como sabes, en Calzada de Tlalpan; todavía recuerdo que allí vimos, en programa doble, La oveja negra y No desearás la mujer de tu hijo, con Pedro Infante y Fernando Soler: un agasajo emocional y visual, sin duda alguna.
Películas no muy bien vistas por la crítica de aquel entonces. De hecho, a mitad de los años 60 Carlos Monsiváis presentó, en los programas de mano del cine – club de la Universidad, un ciclo de películas que se prolongó por varios meses con la historia del cine mexicano. Posteriormente estas crónicas, con su peculiar y cáustica ironía, las publicó la Filmoteca de la UNAM. Me parece que se convirtieron en un canon para la cultura cinematográfica de entonces: una visión prejuiciada y minimizadora del fenómeno, catalogada dentro de lo camp, es decir algo cuya fealdad y mal gusto resulta finalmente atractivo. Ni Nuevo cine se salvó de esa influencia.
Por aquel entonces, muy rara vez leía crítica de cine. Cuando empecé a hacerlo de forma continua, la revista Nuevo cine era inconseguible, aun en las librerías de viejo. Quizá uno o dos ejemplares, pero no el número doble dedicado a Buñuel, que debió agotarse. No lo hice sino hasta que conseguí leerla en una colección empastada, en la biblioteca de la Cineteca Nacional, la primera, la que años después se incendió. Y mira que, con el tiempo. tuve la gran oportunidad y privilegio de escribir el prólogo para una versión facsimilar. Lo que recuerdo bien es que fue hasta después de 1968 cuando empecé a leer, de forma cada vez más sistemática y con creciente interés, diversas columnas de crítica cinematográfica que en ese entonces se publicaban en las revistas ¡Siempre!y Política (que mi padre, bien enterado de la situación del país, compraba religiosamente cada vez que se publicaban), así como en los diarios Excélsior, Novedades y Esto. Leía, pues, a Emilio García Riera, Pepe de la Colina, David Ramón, Ayala Blanco, etcétera.El Esto, de hecho, lo leía frecuentemente en la pequeña tienda de abarrotes de don Alfonso Carbajal, padre de Roberto, mi difunto amigo que te he mencionado. Don Poncho, como le decíamos, era muy aficionado y conocedor de varios deportes, así es que me prestaba sus ejemplares de ese muy popular periódico deportivo. Todo esto viene a cuento porque precisamente en las planas de la sección de cultura y espectáculos del Esto, misma que en aquella época coordinaba el gran Alberto El Güero Isaac, descubrí las notas de un crítico cuyo estilo, clara postura política y profundos conocimientos llamaron mucho mi atención: Arturo Garmendia.

Hombre, muchas gracias.
De veras, me llamaban la atención tus notas sobre diversos aspectos de la historia del cine nacional. Recuerdo en particular la brillante apología que hiciste de Ladrón de cadáveres, deFernando Méndez, que en el momento en que la vi me gustó mucho, y que habías calificado como “la más representativa de la variante mexicana al género del horror”, ni más ni menos.
Sí, ese era el tipo de afirmaciones que hacíamos en 35 mm, y que generaban controversia entre los demás críticos de cine. Por esa época Ayala Blanco publicaba La aventura del cine mexicano y García Rieralos primeros tomos de su Historia Documental, ambosmuy dentro del canon de Monsiváis. Emilio nos había dado a leer las galeras de sus libros y al comentarlas con él se asombraba de nuestras especulaciones sobre Ismael Rodríguez, Miguel Zacarías, Fernando Méndez y otros, por mi parte derivadas de lecturas de Cahiers, cuando no de Positif. Por otro lado, me pareció admirable que, derivado de aquellas controversias, Emilio reescribiera con otra tónica ¡los diez y ocho tomos de su obra! Creo que a partir de entonces empezó a hablarse del Siglo de oro del cine mexicano, con el reconocimiento de nuestros grandes cineastas.

Como alguna vez lo comentamos, García Riera fue mi maestro en tres materias que tomé con él durante los últimos semestres de la carrera de Sociología (antes de ello, cursé la materia “Sociología del cine” impartida por Gustavo Sáinz), y, poco después, Emilio conformó un equipo con Gustavo García, Gustavo Montiel, Leonardo García Tsao, Federico Dávalos, Esperanza Vázquez, María Luisa López-Vallejo, María Antonieta de la Vega Aduna (que no era pariente mía, aclaro), Juan Arturo Brennan y otras y otros de sus alumnos de Ciencias Políticas y del entonces incipiente Centro de Capacitación Cinematográfica, grupo en el que me incluyó, para apoyarlo en la revisión de documentos para sus libros, y con el eventual propósito de hacer una segunda edición de su Historia documental del cine mexicano, cosa que finalmente ocurrió pero no precisamente con el carácter colectivo que él, Emilio, previó en aquella época de pleno optimismo. Fue Emilio quien también influyó para que, junto con otros que formábamos parte de su equipo de sus colaboradores, empezáramos a publicar notas de crítica cinematográfica en el diario unomásuno. Digamos que esas notas me sirvieron para perder el miedo a publicar de forma continua. Yo tenía mis reservas: ¿a quién le podría interesar lo que yo escribiera en esa o en otras materias? Eso me inquietaba un poco y, a veces, mucho. Hasta que un día, viajando en el metro, yo de pie junto a un joven que estaba sentado, me percaté que estaba leyendo ¡precisamente mi crítica, es decir la nota que aparecía aquel día en la sección de cultural de aquel diario! Eso me emocionó mucho; porque una cosa era saber que mis amigos y familiares, quizá por compromiso, leyeran mis notas, y otra comprobar que alguien más, así fuera por casualidad, lo hiciera.
Ya veo. Ahora entiendo que la revisión a la Historia fue un trabajo de equipo. También asumo que, cuando García Riera pasó a dirigir el Centro de Investigación y Estudios Cinematográficos de la Universidad de Guadalajara (CIEC-UdeG), se llevara consigo a varios de ustedes y las investigaciones ahí realizadas abandonaran la arrogancia con que hasta entonces se había tratado al cine nacional.
Así es. Pero déjame, por favor, concluir la idea. Por esa época también leí La aventura y La búsqueda del cine mexicano, de Ayala Blanco, que me impresionaron por ofrecer un panorama integral de la materia, hasta ese momento. También leía mucho a críticos para mí muy respetables como Leonardo García Tao, Gustavo García, Luis Terán, Mauricio Peña y, ya después, a otros más jóvenes. Ahora leo, con la debida constancia, las notas de, al menos, cinco o seis críticos, ensayistas y colegas a quienes respeto mucho pese a que, como suele ocurrir, no se esté necesariamente de acuerdo con lo que escriben: Rafael Aviña, Ernesto Diezmartínez, Carlos Bonfil, Érick Estrada, Hugo Lara y Luis Tovar, todos con muy buena pluma, de la que siempre se aprende y, además, buenos amigos. A Fernanda Solórzano, también muy buena escritora, no la leo tan seguido como quisiera, pero eso se debe más bien a los medios en los que colabora, que a esos sí que no los sigo, sino todo lo contrario.
Esa, a la que te refieres al principio, fue la época de oro de la crítica cinematográfica. En las revistas y los suplementos culturales de los periódicos no podían faltar las referencias al cine. Y no sólo aquí, también a nivel mundial.
De acuerdo. Fue un periodo muy rico en cuanto al ejercicio de la crítica fílmica a escala internacional. Y ya para entonces, acuérdate que estaban también los cine -clubes. En la Universidad no había facultad que no quisiera o pudiera tener el suyo. Por cierto, eso me recuerda que en uno de ellos tuve oportunidad de ver tu película sobre los trágicos acontecimientos del 10 de junio de 1971: siendo yo alumno del tercer grado de bachillerato en la Escuela Nacional Preparatoria No.9, solía desplazarme hasta CU a fin de participar en mítines y colaborar en otras actividades políticas. Lo que sí me acuerdo con más precisión es que, en efecto, el debate que siguió a aquella exhibición resultó un tanto cuanto frío e insulso, pero que no por ello me despojó del impacto que algunas de sus imágenes y entrevistas me habían provocado. Situada en su contexto y época, Junio 10:Testimonio y reflexiones un año después, vino a ser, para algunos de quienes la vimos, un ejemplo de otro tipo de cine mexicano al que no estábamos acostumbrados y eso ya significaba mucho para los espectadores.
Sí, para nosotros, quienes hicimos la película, el grupo 35 mm. contó mucho la visión del cine cubano y latinoamericano de la época, y desde luego La hora de los hornos, películs y manifiesto incluido. Pero, para seguir el discurso sobre el cine mexicano y su crítica, creo que ahí, en la segunda versión de la Historia documental… como dije antes, se da un punto de inflexión en lo que a su apreciación se refiere: de ahí pasamos a hablar del Siglo de Oro del Cine Mexicano, como un tema cultural. Prueba de ello es el respetuoso acercamiento a directores nacionales en las monografías, de las cuales tu fuiste autor… ¿podrías decirme de cuántas?
Primero señalo, si me lo permites, algunos antecedentes. Buena parte del equipo conformado por García Riera, la mayoría tesistas (yo, por ejemplo, inicié una investigación sobre un tema que me apasionó y sigue gustándome mucho: la manera en que el cine mexicano ha abordado las instituciones de la reclusión y marginación social: cárceles, manicomios, conventos, asilos, correccionales, hospicios, etc.), nos integramos como becarios al proyecto de creación de un área o departamento de investigación adscrito a la Filmoteca de la UNAM. Finalmente, dicho proyecto no cuajó y sin duda dio pie a una diáspora de aquel grupo y a una serie de problemas que no viene al caso referir aquí. El caso es que yo logré después la plaza de jefe de información en la misma Filmoteca de la UNAM, labor que ejercí durante varios años (de 1979 a 1985, para ser precisos). Emilio inició entonces la publicación de monografías sobre cineastas mexicanos con una dedicada a Fernando de Fuentes, en la que colaboró mucho María Luisa López-Vallejo. Ese trabajo lo publicó, como bien sabes, la Cineteca Nacional. Gabriel Ramírez hizo otro trabajo sobre Lupe Vélez. Debido a problemas personales y a una serie de frecuentes desacuerdos con don Manuel González Casanova, dejé mi puesto en la Filmoteca y pasé a trabajar como investigador a la Cineteca Nacional, entonces dirigida por Fernando Macotela. En ese lapso, de común acuerdo con Emilio, trabajé la monografía dedicada a Alberto Gout. Fue entonces que a García Riera le ofrecieron crear un área de investigación y enseñanza del cine auspiciada por la Universidad de Guadalajara. Emilio me ofreció, a su vez, integrarme al CIEC con el propósito, sobre todo, de continuar, entre otros, esos trabajos monográficos de directores mexicanos. Acepté esa propuesta y ya voy para la friolera de 40 años de vivir y trabajar en la capital de Jalisco. A la fecha he tenido la suerte de publicar Guadalajara. Tiempo después se abrió un Doctorado en Historia del Cine en la Universidad Autónoma de Madrid. Gracias a la obra que para entonces llevaba publicada, me aceptaron en ese postgrado sin necesidad de contar con maestría, y, en el 2003, gracias a la guía y apoyo de mi recordado amigo Alberto Elena Díaz (q.e.p.d.), obtuve el grado de doctor, que no me importa mucho, de verdad, pero sí que me ha ayudado en la carrera académica, que tiene sus reglas, a veces demasiado rígidas, como tú, que eres arquitecto, sabrás.
Arquitecto sin título, pero te entiendo. Volviendo a tus investigaciones, gran parte de ella está dedicada a Eisenstein, que viene a ser el único cineasta extranjero de que te has ocupado extensamente … ¿qué es lo que más te impresiona de su cine?
Recuerdo bien que cursaba el primer o segundo año de Preparatoria, otro gran amigo del barrio, también muy cinéfilo, José Sánchez Hernández, entonces estudiante del Politécnico Nacional, me dijo que había visto en un cineclub en el centro de la ciudad, la película La huelga, ópera prima de Eisenstein. Yo había leído algo sobre ese “genio del cine”, y de su estancia en México, pero me llamó la atención la vehemencia con la que Pepe habló de esa cinta. Tiempo después, en una de mis frecuentes idas a CU, vi que ese día, uno de los cineclubes de la UNAM proyectaría precisamente La huelga. Me quedé a verla y también me impactó sobremanera, principalmente al comprobar que buena parte del mejor cine que se había realizado después era, en mayor o menor medida, tributario de los conceptos cinematográficos de Eisenstein. Allí comenzó, creo yo, mi interés por la vida y obra eisensteiniana, que fui desarrollando poco a poco. Primero leyendo sus libros editados por Siglo XXI (El sentido del cine, La forma del cine y sus fascinantes memorias), procurando ver sus películas y todo lo que estuviera a mi alcance en materia de textos escritos por él y sobre él. En 1981, la Filmoteca de la UNAM, conmemoró los cincuenta años de la presencia de Eisenstein en México con un ciclo de charlas y exhibición de la mayoría de las versiones hechas a partir de los rushes filmados para el frustrado proyecto de ¡Que viva México!, todo eso organizado por Fernando Osorio y con colaboración de mi parte, entre otros. Uno de los conferencistas fue el gran pintor Gabriel Fernández Ledesma, quien, entre otras cosas, habló de los vínculos de Eisenstein con el arte pictórico mexicano y sobre los dibujos que el gran cineasta soviético le había regalado a él y a su esposa, Isabel Villaseñor. Ese aspecto llamó mucho mi atención y desde entonces comencé a compilar información sobre ese tema, lo que, años después, me llevó a escribir el ensayo que ganó el Premio Nacional de Crítica de Artes Plásticas Luis Cardoza y Aragón. Justo hace unos días, acabo de coincidir en una Feria del Libro de la UNAM, con Alejandro Toledo, que fue uno de los jurados de aquel premio. Pero, anecdotario aparte, sigo creyendo que Eisenstein es, quizá, el gran artista visual del siglo XX, entre muchas otras cosas porque su cine posee una fascinante concepción estética que va de la mano con el compromiso social y político incluso más allá del fallido ensayo socialista emprendido por Lenin en la URSS. Iván el terrible, por ejemplo, no tiene parangón con cualquier otro ejemplo de cine histórico-biográfico. Cada plano de esa obra maestra, y eso que, como tú bien lo sabes, lo obligaron a hacer cambios y no pudo hacer la tercera parte, es un ejemplo de rigor conceptual y estético emanado de la mente de alguien que, incluso, se jugó la vida para acometer tamaña tarea. Y, en cuanto a su estancia a México, me gusta jugar con la idea de que Eisenstein vino a ser el equivalente de que su admirado Leonardo da Vinci hubiera venido a nuestro país, a pintar uno de sus mejores murales, y no hubiera podido concluirlo, pero que de esa obra fallida su hubieran nutrido muchos de los artistas mexicanos de su época.
Y este enfoque tiene que ver con el hecho de que, fuera de Eisenstein, te has dedicado en exclusiva a documentar y analizar el cine mexicano.
Sí, sin duda. Pero también han influido otros factores, que me han llevado a colaborar en la investigación para documentales y para exposiciones, que son aspectos de mi trabajo que me apasionan mucho. Por ejemplo, algo que ocurrió en el periodo presidencial de Felipe Calderón. En algún momento el presidente expresó la idea de construir y desarrollar un museo dedicado al cine nacional. Se formó una comisión para dicho propósito, y Hugo Lara, que formaba parte de ella, me invitó a participar. Se inició así una extensa investigación que por desgracia sólo pudo producir una exposición instalada en el Colegio de San Ildefonso y en dos o tres ciudades del interior de la República (Morelia y algunas más), pero que a mí me dejó un acerbo de datos que fueron la base de trabajos posteriores, como los dos libros en los que he colaborado con Hugo Lara y otros colegas: los dedicados, respectivamente, a Emiliano Zapata y Pancho Villa en el cine, publicados en los respectivos años en que se cumplieron los centenarios de los asesinatos de ambos caudillos revolucionarios.

Hablemos un poco del Nuevo cine mexicano, es decir, el de una industria renovada, que hacía sus pininos en lo que a la realidad política se refiere.
Cine que resultara, en parte, por la política de “apertura democrática” ensayada por el presidente Echeverría para mediatizar a las juventudes y los intelectuales agraviados por la represión de 1968. No obstante, tal medida fue aprovechada por los cineastas que venían pugnando por expresarse en el cine independiente y universitario. Así entraron nuevas voces dentro de una industria cerrada y anquilosada. Aunque no todos los recién llegados estuvieron a la altura de las circunstancias, al final de los años 70 varios, como Felipe Cazals, Jorge Fons, Paul Leduc, Arturo Ripstein, Eduardo Maldonado, Jaime Humberto Hermosillo, Alberto Issac, Gabriel Retes, Alberto Bojórquez, Sergio Olhovich, Marcela Fernández Violante, José Estrada, etcétera, dieron, como fuera, un nuevo brío al cine mexicano. Años después, gracias al Patronato del Festival Internacional de Cine en Guadalajara, que también inició sus actividades en 1986, pero en formato de una modesta Muestra de Cine Mexicano en Guadalajara, se me dio la oportunidad de hacer dos libros basados en sendas entrevistas a Jorge Fons y Gabriel Retes, dos de los exponentes de aquel cambio de rumbo del cine industrial mexicano…
Pero la deuda política permanecía impagada. Sin embargo, las críticas al gobierno y al partido del Estado ya no podían ser calladas. Un verdadero nuevo cine, hablamos del Tercero, estaba surgiendo. Y con él una nueva actitud crítica, cuyo paradigma, aquí en México, fue El grito, la película del movimiento estudiantil de 1968.
En efecto. Un episodio terrible, que nos marcó a todos. Yo estudiaba el segundo año de secundaria y siempre con aspiraciones de ingresar a la UNAM, y aunque no fui lo que se puede considerar un militante, sí que me sentía identificado con esa causa. Con otros amigos del barrio, que estudiaban en el Politécnico, asistí a mítines y a algunas marchas… No estuve en Tlatelolco el 2 de octubre, pero en la noche alcancé a escuchar un intenso ulular de sirenas y salí a caminar para cerciorarme de lo que pasaba. Por la avenida Ferrocarril Hidalgo pasaban muchas ambulancias, casi una detrás de otra: venían de Tlatelolco (eso lo di por hecho después) y se dirigían al Hospital de la Cruz Roja de la Villa de Guadalupe. Un rato más tarde, vimos en televisión las tergiversadas noticias de la represión contra los asistentes al mitin. Preocupados, al día siguiente mi papá, otro de mis hermanos y yo fuimos en el auto a Tlatelolco y, antes de llegar allí, nos opamos con muchas patrullas y tanques del ejército, que nos marcaron el alto y obligaron a desviarnos. Nunca como ese día sentí el agobio de vivir en una ciudad militarizada, con tan marcada atmósfera represiva, digámoslo así….

En cambio yo, que por la mañana había estado, en compañía de Oscar Alzaga entrevistando a Ismael Rodríguez; después de comer nos dirigimos al Palacio Chino, que tenía una retrospectiva de ese autor. Ponían Los hermanos del hierro, que no conocíamos, y quedamos deslumbrados. Planeábamos ir al mitin después de la ´primera función, pero en cambio decidimos quedarnos a repetir la sesión. Eso nos impidió asistir…así pues, el msimo día tuvimos una gran satisfacción y una desgraciada experiencia…
De cualquier modo, aquello fue algo terrible, indignante… y lo peor es que no ha habido castigo. Es que en México hay tanta corrupción que estas cosas quedan impunes. Ahí tienes ahora Ayotzinapa…pareciera que nunca se sabrá quienes fueron los culpables…
Ambos sabemos muy bien que los victimarios estaban dentro del ejército, y que la orden vino del poder ejecutivo; en un caso de Díaz Ordaz y Echeverría, y en el otro Peña Nieto. López Obrador heredó el problema, pero, requiriendo el apoyo del ejército para su estrategia de seguridad, se vio impedido para avanza en la investigación… En fin, siempre la razón de Estado termina por imponerse… No obstante, el ejemplo del filme del 68 abrió nuevas perspectivas no sólo políticas y sociales, también dentro del cine: Cazals, Retes, Fons y Xavier Robles, con precaución al principio y más osadamente después ampliaron las cotas de lo que políticamente se podía decir en la pantalla. Entre quienes se beneficiaron de esa situación fueron, entre otros, Jorge Fons y su guionista Xavier Robles, para filmar Rojo amanecer (1989), sobre la masacre estudiantil en Tlatelolco. Robles también dirigió Ayotzinapa: crónica de un crimen de estado (2014), un documental testimonial sobre la desaparición forzada de 43 estudiantes normalistas, que denuncia la complicidad criminal que hay entre las autoridades policiacas y militares, así como con la elite política y económica de México.
Cierto; y antes del trágico accidente en que perdió la vida Xavier tenía intención de dirigir otro guion suyo, sobre los mismos acontecimientos, esta vez como docu-ficción, o mezcla de documental y ficción. Y entiendo que su viuda, Guadalupe Ortega, que, en esta ocasión como en Rojo amanecer también fue co-guionista, tiene el libreto y piensa filmarlo.
Esa es una buena noticia. Pero bueno, con esto hemos llegado a revisar nuestro pasado inmediato. Faltaría referirnos a la situación actual, pero me temo que no estoy actualizado. Entiendo que ahora el panorama incluye un cine propio de la globalización mundial, con representantes tan dignos como los tres grandes, Del Toro, González Iñarritu y Carlos Cuarón, y una producción local atenta a los temas cruciales del momento: los derechos humanos de minorías y pueblos originarios. Siento mucho no tener noticia de cineastas tan prometedores como los que empezaron surgir con el nuevo siglo, como Carlos Reygadas (Japón, Post Tenebras Lux), Fernando Eimbcke (Temporada de Patos, Lake Tahoe) Amat Escalante (Sangre, Heli) o Alonso Ruizpalacios (Güeros y Museo)… pero dada mi ignorancia de las novedades cinematográficas, por mi edad (ahora me dedico más bien a revisar el cine clásico) te pediría que cerraras esta conversación desarrollando brevemente el tema.
Pues, aunque se está diciendo hasta el cansancio, creo que lo que más hay que destacar del cine mexicano de los años más recientes, es su constante crecimiento en la rama de la producción, con promedios anuales de 200 largometrajes, y cualquier cantidad de medios y cortometrajes. Cifras abrumadoras para los parámetros de nuestra cinematografía, que, durante el sexenio del funesto Ernesto Zedillo, llegó a producir 10, 12 películas de largometraje por año, poco más, poco menos, aunque desde entonces fue muy notorio el aumento de cifras de medio y cortometraje. El problema radica en que las pantallas están tomadas, literalmente, por el cine comercial estadunidense, aquí y en muchas otras partes del mundo. Algo se ha hecho, sin duda, para subsanar ese horrendo “cuello de botella” en el sector de la exhibición, pero hasta ahora le veo pocas posibilidades de que esa contradicción se supere. En ese sentido, gente como yo solo puede ver películas mexicanas gracias a la programación de los festivales de cine a los que me invitan o a los que puedo ir por mis propios medios, que son los menos. En dichos festivales, sobre todo en el de Morelia, a mi juicio el de mejor programación y organización de los que conozco, me ha tocado ver el que me parece el fenómeno más notable o más digno de rescatar, lo que nos lleva de nuevo, aunque sea de forma muy breve, a Eisenstein en México. Lo que los materiales que ese genial cineasta captó con la cámara de Edouard Tisse en nuestro país nos permiten vislumbrar que la película, entre otras cosas, iba a mostrar un ascenso de la mujer mexicana desde la encarnada por “Concepción” en la región del Istmo de Oaxaca (a su vez representación simbólica de las mujeres de las etnias del sur del país), hasta la revolucionaria “Pancha”, una campesina, pobre y también indígena, aunque de alguna región del norte y el centro de México. Por así decirlo, Eisenstein pensaba elogiar a esas figuras femeninas, y con ello, darles una insólita presencia cinematográfica, como nunca antes había ocurrido en el cine hecho en el continente americano. Aún así, no dejaba de privar en ello la mirada digamos ajena a esos sujetos fílmicos, las mujeres. En el transcurso de los último diez años, más o menos, han irrumpido una gran cantidad de películas, pienso por ejemplo en los casos de Nudo mixteco y Valentina o la serenidad, ambas de Ángeles Cruz, que forman parte del ya considerable número de películas realizadas por mujeres provenientes de las etnias que todavía viven en casi todo el país, como sabes, en condiciones de pobreza extrema y machismo recalcitrante. En otras palabras, las mujeres de esas comunidades finalmente han tomado la cámara para hacer un tipo de cine en el que son ellas las que hablan de sí mismas y de su compleja condición. Y el otro gran fenómeno que en lo particular me gustaría resaltar, es el del crecimiento exponencial de documentales, algunos de ellos deslumbrantes, como Tote (Abuelo), de María Sojob, cineasta tsotzil, pero no pocos de ellos también filmados por egresadas o egresados de escuelas de cine, o no necesariamente, que alcanzan un empaque profesional y abordan todo tipo de temas lacerantes o íntimos, pero que obligan al espectador a la reflexión, una de las cuestiones que el cine de Eisenstein se propuso desde La huelga. No habría espacio para mencionar una lista de documentales mexicanos que me han gustado o impactado, pero lo anoto como el otro aspecto que me permite augurar que el cine nacional, pese a todo, no desparecerá, tal lo llegamos temer a fines del siglo XX, sino, al contrario, se mantendrá y quizá se incremente como una de las grandes manifestaciones artísticas de nuestro país.
Ojalá así sea.