Por Pedro Paunero
Prefiero pasar tiempo con la gente común que con políticos. Ni el asesinato
ni la muerte por un rayo pueden preverse con certeza. Lo mejor es no preocuparse por ninguna de las dos.
James A. Garfield
“Muerte por un rayo” (Death by Lightning. Mike Makowsky, 2025), adaptación del libro “Destiny of the Republic: A Tale of Madness, Medicine and the Murder of a President”, de Candice Millard, narra la historia del meteórico ascenso político y del posterior asesinato de James A. Garfield (Michael Shannon), el malhadado vigésimo presidente de los Estados Unidos y, por lo tanto, también de Charles Guiteau (Matthew Macfadyen), que comenzara por admirarlo y terminara hiriéndolo de gravedad en un atentado. La miniserie comienza con la advertencia:
“Esta es una historia verídica sobre dos hombres que el mundo olvidó. Uno fue el vigésimo presidente de los Estados Unidos. El otro le disparó”.
¿Entonces por qué ocuparse de un par de “olvidos” de la historia americana? Primero, porque su historia conjuga perfectamente las decisiones a las cuales la política se inclina, siempre que favorezca a determinado grupo en el poder y, segundo, porque refleja los deseos de aspiración a la grandeza de parte de la clase más desfavorecida del electorado, no sólo de los Estados Unidos, sino de cualquier democracia que se precie, pues cabe la mención que, los ciudadanos, en un arrebato de dolorosa histeria ante las altas expectativas puestas en un hombre que sólo pudo gobernar por el brevísimo tiempo de seis meses (de marzo a septiembre de 1881), se encargaron de erigirle estatuas por toda la recién creada Unión Americana (en San Francisco, Filadelfia, incluso en Australia), comenzando por el Capitolio en donde, así mismo, se guarda su lujoso féretro, en la capilla ardiente de su Rotonda.
Aparte de la advertencia con que se abre, la serie comienza con una nota irónica, situándonos en el Army Medical Museum, de Washington, D. C. durante el año 1969, en cuya bodega se realiza labor de mantenimiento, cuando uno de los empleados deja caer una caja, de la cual rueda un frasco que el supervisor recoge y trata de leer en su borrosa etiqueta: “Charles J. Guiteau. Cerebro”, escrito a mano con una bella -y desusada- caligrafía Palmer. En seguida se pregunta: “¿Quién carajos es Charles Guiteau?”.
El Guiteau que interpreta Macfadyen (conocido por interpretar a Athos, en “Los tres mosqueteros” y a Mr. Paradox en “Deadpool & Wolverine”) es un mentiroso, perdedor y tramposo de poca monta, capaz de robarle una fuerte cantidad de dinero a su hermana y cuñado para llevar, momentáneamente por supuesto, una vida de lujos mientras lo sacan a patadas del congreso, en donde aspira a ser escuchado; en una palabra, un ser patético, cuya caricatura recuerda la del Dr. John Harvey Kellogg (que pusiera de moda los balnearios curativos y fuera hermano del creador de los Corn Flakes), que hiciera Anthony Hopkins en uno de sus papeles más invisibilizados, en la divertidísima “Cuerpos perfectos” (The Road to Wellville, Alan Parker, 1994), pero con una fuerte carga emocional. Su Guiteau contrasta con la dignidad con la cual se retrata a Garfield, en quien depositan su fe por un auténtico cambio los exesclavos, recientemente liberados (y veteranos de la Guerra de Secesión), así como las clases más bajas y el ciudadano de a pie, que se identifica con sus propuestas.
Pero Garfield no la tiene fácil. Lo rodean seres abyectos, abundantes en cualquier ambiente político, como el asqueroso y vulgar Chester A. Arthur (Nick Offerman), supervisor (y principal extorsionador) de los muelles de Nueva York, impuesto por la cámara a Garfield, para la fórmula republicana de presidente-vicepresidente, que se considera, una vez alcanzado el puesto, como mera figura decorativa (“besar bebés, disfrazarse de Santa”) y hace lo posible por evitar, a toda costa, el “agujero de mierda del Capitolio”.
“Para prevenir el porvenir de esta nación ¡Igualdad de oportunidades como derecho común! ¡Unámonos todos y actuemos!”, clama Garfield en su discurso de campaña, mientras Guiteau, arrobado, lo escucha y aplaude. Si como espectadores estamos enterados que será él, precisamente, quien dispare contra Garfield, la escena se lee con un dejo de amarga comprensión. Igualmente, los primeros furores de xenofobia se hacen presentes, como en la manifestación que se planta en la granja del candidato, clamando la expulsión de la mano de obra china, que deja sin trabajo a los estadounidenses “de verdad”, postura que Garfield apoya, y a la que se opone una decepcionada Molly (Laura Marcus), hija suya, que se permite la empatía por aquellos a quienes esta medida dejará sin empleo.
En una época en la cual el único medio expreso para conocer la marcha electoral era el telégrafo, con la gente ávida de noticias y agolpada en suspenso, en el vestíbulo del Fifth Avenue Hotel, y un pregonero, situado en el balcón, comunicando los avances, nos percatamos que este aspecto no ha cambiado mucho, en una democracia auténtica, donde la participación ciudadana se entrega por completo.
La mirada irónica de la serie se extiende a las escenas de sexo enloquecido, cuya comicidad es patente, correspondientes a la Comunidad Utópica de Oneida, a la cual, por algún tiempo, perteneciera el oportunista Guiteau, a cuyo creador, John Humphrey Noyes, debemos, por cierto, el término de amor libre. Guiteau abandona la comunidad, ante la negativa, por parte de las mujeres, de acostarse con él. “Ríanse, algún día mi nombre será conocido por toda la nación”, exclama, amargamente. Posteriormente lo veremos contemplando el sombrero de Abraham Lincoln -el primer mártir de la política americana- durante la noche de inauguración del Smithsonian Institute, en la cual se exhiben las reliquias del país. Guiteau ha roto una ventana para colarse en la exclusiva reunión e intentar hablar con Garfield, pero, una vez más, es echado del lugar, al descubrirse el desaguisado (tiene la mano herida), y no llevar invitación encima. ¿Qué había en común entre estos dos hombres tan disímbolos? Ambos habían nacido en la desgracia. ¿Qué los separaba? Ambos habían tratado de escalar por la angosta escalinata de la meritocracia. Uno de ellos lo había, logrado, él otro había fracasado. Las personalidades también eran distintas. En la serie se idealiza la figura de Garfield, remarcando su honorabilidad, mientras se subraya la inclinación a la auto humillación pública de Guiteau. No podemos reprocharle a los guionistas la simplificación de las circunstancias que rodearon las vidas de estos personajes, como tampoco podemos hacerlo con el “Amadeus” (1984) de Milos Forman, que trata más sobre las motivaciones de Salieri que las de Mozart. Para efectos dramáticos, Guiteau es una especie de payaso sudoroso, siempre lamiendo las botas de alguien encumbrado, contrapuesto a Garfield, que realmente quiere eliminar la corrupción. “Pícaro, oportunista y plaga”, lo llama el circunspecto secretario de Estado James G. Blaine (Bradley Whitford), pero la carta de Guiteau, profundamente decepcionada, que le escribe a Garfield, no carece, en absoluto, de verdad, pues se ha rodeado de la peor calaña, que sólo quiere hacerle caer. “Dios me concedió un propósito especial, un destino que espera cumplirse. La nación pide ayuda a gritos. Si el presidente se niega a oír su llamado, si él no quiere arreglarnos, pues tal vez… tal vez sea el presidente mismo quien necesita arreglo”. Uno de estos políticos corruptos era Roscoe Conkling (Shea Whigham) quien, en unión con Chester A. Arthur, había conformado un dueto poderoso y se ve afectado, debido a las reformas de Garfield, al ser depuesto como recaudador. Los enemigos del presidente, en su cruzada anticorrupción, crecen de esta forma en número.
Guiteau compró un revólver Bulldog calibre 44, de doble acción, con empuñadura de marfil porque “se vería bien en un museo”, pensando en su papel como objeto histórico, de redención, y en su firme convicción en que sus acciones cambiarían el rumbo de la historia. La mañana del 2 de julio de 1881, en la estación de ferrocarriles de Baltimore y Potomac, desde la cual el presidente pensaba viajar en busca de un clima más benigno para su esposa enferma, y cuyos movimientos eran ventilados por la prensa, Guiteau le disparó a Garfield dos veces. Una bala le rozó el brazo, otra penetró su espalda, alojándose en el abdomen y rompiéndole una costilla. Ninguna herida fue grave, pero la incompetencia de los médicos, que no pudieron extraer las balas, ensanchando la herida, lo mataron. Fue ese el alegato de Guiteau -que no aparece en la serie, hay que señalar-, además de su creencia en haber “salvado la república”, la defensa principal que utilizaría durante el juicio. Las escenas de la preparación previa -mental y de tiro de práctica-, de Guiteau, son estándares, sin alcanzar el tremendismo del Travis Bickle de Robert De Niro en “Taxi Driver” (Martin Scorsese, 1976), a la vez que las escenas de la extracción de la bala rozan el gore más cruel y despiadado, y la figura del mediocre Chester A. Arthur, crece, cambiando su vida para mejor, arrepentido de haber apoyado a los opositores del presidente, hasta lograr terminar la labor iniciada por Garfield, y sentar las bases para un cambio que, realmente, continúa beneficiando a los ciudadanos de los Estados Unidos actuales. Su entrega recuerda la de Claudio, emperador romano a pesar suyo, cuya historia se cuenta en una de las mejores series de la historia “Yo, Claudio” (Jack Pullman, 1976), adaptación de la BBC, así mismo, de una de las mejores novelas históricas, debidas a la pluma tan erudita como amena de Robert Graves. El historiador Ari Hoogenboom, escribió sobre Garfield: “Mitad reformista, mitad spoilsman; mitad moralista, mitad corrupto, Garfield fue difamado como un político sombrío y deificado como un noble mártir. Ambos retratos están plenamente justificados”. Bien pudo referirse al emperador Claudio mismo.
Personajes secundarios, importantes también para la historia dentro y fuera de pantalla, desfilan por la serie, como el abolicionista negro Frederick Douglass (Vondie Curtis-Hall), Charles Burleigh Purvis (Shaun Parkes), el primer médico negro en obtener un puesto directivo en un hospital del país, a cuyos métodos avanzados (anestesia, lavado de manos y esterilización de instrumentos) desdeñó el carnicero Dr. Bliss (Zeljko Ivanek) quien, prácticamente, torturó hasta la muerte, con sus técnicas medievales, al desgraciado Garfield. También hace su aparición Alexander Graham Bell, con una máquina precursora en detectar metales, que resulta inútil para localizar la bala perdida en la pobre anatomía del presidente herido.
A Garfield, debido a lo poco que logró hacer como presidente, los historiadores lo han calificado como a un político mediocre. Su encumbramiento inmediato se debió más a un estado mental y sentimental que a cualquier otra razón. Las similitudes con el caso del asesinato del candidato Colosio, en México, son evidentes. El dialogo que se suscita entre Crete (Betty Gilpin), viuda del presidente, cuando visita en prisión a Guiteau y este, carece de sustento histórico, pero pone énfasis la consciencia de intrascendencia histórica de su marido, así como de la nula acción en el continuum de parte de su asesino. Es una escena de damnatio memoriae que roza la tragedia.
Con parecido a una fábula, “Muerte por un rayo” no sólo reconstruye un episodio olvidado de la historia americana, sino que nos recuerda que el poder y la ambición, disfrazados de idealismo o de fe, pueden ser igualmente destructivos. Entre la devoción ciega y la corrupción abierta, nos obliga a mirar en el espejo de la historia y a preguntarnos si, al final, la verdadera tragedia no es la muerte de un hombre que se preguntaba si pasaría a la historia, sino la persistencia de los mismos vicios que lo mataron.

