Por Daniela Muñoz

En nuestra larga, bien nutrida y riquísima historia cinematográfica nacional, un motivo se repite instintivamente, obcecadamente, casi obsesivamente. Ese motivo es el amor, y aunque toma diversas formas a través de los centenares historias en que ha servido como línea argumental de un relato, es siempre concebido de forma disímil por cada realizador que le tome como leit motif de su creación.

Afincadas en legendarias pasajes literarios, basadas en multipremiados textos, o bien, escritas específicamente para la pantalla cinematográfica, las historias de amor han sido la palestra predilecta no solo para tramas melodramáticas en el cine mexicano, sino para muchas otras de diversos géneros que -aunque no evidencien en un principio que es el amor el objeto central de su argumento-, sí encuentran en la pujante filia el pretexto para desarrollar trabajos cinematográficos que revelan al amor (y a todo aquello que le es correlativo) como como motivo de la existencia, hecho que se ve manifestado en muy diversas formas: En el coraje para trascender, en el motor para evitar claudicar en situaciones complejas, en episodios donde es menester conquistarse a sí mismo. En una palabra: Es el amor la pulsión de vida a la que nadie debería ser indiferente.

Cierto es que nuestra idiosincrasia, tan dada a la exageración y a la sublimación de sentimientos con cariz de emoción trágica (mientras más trágica, mejor), revela claramente que la historia de nuestra cinematografía, al menos en la primera mitad del siglo XX, pudo ver cabalmente cumplida esta premisa. Los primeros escarceos de un cine que en realidad no era más que teatro fotografiado, posteriormente la llegada del primer cine sonoro que permitiría otras licencias a los realizadores, los ejercicios experimentales que trajo consigo el expresionismo alemán, y finalmente, volteando ya a nuestra propia historia nacional, comenzaríamos a ver las primeras etapas de nuestra cinematografía, plagarse de personajes-tipo que en la mayoría de los casos, gustaban de llevarse al extremo, acaso para cimentar de mejor forma su fuerza dramática. Así, se poblaba el novel celuloide mexicano de Santas y de mujeres del puerto, de Suavecitos o de Pacos cinturitas cínicos y violentos,  de madrecitas abnegadas protagonistas de melodramas lacrimógenos, de rumberas y pecadoras pobres pero dueñas de su sexualidad, de mujeres fatales que con sus encantos casi diabólicos llevan a los hombres al paroxismo o a la ruina, o ya del lado opuesto, de parejitas amarteladas tipo Romeo y Julieta, e  incluso primaría en muchos relatos la historia de La Cenicienta y/o su sucedánea, la de La Bella y la Bestia.

En cualquier caso, parece que como mexicanos, nuestros contactos y escarceos amorosos, producto de nuestro visionado histórico del cine nacional (y quizá mundial) naturalmente han delineado nuestra idea del amor bajo el innegable signo de lo trágico. Sin embargo, aunque la tragedia es evidente en la historia de nuestro cine, encontramos muchas otras historias cuya línea argumental no se apoya ex profeso en el género, aunque sí se ve aderezada de él. De esta manera ofrecemos, con ocasión de este 14 de febrero de 2024, una lista de 5 películas mexicanas de amor en pareja que reviste ideas más complejas y mejor delineadas que las típicas tramas planas que son la base para pedestres intentonas de comedia romántica, que, desafortunadamente, contemplamos hoy como mudos e impasibles testigos, en las marquesinas de las cadenas de los cines comerciales. Aunque nuestras películas seleccionadas se ordenaron cronológicamente, no responden a otra temática que no sea, meramente, el amor y sus diversas formas de expresión argumental y visual. Por ello, y en el mejor ánimo de recuperar obras maestras del cine nacional, o bien, cintas poco conocidas en las que, tras leer esta reseña la audiencia pueda interesarse, presentamos los siguientes títulos. Disfruten, ¡feliz Día de San Valentín!

Daniela Muñoz

  1. Una familia de tantas (Alejandro Galindo, 1948)
  • A LA DEFENSA DEL AMOR

Como bien asentó el historiador Francisco Peredo, Alejandro Galindo fue un alma rebelde en el cine mexicano. Prueba de ello no es solo la cinta que nos ocupa, sino otros filmes inspiradores y al mismo tiempo críticos de nuestras múltiples taras como sociedad; ello puede comprobarse en Doña Perfecta, Espaldas mojadas, Campeón sin corona o ¡Esquina, bajan!, metrajes en los cuales el realizador regiomontano hizo franco acopio de algún personaje que destacaba por su frescura, por su vigor y valentía, por tomar las riendas de su vida para afincarse un sitio en la sociedad y para alejarse de moldes y prejuicios que no hacían más que evitarle crecer como ser humano. En una palabra, incluía personajes disruptivos en sentido positivo, que encarnaban los signos más evidentes de la modernidad y la apertura, propia del México urbano de los años 50’.

Por qué hay que verla: Habiendo descubierto a la joven Martha Roth en un concurso de quinceañeras donde fue declarada la reina del colegio, Galindo había encontrado a su Maru, personaje que, de ser una víctima de enfermizas represiones familiares cuasiporfirianas, va creciendo en espíritu y en temperamento merced el amor que infunde en ella Roberto Del Hierro (David Silva, estupendo), logrando conquistarse a sí misma y sus temores infantiles para finalmente convertirse en una especie de émulo femenino de la personalidad del propio director: Maru es capaz de elevarse por encima de las convenciones asfixiantes que impone sobre ella y su familia su padre Rodrigo Cataño (Fernando Soler), y logra salir del hogar familiar para casarse con quien ama. Soler, en uno de los papeles más elocuentes de su carrera, personifica al patriarca opresor; es la estampa de la defensa irreflexiva de los más rancios ‘valores familiares’ de la primer década del siglo XX en medio de una Ciudad de México boyante, moderna y urbanizada. Aún con todos los pronósticos en contra, Maru es capaz de hacerle frente a su propio padre para defender el amor que tocó a su puerta en forma de un optimista y progresista vendedor de aspiradoras (el aludido Del Hierro), quien a su vez complotará con la nana de la familia, Guadalupe (Enriqueta Reza, cuya excelente interpretación le valió un premio Ariel) un bien trazado plan cuyo quid será la venta de un refrigerador a la familia, para así tener pretexto nuevamente de entrar al hogar de los Cataño y buscar luchar al lado de la valiente Maru para lograr estar juntos.

El dato: La manera casi abrupta en que la cinta finaliza, con el diálogo entre la madre deMaru, doña Gracia (interpretada por Eugenia La negra Galindo) y el propio Fernando Soler, resulta francamente forzado, pues la impasible madre, de haber soportado sin rechistar absolutamente toda imposición de su marido sin importar los alcances, se saca de la manga una reflexión sumamente preclara acerca de las libertades que los padres deben brindar a los hijos para que éstos las gocen desde su niñez (acción que evidentemente, ellos como padres nunca han ejercitado); y a continuación afirma (presa acaso de una epifanía, supongo) que ‘ahora ve todo bien claro’ y que a partir de ese momento, a los hijos que le quedan en casa, ‘no se les prohibirá nada’. Es bien sabido que una serie de ‘buenas conciencias’ en el aparato censor nacional, atacaron enconadamente a Galindo y le impusieron suavizar el final, so pena de cortar parte de la película, pues alegaban que el deseo del director era arremeter contra los valores morales de la familia mexicana.

  1. Del brazo y por la calle (Juan Bustillo Oro, 1956)
  • DEL RESENTIMIENTO AL PERDÓN

Basada en la obra teatral homónima del chileno Armando Mook, Del brazo y por la calle fue poco menos que un logro cinematográfico para Bustillo Oro, quien atestiguó casi veinte años antes la puesta en escena en cuestión, presentada por la compañía de María Teresa Montoya, interpretando ella misma el papel de María, y haciéndose acompañar de Fernando Soler en el rol de Alberto.

La característica más acusada, y evidentemente la más destacable de esta historia, es que solo cuenta con dos personajes, los aludidos María y Alberto, una joven pareja que ha contraído matrimonio cerca de dos años antes de que se nos presente la trama. Como pieza teatral no representaba gran complicación, dada la unicidad del escenario como espacio de la acción. Sin embargo, traducir la historia a lenguaje cinematográfico podría haber representado un riesgo si no se hubiese logrado dotar a la cinta de otros elementos que le confirieran personalidad, como un telón de fondo adecuado para el desarrollo de las acciones y dos actores experimentados que fueran capaces de trascender del acartonamiento teatral al dinamismo de la imagen en movimiento. Bustillo Oro logró su cometido, en gran parte por haber decidido incluir a la propia ciudad de México -a decir de él mismo- como el tercer actor en esta cinta, capital para que la trama cobrase dimensión y para hacernos partícipes del hartazgo progresivo del que es presa el personaje de María a medida que la acción avanza.

Por qué hay que verla: María (Marga López), es el personaje sobre el cual recae el protagonismo en la historia. Hija de una familia de clase acomodada, está destinada a contraer matrimonio con uno de los varios potentados que la pretenden. Sin embargo, ella se ha enamorado de Alberto (Manolo Fábregas), con quien a la postre se casa, dedicándose a partir de ese momento, al hogar, y es su vida de casados la que la trama nos presenta. Alberto es un pintor soñador pero mediocre, cuya existencia discurre, dada su mala suerte como artista, en limitarse a hacer anuncios publicitarios igualmente mediocres para agencias que pagan muy baratos sus servicios. Autocompadeciéndose la mayor parte del tiempo y maldiciendo crónicamente su mala suerte, Alberto es incapaz de dar golpe para cambiar su destino, o para, al menos, conseguir un empleo que resuelva la penosa situación de la pareja, pues viven en un cuartucho de azotea miserable, mudo testigo de todas sus penurias. La pobreza, la frustración de ambos, la poca habilidad para gestionar su unión de mejor manera dada su juventud e inexperiencia, hacen que las peleas sean cosa de todos los días. María le recrimina a Alberto la triste situación, la desdicha en que vive; no pierde ocasión de recordarle la nutrida caterva de pretendientes que rechazó para casarse con él, y le espeta constantemente el hecho de no solo no estar a la altura de las circunstancias, sino de ni siquiera poseer un dejo de valentía y coraje para mejorar su situación económica, misma que da al traste con su vida matrimonial.

Es en este tenor que podemos atestiguar -como deseaba Bustillo Oro-, cómo la ciudad se convierte en un tercer personaje, pues brinda los elementos visuales y sobre todo, sonoros, que permiten materializar el desaliento y el hartazgo del que María es víctima: El silbido a la salida y llegada de los trenes en Nonoalco; la sierra del vecino carpintero que no para de trabajar hasta entrada la noche; la molesta gotera en el grifo de la pileta, que de ser un sonido casi insignificante, se magnifica conforme lo hacen las frustraciones de la protagonista. Por todo lo antedicho, el clímax llegará cuando una vecina, fingiendo condolerse de la situación de la joven, la invita a una reunión en su apartamento, que es en realidad una casa de citas clandestina, hecho que Maria ignora completamente. Una vez ahí, al calor de la música y de la diversión, la joven se embriaga y pierde el juicio, despertando horas después sobre una cama, con el vestido desagarrado y con un puñado de billetes sobre el buró al lado suyo. De inmediato comprende lo que ha pasado, y sale del lugar llorando y maldiciendo su suerte. Tras la secuencia del connato de suicidio que emprende (trata de ponérsele enfrente a un tren para ser arrollada) en que la estupenda fotografía de Ezequiel Carrasco nos muestra tomas fenomenales del barrio de Nonoalco al caer la noche, María logra conservar su ser y volver a casa decidida a contarle la verdad a Alberto. Éste, que habiendo llegado más temprano al hogar no la encuentra, decide salir a buscarla por las calles aledañas. Un interesante juego de imágenes opuestas en claroscuro nos revela a ambos personajes en contrapunto deambulando por el barrio, estando ella ubicada al lado de las vías del tren y él en un puente elevado sobre las mismas, pero sin nunca encontrarse, hecho que ayuda a jugar con la idea de cuán cerca, pero sobre todo, cuán lejos, están desde hace tiempo uno del otro.

Finalmente, ambos vuelven al hogar y ella le relata a él lo que ha ocurrido. Alberto se siente deshonrado, y tocando el paroxismo, María le suplica que la mate. Sin embargo, y en un inesperado twist de la historia, el hecho de que a María la haya poseído otro hombre parece detonar en Alberto un ánimo febril que lo lleva a sexar con su esposa como nunca antes. A la mañana siguiente, él toma un arma que ha tenido guardada por años, diciendo a María que, dado que ambos han trocado su amor en algo indigno, lo conducente es ejecutar un suicidio conjunto. Ella accede. Sin embargo, se nos presenta in extremis el flashback de sus recuerdos: El día en que se conocieron, dialogando ambos y recordando con cariño qué fue lo que los unió. La elocuente imagen que evocan ambos de la casi derruida iglesia de barrio en donde contrajeron matrimonio, ‘que siempre ha necesitado que la apuntalen’ pero que se resiste a caer ante los embates del tiempo y de las circunstancias, es el émulo de su propia relación, que finalmente, se niega a caer a pesar de todo.

El dato: Bustillo Oro relató alguna vez en su libro Vida cinematográfica que en el preestreno de la cinta, en un abarrotado cine Alameda, la concurrencia le brindó una reprobatoria rechifla al llegar la escena en que Alberto cede a esa ‘pasión innoble’ (palabras del director), en que tras saber que María ha sido ultrajada, se entrega a la pasión con ella en forma irrefrenable, como si de recuperar un preciado objeto -al que antes ignoró olímpicamente-, se tratase. Al respecto, el director comenta: ‘La reacción de los espectadores me agarró por sorpresa. Se indignaron. No en contra de la realización, sino en sentido moral. Los ofendió el ‘consentimiento’ de Alberto. Vocearon su censura de machos dignos lanzando burlas, ridiculizando la desvergüenza del amante ofendido.’ 

  1. Pueblerina (Emilio Fernández, 1948) 
  • LA POÉTICA VISUAL DEL AMOR

Las diversas crisis que ha padecido -y padece, hoy ya crónicamente- el cine mexicano, son hechos episódicos que se han sucedido paulatinamente, y los idus de los años 40’ a este respecto tampoco fueron la excepción. De esta suerte ocurrió que, cuando a Emilio Fernández le se le comunicó que para su próximo proyecto fílmico iba a ser imposible que contara con sus estrellas habituales (Dolores Del Río, Pedro Armendáriz, María Félix, et al) por una evidente carencia de recursos de producción en el primer circuito cinematográfico, el siempre recursivo Indio tuvo que echar mano de noveles actores que evidenciaron no solo una poderosa fuerza histriónica en pantalla, sino un par de interpretaciones memorables que hicieron de Pueblerina la obra más acabada en la factura cinematográfica de la triada Fernández-Magdaleno-Figueroa.

Por qué hay que verla: Luego de que el Indio peleara a capa y espada la inclusión de Roberto Cañedo como el protagonista masculino de la cinta (actor hasta ese momento desperdiciado y a quien no se le había concedido un papel principal a pesar de sus buenas hechuras actorales), el Aurelio interpretado por Cañedo se volvió el arquetipo del hombre valiente, amoroso, responsable y fiel; del ranchero honesto y despojado de todo machismo, que es acusado injustamente y recluido en la cárcel seis años tras herir al hombre que ultrajó a su amada, Paloma (Columba Domínguez).  Al salir de prisión, Aurelio vuelve a su pueblo con la única aspiración de trabajar en paz la tierra y de reencontrarse con su antiguo amor. Sin embargo, al llegar, sus desventuras se acrecentan, pues tras encontrarse con la funesta noticia de que su madre ha muerto, se topa además con su antigua propiedad derruida. La cauda de eventos desafortunados no cesa, pues los hermanos hacendados que han deshonrado a Paloma, al saber que Aurelio ha vuelto, notifican al pueblo entero que nadie ha de comprarle su cosecha, ni ayudarle en sus proyectos, ni fungir como su amigo, so pena de imponer sobre quien lo haga una inmediata muerte social, con lo que el protagonista se vuelve de inmediato un marginado, así como todo aquel que se acerque a él.

 A la sazón, Paloma, quien vive en una choza alejada de toda la gente del pueblo por vergüenza y castigo autoimpuestos producto de las más acendradas taras sociales de la época, cuida a su pequeño hijo Felipe (Ismael Pérez Poncianito), mismo que fue engendrado en la violación de que fue objeto. Paloma elude a Aurelio también por vergüenza; pero él, en pleno despliegue de un anómalo pero sensible comportamiento -que, puedo afirmar, ninguno de los personajes masculinos concebidos previamente por Magdaleno y Fernández, habían expuesto-, Aurelio no solo es capaz de soportar desplantes y perdonar injurias, sino que, en el punto más alto de su solidez como personaje, no tiene empacho alguno en volver a buscar a Paloma y aceptar cuidar y proteger a un hijo que no es suyo, hecho que resulta, insisto, poco menos que insólito en el cine costumbrista que nos ocupa. Es así como una trama revestida de sencillez logra sorprender y al mismo tiempo cautivar, a partir de que los amantes vuelven a encontrarse y poco a poco reaprenden a convivir ante las nuevas circunstancias, las cuales enfrentan juntos con la mayor dignidad de que son capaces, a pesar de la maledicencia y la deliberada mala fe que les prodigan a cada momento los habitantes del pueblo, instigados por los villanos que ultrajaron a Paloma.

Pueblerina es, en mi opinión, nada menos que la obra maestra de Emilio Fernández. Contra todo pronóstico, el Indio logró lo que muchos creían que no podría hacer sin un gran presupuesto y sin el cobijo del star system mexicano, al que había estado tan acostumbrado. Además, a todo anterior se sumaban ciertas voces detractoras que lo acusaban de haber perdido la mística, además de que en múltiples ocasiones,  no había sido capaz de recuperar en taquilla la inversión hecha por las productoras. Sin embargo, Fernández se levantaría por encima de quienes recelaban de su capacidad de adaptarse a las desventajosas circunstancias económicas del momento, encontrando en Pueblerina el pleno dominio de sus facultades como realizador, en gran medida por ser éste un guion que carecía de todo rebuscamiento y de toda pretensión (además de estar totalmente desprovisto de atisbos nacionalistas, siempre tan habituales en las facturas de el Indio). De hecho, el filme goza de la enorme ventaja de la cual debería echar mano todo aquel director que se precie de ser tal: El despliegue total del lenguaje cinematográfico, es decir, la imagen que prima sobre el diálogo. Pueblerina debe ser posiblemente una de las cintas nacionales que posean menos diálogos que imágenes, lo cual hace al espectador ejercitar su capacidad de interpretación así como su sensibilidad, con respecto a aquello que está presenciando. Prueba de lo anterior, por ejemplo, es la secuencia en donde Aurelio lava su ropa en el río y Paloma, para hacerle saber que lo aceptará como su marido, toma la ropa para ser ella quien la lave, lo cual en esta trama es concebido como un acto de amor, no de sumisión. De principio a fin no existe un solo diálogo en esta escena. No es sino hasta que ella vuelve con la ropa limpia y se la entrega a Aurelio, que él declara: ‘Qué hermoso huele la ropa; huele a tus manos, Paloma’, en el culmen mismo de la ternura que el filme le imprimió al melodrama rural.

El preciosismo de la cinta recayó no solo en la certera dirección de actores de Fernández, sino, una vez más, en la siempre atinada estética fotográfica de Figueroa, quien contribuyó con las composiciones derivadas del arte pictórico nacional que encontraban su epítome en la perspectiva curvilínea de Gerardo Murillo Dr Atl, propuesta que el renombrado fotógrafo aprovechó para delinear los paisajes idílicos y evocadores que convirtieron a este filme en un poema de la cinematografía nacional.

El dato: La escena más poderosa de esta cinta (aunque por supuesto, es complejo seleccionar) es, en mi opinión, la secuencia de la fiesta de bodas frustrada. En esa larga escena, los protagonistas bailan El palomo y la paloma, en un templete tan bien adornado para la fiesta, como tristemente desierto, puesto que nadie acudió a celebrar con ellos. El desvanecimiento de Paloma en medio del baile con su esposo, entre sollozos, resulta más que elocuente para ilustrar los efectos del escarnio y la condena social de que la pareja es objeto. Así, mientras Paloma llora, Aurelio se embriaga, algo inusual en él. Sin embargo, antes de perder el juicio por la tristeza y el dolor, toma la guitarra y juntos cantan Tú, solo tú, pieza hasta entonces inédita que se convirtió en un éxito tras haber sido dada a conocer en esta cinta. La escena es de tan potente sensibilidad, que como espectadores, logramos empatizar de inmediato con el dolor y la desazón de la pareja, que a pesar de todas las fechorías a las que es sometida, llega al punto de comprender que está llamada a un mejor destino. Estando siempre juntos, que es lo único que necesitan para sobrevivir en cualquier parte, dejan atrás la penumbra que representa la cerrazón de quienes les desprecian, y hacia la conclusión de la cinta, emprenden el camino abierto que prefigura un luminoso porvenir.

  1. Cilantro y perejil (Rafael Montero, 1996)
    ¿REDESCUBRIMIENTO GENUINO O ‘RECALENTADO’ DE AMOR?

El amor en tiempos de crisis. Crisis es un término francamente repetitivo en la vida posmoderna, tanto así que quizá, de primeras, haya dejado de asustar obsesivamente como pudo hacerlo en épocas pasadas, debido al acelerado ritmo del discurrir vital actual en que las crisis parecen ser episodios habituales. El concepto, que es frecuente al respecto de cuestiones político- económicas en países como el nuestro y repetido ad nauseam en televisoras de cadena nacional, sobre todo con respecto a las precarias dinámicas laborales en nuestro país, ha sido capaz de migrar, y ulteriormente, de alojar en forma angustiosa, hacia la vida personal, hacia las relaciones amorosas, hacia la vida de pareja, hacia la vida familiar toda. Incluso ha permeado ya nuestras formas de sentir, de conectar (o de no hacerlo, siempre es una posibilidad), ofreciendo el pretexto perfecto para que aquellos que se autodenominan en modo rimbombante ‘incapaces emocionales con miedo al compromiso’ utilicen pedestres eufemismos como el anterior para sortear su cobardía, su nula capacidad de responsabilizarse de sus acciones (o inacciones), y puedan tomar ventaja de aquellos empáticos que, justamente por no estar tan destruidos como ellos, están emocionalmente inermes por encontrarse aún abiertos al amor.

Crisis ha sido, sigue siendo, uno de los términos en boga para definir los problemas que se antojan irresolutos en una relación de pareja. Este es justamente el argumento de Cilantro y perejil, comedia ligera llevada a la pantalla por Rafael Montero en el hoy lejano 1996. Otra crisis en esa época (la financiera) que nos dejó el salinismo, empujó disquisiciones de toda índole sobre la naturaleza de las relaciones amorosas, particularmente las de una pareja de clasemedieros yuppies del sur de la ciudad, protagonistas de esta historia, que no logran comunicar con claridad sus necesidades, sentimientos, quejas y dudas, uno al otro.

Carlos (Demián Bichir) es un joven arquitecto en pleno triunfo, estrella del despacho en el que se emplea. Justamente es la crisis económica (otra vez), lo que lo mantiene trabajando más de 8 horas diarias, entre bosquejos, juntas, planos, obras y cenas para cerrar contratos. La imperiosa necesidad de no dejar de comer, de mantener un techo sobre su cabeza y de sustentar el tren de vida al que ha acostumbrado a los otros tres miembros de su familia (su esposa y dos hijos pequeños), le compele a ser ese workaholic adicto a la leche de magnesia (por la gastritis crónica que padece) y a mantener un idilio ininterrumpido con su teléfono celular, testigo (ciertamente no mudo), del guiñapo en que se ha convertido. Descuida a su familia, casi no ve a sus hijos y difícilmente tiene contacto con su esposa Susana (Arcelia Ramírez), pues casi todos los intercambios con ella terminan en pelea. La escena inicial de la película abre justamente con el lío central, que llevará a la pareja a la separación, a partir de lo que podría fácilmente interpretarse como un capricho momentáneo de Susana, a quien podría señalársele de incomprensiva dadas las circunstancias antedichas de porqué su marido trabaja al ritmo que trabaja. Ella se emplea como una especie de auxiliar de biblioteca, y en todo caso, se nos sugiere visualmente que su trabajo no tiene el mismo nivel de exigencia que el de Carlos, que es quien carga con la responsabilidad de mantener a la familia entera.  Sin embargo, la trama nos va mostrando progresivamente que los problemas entre ellos a este respecto son añejos, y que no han logrado negociar ni gestionar una solución factible.

En la misma escena, que detonará toda la acción del filme, la hermana menor de Susana, Nora (Alpha Acosta), estudiante de Comunicación, se encuentra sosteniendo una handycam con la finalidad de entrevistar a su hermana y a su cuñado sobre sus experiencias y concepciones acerca de lo que creen que es el amor en las relaciones de pareja.  La crisis (again), hace su aparición cuando en medio de la entrevista, el teléfono celular de Carlos suena insistentemente y él debe tomar la llamada de su jefe, con lo que sale de la habitación para atender. Susana lo persigue hasta la cocina y arrebatándole el aparato en forma infantiloide, lo guarda en la nevera (que es lo que más a mano está) a la par que le espeta que quiere el divorcio. Nora capta la diatriba en video (el aparato que a partir de aquí se erigirá como real confesor de todo el reparto en la cinta) y lejos de claudicar, decide continuar con su proyecto escolar, entrevistando a otros miembros de su propia familia y amigos sobre la misma temática.  Susana echa de la casa a Carlos, quien renta un departamento en el cual se evidencia su crónica impericia y patente inutilidad para vivir solo, para hacerse cargo de sí mismo y resolver sus más elementales necesidades (confunde el cilantro con el perejil), y para soportar la soledad. Es así como una noche, invita a Vicky (Maya Mishalska), una compañera del bufete, a concluir un proyecto urgente en su recién rentado departamento, y termina acostándose con ella. Para su desgracia, olvida que a la mañana siguiente Susana llegará a tocar a su puerta para dejar al hijo con él el fin de semana. Y como era de esperarse en una construcción argumental que peca de formulaica, dicho y hecho: Susana sorprende a Carlos con Vicky, a lo que reacciona furiosa yéndose con su hijo del lugar.

La trama, que como refería no evidencia gran profundidad, y que refritea a las claras a la original El amor de tu vida, S.A. (Leticia Venzor, 1994), es válida para entretener y divertir, tomando como palestra dos temas que aún hoy, siguen estando de moda en las temáticas argumentales (con sus variaciones espacio-temporales) en producciones fílmicas y seriales nacionales e internacionales: La precarización de la vida urbana fuertemente nutrida con la guerra de los sexos, así como la consecuente crisis (ya van cuatro) de las relaciones humanas en general. Además, las divertidas y agudas intervenciones de Germán Dehesa -en lo que podríamos llamar su debut cinematográfico- que aparece como un hábil e incisivo psicoterapeuta de pareja que interpela directamente al espectador sin mediación alguna, adereza positivamente la historia (sin duda es lo más memorable de la película).

¿Tiene sentido enamorarse? ¿Existe la pareja ideal? Son las interrogantes que parecen estar presentes en las correrías amorosas del reparto coral de la cinta y a las que el propio terapeuta intenta dar respuesta. Las opiniones se dividen merced la brecha generacional que divide a los personajes; es así como Nora filma las opiniones de sus padres, de sus sobrinos, de su tía abuela, de sus amigas y amigos, que ofrecen visiones diversas de esta gran aventura que es conectar, interactuar, abandonarse, sentir amor.  Justamente una historia que llama la atención por ser la más elocuente de todas (incluso más que la de los propios protagonistas) es la de la tía abuela Adela (Mercedes Pascual), quien sin siquiera proyectarlo, será el personaje secundario que cerrará la cinta enamorándose del ebanista del barrio, quien la visita frecuentemente y con quien intercambia recuerdos e historias de su pasado sin por ello dejar de vivir en el presente; y justamente habrá éxito en su historia ya que ninguno de los dos personajes pone reparos a la avanzada edad (ambos son septuagenarios) o a las posibles crisis futuras de cualquier índole que puedan sobrevenir. Simplemente deciden estar juntos sin temor a lo que venga, lo que es en sí una sapientísima decisión.

En fin. En medio de la pesquisa videográfica de Nora, aparece Melita (Leticia Huijara), la liberal amiga de Nora y de Susana, quien convencerá a la segunda de entrar en un club de solteros para conocer hombres y tener citas. A la sazón, la propia Nora es contratada por el club para hacer las grabaciones de los rostros de los solteros (pues hasta ese momento los contactos entre miembros eran solo mediante cartas), justamente con la finalidad de que exista un registro en imagen de las y los candidatos y la experiencia sea más real. Huelga decir que Susana pasa revista a una plétora de personajes hilarantes que se convierten en sus acompañantes, y aburriéndose rápidamente, suele despacharlos. Sin embargo, y tras un breve idilio con un joven estudiante que visita su biblioteca, en algún punto deja de buscar una conexión emocional real en el club de solteros y se limita a salir más frecuentemente con quien sea y como sea, sin pasar de las salidas casuales a restaurantes o bares.

Por su parte, Carlos le pide ayuda a Susana (más bien a manera de súplica) para preparar una cena para unos inversionistas franceses. Ella lo auxilia a regañadientes pero la cena resulta un éxito, con lo cual los separados liman asperezas momentáneamente. Al mismo tiempo, Nora incluye a Carlos en la lista del club de solteros para que también pueda encontrar una potencial pareja dado que ya no estará con Susana; la nueva modalidad es que ‘la computadora’ (el sistema que en nuestra época actual, sería sinónimo del algoritmo) es también predictivo,  y por ende,  capaz de empatar a aquellas personas que podrían ser las mejores parejas, dados sus gustos y afinidades -nada extraño para las dinámicas digitales de hoy-. Así, Carlos y Susana son emparejados bajo seudónimos y resultan ganadores de una cena romántica en un buen restaurante. Ambos se sorprenden de ver al otro ahí, y de inmediato niegan casi al unísono, que ‘una amiga los metió al club para conocer personas’. Al compás de la pieza Un día de abril que resultó posteriormente a la cinta un éxito musical, la pareja decide volver y darse una segunda oportunidad.

El dato: A petición del productor Fernando Sariñana, amigo personal de Germán Dehesa, fue que este último accedió a participar en el filme. Sin duda ofrece el contrapunto chusco e inteligente de esta cinta, aunque su aparición inopinada en cortes insertos a lo largo de la misma no se justifica temáticamente a la par de las secuencias tras las que aparece. Aun así, ofrece comicidad y frescura en las intervenciones, interpelándonos cual verdadero profesional de la salud mental sobre nuestras concepciones primigenias acerca del amor, y cómo estas se encuentran en franca oposición al terreno poco fértil que ofrece una sociedad herida de muerte estructuralmente en términos de humanidad, de solidaridad, de empatía. Hay quien comenta que Dehesa casi ‘se roba’ la película. Para muestra, un botón:

PSICOTERAPEUTA (Dehesa): Me preguntan si es posible el reencuentro de los que alguna vez se amaron. Sí, si es posible. No necesariamente deseable, pero sí es posible. Muchas parejas se reencuentran; a veces para bien, a veces para mal, y a veces por conveniencia o por necesidad. En nuestra actual sociedad, tenemos muchas de estas parejas que, por cuestiones meramente presupuestarias, se reencuentran. Los que me interesan son los que se rencuentran para bien. Ellos tienen que considerar, primero, que los que se reencuentran ya no son los mismos; que ya fueron al infierno y ya están de regreso, y tendrán que tramitar otra vez su amor. Tendrán que tomar en cuenta también que este reencuentro no tiene ninguna garantía de durabilidad; no es un final feliz, en el amor no hay finales felices. Será una tregua; será una tregua que durará lo que les dure la voluntad, la imaginación, el deseo y finalmente, hay que tomar en cuenta que una sociedad como la nuestra, una sociedad en crisis, una sociedad devaluada, es el terreno menos propicio para que un amor dure. Es muy fácil que los seres se desencuentren.

Finalmente, recordemos que Cilantro y Perejil se filma en plena época del TLC. Así, y buscando emular el fenómeno de alcance internacional ocurrido con Como agua para chocolate (Alfonso Arau, 1991), la cinta que nos ocupa fue vendida en las cadenas de cines norteamericanas bajo el enormemente inexacto título (que según los publicistas, se presumía atractivo) de Recipes to stay together.

  1. La mujer de Benjamín (Carlos Carrera, 1991)
    LA AFIRMACIÓN DE LA LIBERTAD

Cuando la opera prima de un joven cineasta resulta ser una cinta como La mujer de Benjamín, obra multipremiada que descarta la concepción de la provincia mexicana como un sitio plagado de clichés y estereotipos para proponer una serie de personajes bien delineados, sólidos y que revisten un nivel de complejidad apabullante que ya quisieran -aún hoy- otras cintas que presumen de ser superproducciones, nos encontramos ante un caso que podríamos calificar de anomalía. Anomalía en el mejor de los sentidos, ya que aun siendo una comedia costumbrista, no utiliza a sus personajes como el motor de una comicidad autocomplaciente, que haga mofa de las taras existentes en la provincia mexicana para generar situaciones risibles gratuitas entre la audiencia.

Carrera, quien con esta cinta a sus 29 años de edad se alzaría con el triunfo en el concurso de operas primas del CCC en su edición de 1991, hoy, aun con el beneficio de la visión retrospectiva, nos da la impresión de haber sido en aquella época algo más que un debutante; un cineasta más entero, más experimentado, al momento en que estrenó la cinta en cuestión. El filme es de una sensibilidad -que no sensiblería- tan definitiva, que no podemos menos que reconocer los arrestos de un equipo de producción que contó una historia sencilla con júbilo y con determinación, haciendo comprobable que el éxito es posible cuando una línea argumental está bien planteada, sin asomo de engreimiento ni presunción.

Con guion de él mismo y de Ignacio Ortiz, La mujer de Benjamín es un filme que aborda magistralmente los recovecos de un género tan privilegiado -cuando es genuino y bien abordado- como es la comedia. De hecho, la comedia y la sátira  son géneros con los cuales los mexicanos encontramos enorme filiación desde las más tempranas épocas de nuestra memoria fílmica, aunque en cientos momentos de debilidad, bajos presupuestos, crisis creativas y peores manejos de los caudales del erario, la comedia inteligente de situación degeneró en un aparato que encontró en la vulgaridad, en el ridículo, en el albur injustificado y en la expresión soez, la manera más sencilla de entretener audiencias a raudales en los atribulados años del Lópezportillismo. No obstante, para nuestra fortuna, la película aquí referida se inserta en otra línea, como una fábula costumbrista que echa mano incluso del humor negro cuando las situaciones lo ameritan, haciendo visible lo invisible mediante el ejercicio humorístico, recordándonos que la solemnidad no es en absoluto garantía y mucho menos sinónimo, de un cine de calidad.

Por qué hay que verla: Siendo una puesta al día de La Bella y la Bestia, como en su momento comentó su realizador, la cinta tiene éxito en la medida en que la audiencia logra empatizar con los personajes e identificarse con lo que los motiva, les aqueja o se les resiste. Durante un largo tiempo en las historias del cine nacional no pudo cobrar más sentido la frase ‘pueblo chico, infierno grande’ como en el filme en cuestión, sin ningún ánimo de ser sensacionalista o exagerado. La acción se desarrolla en cualquier pueblo de la provincia mexicana, donde nunca ocurre nada interesante y se vive en medio de un aparente solaz y una monotonía tales, que se requerirá un evento que detone la tensión para que el sitio cobre vida ante nuestros ojos.

Benjamín (Eduardo López Rojas, indiscutiblemente en el papel de su vida), encarna a un otrora púgil, cuyas glorias amateurs es evidente que pasaron de noche y no convocaron jamás acaso a más de una veintena de espectadores locales. Pegándole ya al medio siglo de edad, Benjamín juega a apedrearse, al mismo nivel, con los niños del pueblo, al tiempo que ve la vida pasar jugando damas con sus vejestorios compas, con quienes comparte cervezas en el descampado un día sí y otro también. Es considerado el idiota del pueblo; atolondrado y flojonazo, atenido y mantenido por su castrante hermana Micaela (una magistral Malena Doria), es Benjamín el irredento enamorado de Natividad (Arcelia Ramírez), una joven de diecisiete años duramente reprimida por su madre. Los octogenarios del pueblo, quienes azuzan a Benjamín aconsejándole que se robe a la muchacha, se convierten nada menos que en los autores intelectuales de un rapto a todas luces inverosímil, pero que es el vehículo anecdótico fundamental para que la historia comience a dar giros que llevarán a los personajes a una espiral de sugestivas experiencias posteriores.

 Por su parte, Natividad no es tampoco ningún alma pura y noble. De espíritu combativo y con el fortísimo deseo a flor de piel de trascender lo que al parecer es para ella una suerte de ciudad tapiada, que la detiene en cada una de sus intentonas de liberación (coquetea en misa con varios hombres a la hora de la comunión -entre ellos, Benjamín-, o escapa por las noches por el balcón para encontrarse con el vulgar camionero Leandro (el ya fallecido Eduardo Palomo). Particularmente con este último, la estrategia es clara: Sus encuentros obedecen no al amor, sino a que es Leandro, literalmente, su vehículo de escape a tan triste realidad. Natividad buscará por todos los medios y conseguirá, a la postre, encontrar la liberación final del yugo materno no en el camión de Leandro, sino paradójicamente, en el rapto del que será objeto a manos de Benjamín, orquestado por los decrépitos ancianos del pueblo.

   Como ya apuntaba, un elemento decisivo a destacar y por el que creo que la cinta se ganó su lugar como una de las cien mejores en la historia del Cine Mexicano, fue sin duda la depurada dirección de actores de Carrera, quien logra sin apasionamientos sacar lo mejor de ellos, dotando a los personajes de una palpable humanidad.

Una vez que se ha concretado el rapto, advertimos al patético Benjamín, ‘caballero rural de la triste figura redonda’ (Jorge Ayala Blanco dixit), sin la más pálida idea de cómo actuar una vez que la muchacha ha entrado en su casa. Hosca e ingobernable en un principio, pero sabedora de que este evento fortuito puede llevarla a la consecución de su cometido libertario, Natividad decide comenzar a manejar la situación a su antojo, seduciendo a Benjamín para después entregarse a él por entero, hecho que le garantizará apoderarse no solo de la voluntad del sujeto sino del mismísimo negocio familiar (el tendajón de abarrotes), cuyos caudales robará hacia el final de la cinta sin absolutamente ningún desparpajo, proyectando forjar su incierto porvenir emprendiendo la graciosa huida de aquel poblacho. 

Algo que no quiero dejar de mencionar, es que los actores secundarios en La mujer de Benjamín brindan sustento y franca solidez a la trama. La hermana solterona del protagonista, Micaela, dueña del tendajón de la localidad, funge como madre putativa del niñato interpretado por López Rojas, a la vez que como eterna enamorada en silencio del cura del pueblo, el padre Paulino (Juan Carlos Colombo) a quien atiende como una criada e idolatra exaltadamente con la esperanza de ser en algún momento correspondida por él. Cuando Benjamín rapta a Natividad, Micaela acepta su presencia en la casa a regañadientes, pues el atarantado hermano menor resulta -quizá por única vez- más listo que ella, y la amenaza con hacer correr en el pueblo el rumor del enamoramiento que siente por el cura. Así, las tensiones se agigantan, brindando mayor complejidad e interés a la historia, donde el juego de poder entre los hermanos en pugna se equilibra.

El dato: Sin embargo, el momento climático para Benjamín llegará en el instante mismo en que se liará a golpes con Leandro, que espera que Natividad se fugue con él. El otrora boxeador le propina tremenda golpiza, y con combinación de uppercut y gancho a la mandíbula, lo envía al suelo terregoso que hace las veces de lona, restituyendo así su hombría agraviada, sin haber para su rival asomo alguno de cuenta de protección. Y como por arte de magia, como si del despertar de un sueño letárgico se tratase, Benjamín abre los ojos a una nueva realidad; una donde se reafirma como varón con todas las de la ley, descubriéndose a sí mismo sin advertir de inmediato la falta de Natividad. Y así como para ella alguna vez el confinamiento con Benjamín significó la libertad, también para él el horizonte se abrirá; aunque haya sido merced la brutalidad de la violencia.