Por Matías Mora Montero

Es raro que un director de talla importante realice una película contemporánea, ejemplos como Scorsese, que no ha hecho una desde “The Departed” (2006), Tarantino con “Death Proof”(2007)oWes Anderson con “The Darjeeling Limited”(2007) parecen denotar por lo menos un desinterés estético en el mundo actual, un rechazo hacia esta era de celulares, contradicciones y futuros ambiguos a raíz de una distopía política creciente. Paul Thomas Anderson, con tres décadas de obra (nueve películas previas a ésta) era parte de este curioso fenómeno, ya que su última película contemporánea, “Punch Drunk Loveé, era en sí toda una rebeldía del siglo 21 conforme éste seguía aterrizando en el ya lejano 2002 (yo ni había nacido), con colores óptimos a un mundo de fantasía, protagonizada por Adam Sandler en su mejor papel, era una exploración profunda, precisa y sumamente conmovedora del enamorarse, de batallar la soledad y vivir desde el sentimiento.

Arriba de todo eso está la fortaleza casi-shakespeariana del cine de Anderson, su cultivo de personajes cuidados con una elegancia psicológica impresionante, que van detallando de forma compleja y sin falta de un gran sentido del humor los aspectos más controvertidos de la condición humana. Detenerse a hablar de estos personajes, desde “Hard Eight”a esta “Una batalla tras otra”, sería detenerse en un aleph librero, no hay por dónde terminar con cómo construye seres humanos en relación a su actor, su carácter, sus tiempos y su metáfora, independiente de la adicción, los diálogos o discursos explícitos.

Los temas de sus películas siempre se revelan en pausas y silencios: los gestos, su forma de detener la cámara en el rostro humano y relacionarla a otro rostro, es cine de la más alta calidad: te lo revela todo. Sus imágenes son cómplices en la misión psicológica de entender la condición humana, de entendernos desde la duda, desde las luchas entre los deseos y las realidades; rara vez hay un mal absoluto o un bien absoluto en su cine, lo que hay es un respeto para el orden un tanto absurdo de las cosas. Así que cuando llevó a cabo su soñada versión de “Vineland” de Thomas Pynchon lo hizo como una adaptación de estilo libre, que toma elementos de la trama de la novela para llevarlos a los matices sociales y políticos de nuestros tiempos.

El resultado es la película definitiva de la década, una obra verdaderamente generacional que no sólo demostró que se puede usar la actualidad de favor de una gran historia sino también que el fomentar diálogo sobre aquello que vivimos hoy nos acercará a resoluciones concretas, a esperanzas necesitadas para creer que de hecho sí, sí habrá futuro.

Otra película de este año apuntaba a este rompimiento del cine de hacerle la vista gorda a nuestra realidad actual, “Eddington” de Ari Aster. La mayor diferencia entre ambas cintas es que Aster examina adecuadamente el panorama de psicosis colectiva que se originó en 2020 y no ha dejado de dar las peores consecuencias, pero realmente no dice nada al respecto. Apunta al problema pero no presenta solución. No que tenga que presentarla, ya que precisamente examina un clima político y humano donde parece no haber futuro, donde cada día hay una noticia peor a la anterior, cada vez más hundida la sociedad en una onda totalmente apocalíptica. “Eddington” es culpable de algo: al quedarse en la observación y análisis de causas y consecuencias sugiere que todo empeorara, algo totalmente posible pero para nada agradable de pensar. Por su parte, “Una batalla tras otra” desafía este cinismo, desde su título está su promesa: no dejar de luchar, no ignorar las contradicciones, afirmar que cada generación tendrá su revolución.

Desde que abre, la película se compromete: un centro de detención de migrantes es interrumpido por la actividad anarquista de los French 75, grupo liderado por Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor), quien tiene un mensaje claro a favor absoluto de la libertad política. El pirómano del grupo, Ghetto Pat (DiCaprio), es a la vez su amante, juntos causan caos en nombre de la revolución: fronteras libres, cuerpos libres, no más miedo. El capitán a cargo de este centro de detención es Steven J. Lockjaw (Sean Penn); quizás este personaje junto a la actuación de Penn, la mejor en la película, merecen su propio texto. Es un villano que de raíz tiene todo aquello que está podrido en el mundo: el odio encarnado en una soledad cuya culpa no es de nadie más que de sí mismo y el sistema que no sólo alaba, pero por el cual se deja manipular hasta estar completamente deshumanizado y aún así cargar una tristeza casi conmovedora (énfasis en el casi). Es un ente maligno en cuya escritura no hay ni una sola gota de ignorancia hacia todas las causas sociales que lo crean y confinan a un infierno muy particular, creo que es uno de los personajes más complejos en toda la filmografía de Paul Thomas Anderson.

De este incidente inicial se detonan algunas dínamicas entre personajes: para Perfidia la revolución tiene un toque erótico, así se impone, así batalla. Lockjaw se obsesiona con ella, con una obsesión perversa y mortífera. Perfidia y Pat tienen un bebé, Pat abandona la revolución: ahra sólo tiene ojos para su hija. Hay otra razón por la que Pat cede tan rápido a la vida familiar, es un hombre blanco, como lo resalta la mamá de Perfidia: está confundido. Para Perfidia, como mujer negra, esta revolución implica mucho más que explotar bancos, involucra algo en su interior y en su depresión post parto, todo cambia. Aquí quiero detenerme, no quiero relatar más de la trama, ya que creo que es de esas obras donde es mejor ir a ciegas, dejarse sorprender y, sobre todo, sentir y pensar (como si esto fuera una misma acción, que con el buen cine, lo es).

Lo importante es que hay un salto en el tiempo y la bebé es ahora Willa (Chase Infiniti, glorioso nombre para una promesa de actriz que debuta a lo grande con esta cinta), una joven de dieciséis años que estudia karate con el más bonachón de todos, el sensei Sergio (Benicio Del Toro) y que se ve envuelta en todos los líos que sus padres le han heredado, incluyendo al demonio que es Lockjaw, quien va tras ella, y su papá, que ahora usa el nombre de Bob Ferguson y es un total marihuano y vago al mero estilo Big Lebowski, haciendo de la película una de aventura, ¡y qué locura es ver aquella clásica estructura desarrollarse entre protestas contra ICE, comunidades de latinos en asilo, sociedad élite de supremacistas blancos y monjas revolucionarias armadas que cultivan marihuana!

Y más, muchas más sorpresas que en su toque de absurdismo pynchoniano catapultan la psicosis colectiva de esta década; los celulares son aprovechados al máximo, como elementos cotidianos que amenazan a la narrativa, la mueven hacia adelante; los militares son los malos como nunca antes, su agresividad y pasividad es ese cinismo que nos gobierna y aterra a todos. Las divisiones de poder nunca han estado más claras y a partir de ahí la cinta se mueve con frenesí, haciendo que sus casi tres horas se sientan, a lo mucho, como uno de esos filmes de hora y media apretada y disfrutable.

Lo que Anderson entiende demasiado bien son las jerarquías de poder y las impotencias de acción en su contra, resaltando que esto no nos debe impedir actuar, lo que se debe fomentar es la comunidad, porque el poder no nos va a respaldar, quienes lo detentan tienen sus propias redes secretas entre cuerpo militar, gubernamental y de interés privado para mantener el orden capital que se basa simplemente en la heteronormativa blanca patriarcal, énfasis en patriarcal pues de ahí nacen muchos de los choques y conflictos exhibidos. El capitalismo es inherentemente patriarcal, al igual que el supremacismo blanco, todos estos males abogan por lo mismo: mantener vivo un disco rayado y opresor.

Ahora, a este sistema de una escala que hace a cualquiera desmayarse, ¿qué propone la película como contraataque? No es la violencia política de Perfidia ni la indiferencia de Pat y, claro, tampoco es el peón enfurecido de Lockjaw. Las soluciones las encontramos en Willa y en el sensei Sergio: amor, futuro, comunidad. Sí, comunidad, el impulso y el fomento de redes como aquellas que los que están en poder sostienen. Redes que en lugar de servir al sistema opresor, nos liberen de éste. Redes en apoyo a migrantes, en apoyo a comunidades queer, en apoyo a un mañana liberado.

El poder lo que busca, lo que emplea, es la clásica de: “divide y vencerás”, así se crean facciones ideológicas entre clases trabajadoras, cuyos miembros son enseñados a odiarse entre sí como distracción ante un panorama mayor. Así se fomenta el odio y la discriminación, ante todo el individualismo, que es la base de la cultura de consumismo en la que habitamos. Por algo llega ahora la inteligencia artificial, es el siguiente paso lógico. Si se construyó la narrativa alrededor del individuo, sigue el total despojo de cualquier humanidad; la priorización en medios de producción y orden capital por lo artificial era inevitable. Así que habrá que resguardarse entre familias, amigos, vecinos, ciudades, entre nuestro petit comité que tiene un poder de organización que no sabremos dimensionar hasta que lo pongamos en marcha.

Porque hay otra cosa que separa la posibilidad de estas redes de aquellas creadas dentro del sistema de poder, algo cursi pero poderoso: el amor. Mientras que Lockjaw es un peón solitario al que se le prometen riquezas y amigos por un poder mayor a él, que además no le cumplirá ninguna promesa y lo llevará a ese cinismo absoluto por la desesperación de su tristeza (visible siempre en los ojos y manierismos que Penn le da al personaje), los demás personajes encuentran cariño y relaciones con un lazo insuperable, amigos, hermanos, padres e hijas, vecinos que se apoyan… éste es un fuego lleno de risas y alianzas, de skaters y monjas que serán la última resistencia cuando todo colapse.

Porque el poder institucional no significa nada, es un vacío redondo y profundo. Pero esa hermandad que estalla como buena rola, que te hace recorrer todo un terreno en feroz búsqueda por quien quieras, le da todo un sentido al vivir. Vaya, ¡qué bonita película! A pesar de su temporalidad tan oscura (la nuestra) demuestra que hay luz entre nosotros, y así, no solos, no con ellos, saldremos de esta. Pensemos en la consigna de marchas feministas o estudiantiles: “me cuidan mis amigxs, no la polícia”.

“Una batalla tras otra”, repito, no sólo es su título, sino también su fiel promesa que habrá que seguir, no porque una película nos lo inspire (recordando la participación de sionistas en la producción no podemos verla en sí como una película revolucionaria, sino como una que sólo habla de forma suficiente de revolución), pero sí por necesidad, para que las futuras generaciones continúen la lucha teniendo en mente un destino, sin caer en la apatía ni el cinismo, moviéndose hacia adelante. Así también se les da una resolución a las generaciones pasadas, que más allá de fracasar, le deben dar las herramientas necesarias a quienes les toque tomar la batuta de la revolución.

Una absoluta obra maestra, la filmografía de Anderson continúa impecable y la humanidad seguirá hacia adelante. Ahora en salas, incluyendo en salas IMAX donde vale mucho la pena gracias a su fotografía VistaVision y colosales encuadres o secuencias de una tensión particularmente inmersiva. ¡Viva la revolución!