Por Pedro Paunero
Después del fracaso de taquilla de “Matilda” (1996), que fuera dirigida e interpretada por el gran Danny DeVito -en la película como el indiferente y, a la vez cruel, Harry Wormwood, vendedor de autos, entregado a la estafa, y padre de la pequeña prodigio, encarnada en Mara Wilson, que actúa con una ternura impresionante-, vino el musical de la Royal Shakespeare Company. Estrenado en Broadway, este espectáculo se hizo ganador de siete premios Olivier y cinco Tonys, con canciones escritas por el músico Tim Minchin, con un libreto del también guionista de la BBC y HBO, Dennis Kelly, que se convertiría, precisamente, en la fuente de “Matilda, de Roald Dahl: el musical” (Roald Dahl’s Matilda the Musical, 2022), dirigida por Matthew Warchus para TriStar Pictures y Sony, y distribuida por Netflix.
Matilda, con Willy Wonka, se había convertido, desde que la película de DeVito pasara al VHS, en el personaje más entrañable y querido del novelista Roald Dahl.
En esta segunda adaptación, Matilda es interpretada por Alisha Weir, quien, si no logra empatizar con el público al grado que hiciera Mara Wilson (encasillada para siempre en dicho papel), si ofrece momentos de ternura y, sobre todo, de grandes dotes para la canción. Y es que, lo que parecería una mala idea, como esta de llevar al cine un musical, por muy premiado que fuera, de Matilda, no resulta tan equivocada, después de todo.
Se sigue la trama conocida que, en esta ocasión, comienza con un eco de ese divertido despropósito titulado “Mira quién habla” (Look Who’s Talking, Amy Heckerling, 1989), con unos bebés recién nacidos en sus cuneros, cada uno presumiendo de ser el preferido de sus padres, a la vez que Zinnia Wormwood (Andrea Riseborough), a punto de dar a luz, se niega a creer que está embarazada, y que Harry (Stephen Graham), su esposo -con unos globos que dicen “niño” -espera un hijo varón. Desde entonces, sus repelentes padres renegarán de ella y, en las pocas ocasiones que le presten atención, será para maltratarla -su padre la llama “niño”, le enseña mecánica automotriz y su madre, como la mujer frívola que es, desea que aprenda maquillaje-, por lo que la niña emprenderá un camino solitario. Matilda se hace amiga de la señora Phelps (Sindhu Vee), poseedora de una biblioteca rodante, lo que le permite leer varios libros al día, mientras sus padres lo considerarán una rasgo más añadido a su desgracia. Cuando unos enviados de la inspección escolar obligan a los padres de Matilda a asistir a la escuela, la dulce maestra Miel (Lashana Lynch) -de ahí su nombre obvio- será su aliada. La gran imaginación de Matilda logra trasladar -literalmente-, a la señora Phelps (su único auditorio) y, con ella, al espectador, a la historia de Magnus, el escapista (Carl Spencer) y de su amada, la acróbata (Lauren Alexandra), a la que esta adaptación presta especial atención, como reflejo de las huidas constantes de la realidad a las que se enfrenta la niña. En la escuela, una especie de campo de concentración infantil -su directora, la señorita Tronchatoro (Emma Thompson), es una ex campeona olímpica de lanzamiento de martillo, que viste como agente femenina de la Gestapo-, la maestra Miel comprende que Matilda no sólo es una niña prodigio, sino una dotada con poderes telequinéticos.
Con todo y que la película sea la historia de Matilda, una niña genio -con quien cualquier niño con estas dotes, enfrentado a la desazón intelectual de la incomprensión escolar puede identificarse-, la película, en realidad, pertenece a Emma Thompson (ganadora del Globo de Oro, el Emmy, el BAFTA y el Óscar) quien, en cada escena que aparece, opaca a los demás actores con su presencia y su paródica actuación de malvada, por encima del material musical que, por fortuna, no llega a ser empalagoso. “Matilda” constituye, así, el mismo caso de “Amadeus” (Milos Forman, 1984), que intentaba narrar la historia de Mozart y terminaba contando la de su supuesto, y envidioso, rival, Antonio Salieri.
En esta adaptación, hay que destacar el tema “Al ser mayor” (When I Grow Up), en el cual se expresa la inocencia de los infantes, que desean crecer y ser adultos, para dejar atrás la “carga ” que les supone ser niños y enfrentarse a las responsabilidades escolares.
Esta “Matilda”, un poco más parecida a “Carrie” -y sus compañeros, que no llegan a desbocarse como aquellos rebeldes de “Pink Floyd. The Wall” (Alan Parker, 1982) o, más profundamente, como los “diablillos” escolares de la obra maestra “Cero en conducta” (1933), de Jean Vigo- logra conmover y convencer, sin llegar, empero, a emular la fuerza de su predecesora.
“Matilda, el musical”, es un espectáculo navideño, familiar y disfrutable, pero que difícilmente entrará en el listado de los mejores musicales de la historia.