Por Sergio Huidobro
Desde Morelia
Es una paradoja interesante que el rodaje de “La camarista”, la opera prima de Lila Avilés, se pareciera tanto al silencioso e invisible oficio de su personaje principal: hacer camas, limpiar baños, cambiar toallas y limpiar lo que sea que haya que limpiar (léase bien: lo que sea) antes de que cualquier otra alma se aparezca por ahí, de modo que el huésped, cuando vuelva a abrir la puerta de su habitación, lo encuentre todo como si el viento lo hubiera ordenado todo con la precisión inmaculada de una foto de catálogo. Alguien hizo ese trabajo, pero su eficiencia radica en que esa persona sea invisible, anónima, que no deje huella.
La cinta, rodada en solo 17 jornadas al interior de un hotel ejecutivo de cinco estrellas en la Ciudad de México (como marco para comparar, una película regular en México, ocupa un mínimo de 40 días de trabajo para su fotografía principal, y más de cien en el caso, excepcional, de la Roma de Alfonso Cuaron), se hizo en esas mismas condiciones: el equipo técnico, de menos de una decena de personas, ocupaba los cuartos desocupados y los espacios y pisos vacíos del hotel para filmar. Si la habitación en la que estaban llegaba a ocuparse, tenían que tomar todo y moverse con técnicas de guerrilla.
A pesar de esta condición, es imposible pensar en “La camarista” como una película hecha con premura o poca planeación. La meditada sencillez de su puesta en escena, la tranquilidad sabia de su montaje, la penetración emocional y reflexiva que acumula con paciencia y precisión, la fina estructura de hilos silenciosos que teje, trenza y estira hasta conseguir golpes de efecto imposibles de esquivar, denotan una película que ya incubaba todas sus virtudes desde que era un guion en papel, e incluso antes.
Decir lo que cuenta ese guion es disminuir sus efectos: lo que narra es el dia a dia de Evelia, Eve para sus colegas (Gabriela Cartol), mientras trabaja en silencio al interior de las habitaciones del hotel que ya describimos. Toca puertas sin esperar respuesta. Cambia colchas sin saber nunca quien ha dormido en ellas. Recoge los papeles sucios, las colillas y las toallas mojadas por personas a las que rara vez les pondrá rastros.
Poco a poco, el personaje se dibuja frente a nosotros, en susurros accidentales, casi por descuido: tiene 24 años, un hijo, alguien que lo cuida y poca escolaridad, vive lejos de su lugar de trabajo, es ahorradora. Tiene un sueño: que la asignen como encargada del piso de suites VIP, no para conocerlas ni para limpiar los despojos de los famosos, sino para completar el ingreso. Apenas sabemos nada más, pero no lo necesitamos: en ese momento, la vida de Eve ya se apodero de la nuestra.
“La camarista”, una de las revelaciones mayores de la competencia en el FICM, está precedida por el rumor de los aplausos en festivales como Toronto y San Sebastian. Morelia, que representa su estreno mexicano, es apenas una escala en una larga lista de festivales que ya la han seleccionado en al menos tres continentes. No es difícil adivinar por qué: la universalidad de su relato hace de los hoteles, esos no-lugares por excelencia, una inesperada incubadora de humanismo. La cinta llegara el próximo ano a las salas con distribución de Cine Canibal.