Por Matías Mora Montero
Jim Jarmusch es un cineasta al que tengo mucho que agradecerle, su cine llegó a mi vida cuando yo tenía doce años. Este arte ya me maravillaba, lo perseguía con la misma locura con la que lo hago hoy, pero no tenía ni la menor idea de sus posibilidades. Aún no la tengo, la imagen es infinita. Pero cuando en 2017 fui al cine a ver una pequeña película llamada “Paterson”, sobre un conductor de autobuses que escribía poemas en su tiempo libre, y nada más de eso iba la película, una ventana se abrió y pude respirar el aire de un mundo nuevo.
Pude ver que el cine podía relatar lo cotidiano, la belleza a plena vista que se oculta en cada brisa, y que los silencios podían comunicar más que cualquier palabra. Que los gestos, aquellos sutiles y aparentemente inconsecuentes, eran capaces de delatar toda una vida. Sobre todo, que toda historia merecía ser contada, que cada fragmento revelaba verdad.
Cuando escribo estas palabras, entiendo que Jarmusch es uno de los cineastas más importantes con los que la vida me cruzó. Y su nueva película, que regresa a aquel estilo de “Paterson”, donde todo parece hecho de miniatura atribuido a la arqueología del día a día, me conmovió a lágrimas, me forzó, en aquella enorme sala de cine, a buscar entender lo que es ser humano, pertenecer a una familia y ser tu propia persona, ver hacia tus padres desde arriba, desde abajo, desde el recuerdo, gozarlos en el presente, celebrarlos a futuro.
“Padre Madre Hermana Hermano” es una cinta antológica, tres historias de vínculos familiares, pequeñas viñetas que detallan con una precisión y una ternura tan cuidada aquello que se vive cuando, al nacer, nos dicen que tenemos una manada. Que tenemos un padre, una madre, que no siempre los vamos a entender, que rara vez sabremos comunicarnos con ellos, pero que el verlos es quererlos, aquello que escapa a la dinámica y que vive más que el tiempo, eso que es una parte esencial de la vida.
En la primera historia, PADRE, Tom Waits deambula sin cesar entre sus manierismos del alcohólico. Sus hijos, Adam Driver y Mayim Bialik, lo visitan, hablan poco y de forma pausada, atropellada, llena de desacuerdos, de líos con el dinero, de preocupaciones por salud y divorcios. Es divertido, es un humor fino y lleno de matices pero, ante todo, PADRE es una palabra, una que tiene rostro, que tiene más años que nosotros, que tiene una vida que nunca será nuestra y que nunca terminaremos de conocer. Es un misterio, es un amor, es la búsqueda de aprobación y la falta de entendimiento que abre una brecha. En los hijos de PADRE vi a mi mamá y a mis tíos, en el PADRE vi a mi abuelo y vi a mi papá. En detalles universales, Jarmusch no sólo conecta sus tres historias sino que conecta a toda una humanidad que ha sabido lo que es compartir un trago con su sangre.
MADRE sigue a Charlotte Rampling en Dublín, quien termina de hablar por teléfono con alguien, una voz misteriosa que podría ser su terapeuta, algún amante, un ser ambiguo que revela que los padres no sólo son padres, su vida se extiende. Ahora que estoy en Morelia, fuera de casa, ¿qué estará haciendo mi mamá? Estos son los vistazos con los que Jarmusch responde aquella pregunta, en imágenes, me responde: vive. Las dos hijas de la MADRE llegan, compiten por su favoritismo mientras comparten té y galletas, una tradición anual que sirve como la única ocasión del año donde las tres se ven, desesperadas comparten buenas noticias, se dispersan, se contraponen entre la malagradecida hermana menor y la mayor que se esfuerza hasta de más en mostrar su aprecio. Alrededor de su MADRE son niñas chiquitas, así ríen, se esconden y se refugian la una con la otra, a pesar de ser Vicky Krieps y Cate Blanchett, con su MADRE dejan las máscaras, viven su infancia actualizada (en el sentido de que hablan de matrimonios y empleos), hacen observaciones calladas e incómodas de la vejez que empiezan a notar en su MADRE, una fragilidad que va anunciando la siguiente historia, la más preciosa y en donde Jarmusch hizo de mis ojos un océano de lágrimas y de mi corazón un danzón de emoción: HERMANA HERMANO, donde dos gemelos (Indya Moore y Luka Sabbat) visitan en Francia, por última vez, el apartamento de sus padres, quienes fallecieron recientemente.
Si bien en las primeras dos historias, con padre y madre en vida y en protagonismo, había tensiones y desacuerdos, aquí hay puro amor, un cariño inseparable, lazos después de la muerte que hacen de un departamento vacío uno lleno de luz, memoria y viento. Los hermanos visitan sus dibujos de infancia, guardados por sus padres, junto a fotografías, lentes de sol, pequeños objetos que desencadenan pistas de una vida no contada, pero sentida.
Jarmusch filma desde la sencillez, no es fácil saber dónde poner la cámara para que esta pueda trazar todo un sentir genealógico, que los personajes se sientan vivos y reales, afuera de su gran elenco, y aún así logren hablar por toda una especie. Reconocemos esos gestos: miradas de envidia, resentimiento, tristeza, de una memoria que no se va, que conservamos hasta que a nuestros nietos algún día se las sepamos transmitir.
La película narra instantes, no llega a nada, es tan preciosa como el cine puede serlo. Es tan humana como la carne que llora y sangra porque en su corazón carga más que el propio, tiene un pedazo de sus padres, tiene una memoria prenatal. Mi favorita del festival, del año, Jim Jarmusch regresa a mostrarme que el cine es vida, es la danza con la que recordamos a la muerte, la imagen es memoria, tema que parece ser el principal de este festival, con cintas como “El agente secreto” y “Nuestra tierra” hablando de esto, Jarmusch, entre cafés, coches, skaters, ciudades y fotografías, narra a la memoria como algo vivido por todos.
A mis padres, esta película les dedico, aunque no la haya hecho yo. Su forma, su mensaje, todo lo que la conforma, es un regalo a la humanidad.

