Por Lola López

Se nos fue Robert Redford, el eterno Sundance Kid, a sus 89 primaveras. Partió en silencio, como los grandes, dormido en su refugio de Provo, Utah. Aunque el adiós pesa en el alma, cuesta creer que ese rubio indomable de mirada clarísima se haya convertido en recuerdo. Este hombre parecía hecho de la madera perdurable de los mitos: primero como intérprete de sonrisa desafiante, después como cineasta laureado y finalmente como protector de sueños cinematográficos.

Su leyenda comenzó a forjarse con “Descalzos por el parque” (Barefoot in the Park, 1967), donde demostró que la comedia romántica podía tener garra y sofisticación. Luego llegó la consagración: “Dos hombres y un destino” (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969), formando con Paul Newman una dupla que redefinió la camaradería masculina en la pantalla grande. Pronto se enfundaría el traje de Jay Gatsby en “El gran Gatsby” (The Great Gatsby, 1974), irradiando ese esplendor triste que solo Fitzgerald pudo concebir. Coronó aquella década prodigiosa con la maestría de “El golpe” (The Sting, 1973) y el thriller político inspirado en la realidad de “Todos los hombres del presidente” (All the President’s Men, 1976), cinta que elevó el periodismo a gesta heroica.

Supo pintar el desamor con pinceles de melancolía en “Nuestros años felices” (The Way We Were, 1973), donde junto a Barbra Streisand encarnó la dolorosa fractura entre pasión y realidad. Aquel abrazo final entre Hubbell y Katie quedó grabado en la memoria colectiva como epítome de una era donde política y corazón con frecuencia marchan por senderos divergentes.

En los ochenta, “Memorias de África” (Out of Africa, 1985) le regaló otro idilio imperecedero junto a Meryl Streep, mientras su ópera prima como realizador, “Gente como uno” (Ordinary People, 1980), le valió la estatuilla dorada. Tampoco se olvida “El mejor” (The Natural, 1984), donde convirtió el béisbol en mitología y a sí mismo en protagonista del sueño americano.

Cuando Hollywood le tendía alfombras rojas, él prefirió abrir caminos. Tras ganar el Óscar en 1981, fundó el Instituto Sundance en Utah, lejos de festejos y frivolidades. Cuatro años después transformaría un festival olvidado —el Festival de Cine de Estados Unidos— en el semillero de cine independiente más importante del planeta. Mientras la meca repetía fórmulas, él apostó por voces incómodas y relatos diferentes, dando oportunidad a talentos como Soderbergh, Tarantino, Chloé Zhao y Taika Waititi. El muchacho rebelde se había convertido en promotor de los soñadores.

En la década de los noventa, Redford siguió siendo ese faro que iluminaba la meca del cine. En “Una propuesta indecorosa” (Indecent Proposal, 1993) se metió en la piel del magnate John Gage, ese hombre que ponía un millón sobre la mesa por una noche con Demi Moore, desatando polémicas que resonaron por años. Más tarde, en “Juego de espías” (Spy Game, 2001), compartió la pantalla con Brad Pitt, enseñándole los vericuetos de la CIA con esa autoridad que sólo dan los años bien vividos. Y ya para rematar, en “Secretos de un secuestro” (The Clearing, 2004), junto a Willem Dafoe y Helen Mirren, nos mostró que hasta en la vulnerabilidad hay espacio para la dignidad.

El compromiso social siempre fue su bandera. Como creador y protagonista, nunca le tuvo miedo a los temas espinosos. En “Leones por corderos” (Lions for Lambs, 2007) se juntó con Tom Cruise y Meryl Streep para hablarnos de esa guerra interminable en Afganistán y del desencanto que carcome a las nuevas generaciones. Ahí dejó claro que el séptimo arte no puede darse el lujo de voltear hacia otro lado.

Cuando muchos pensaban que ya había dicho todo, nos sorprendió con “Cuando todo está perdido” (All is Lost, 2013). Con más de setenta años a cuestas, llevó toda la carga narrativa sobre sus espaldas, enfrentándose al océano enfurecido con puro lenguaje corporal y miradas que valían más que mil palabras. Un año antes, en “La conspiración” (The Company You Keep, 2012), había revisitado aquellos ideales juveniles que prometían cambiar el mundo.

Pero no todo fue solemnidad. En “Un paseo por el bosque” (A Walk in the Woods, 2015) se echó unas carcajadas junto a Nick Nolte, y en “Nosotros en la noche” (Our Souls at Night, 2017) volvió a encontrarse con Jane Fonda para demostrar que el amor no entiende de arrugas. Hasta en Marvel se coló, prestándose al juego como villano en “Capitán América y el Soldado del Invierno” (Captain America: The Winter Soldier, 2014), porque hasta los grandes necesitan soltar la cabellera a veces.

Su paso por México quedó marcado en el Festival de Morelia del 2019, cuando le rendían homenaje por los cincuenta años de Butch Cassidy, se le vio incómodo con los honores pero conmovido hasta los huesos. “Simplemente no sé qué hacer o decir, más que gracias”, musitó con esa modestia que sólo tienen los verdaderamente grandes.

Al final del camino, Robert Redford fue muchas cosas: seductor y rebelde, creador y mentor, guardián de la tierra y cuentista incansable. Pero por encima de todo, nunca perdió esa chispa de niño travieso que sólo quería narrar historias. Hoy Hollywood se queda sin su último vaquero, pero sus huellas quedaron marcadas para siempre en el camino.