Por Lorena Loeza
Un 3 de julio, pero de 1972, daba inicio el rodaje de El castillo de la pureza, obra infaltable dentro de la cinematografía mexicana y uno de los más destacados trabajos de Arturo Ripstein, uno de los directores mexicanos que le han dado nombre y calidad a nuestro cine una vez superada la llamada Época de oro.
El castillo de la pureza es una obra controvertida y desgarradora, que tiene de entrada un origen complejo. La verdadera historia de un hombre que decide encerrar a su familia para protegerla del vicio y la maldad que reinan en el mundo exterior, había inspirado la novela de Luis Spota titulada La carcajada del gato. Sin embargo, para la versión fílmica la historia fue adaptada con las plumas de José Emilio Pacheco y el propio Ripstein.
La historia es compleja, porque muestra las trampas de la virtud y sus excesos, hasta llegar al punto en que no es posible reducir el entorno para salvarse del pecado. Un desolador mensaje de lo oscura que resulta la propia condición humana, aún aislada del mundo, es la lectura que se desprende después de ver la película, y definitivamente, no todo el mundo acepta verse identificado con ella.
El tema del encierro en el cine parece difícil de recrear, porque generalmente proviene de una estructura narrativa más orientada a la puesta teatral. De hecho, antes que Ripstein hiciera la película, se escribió y puso en escena una versión de la historia para teatro titulada Los motivos del lobo, escrita por Sergio Magaña. La idea de que la cámara y los distintos recursos fílmicos de los cuales el cine dispone, se circunscriban a un escenario constante e inamovible con poca posibilidad de movimiento, es una audacia que pocos directores logran llevar a cabo con buenos resultados. El propio Ripstein había tenido antes la muy enriquecedora experiencia de colaborar con Buñuel en El ángel exterminador, otra cinta destacada dentro de este tipo de propuesta fílimica, que muestra una aguda crítica a la banalidad y una descarnada muestra de que cuando el caos reina, la compasión desparece.
Entre otros directores que experimentan con el tema del encierro, está el caso de Roman Polanski, quien en tres de sus películas -y desde diferentes perspectivas- aborda el asunto, obteniendo resultados diferentes pero igualmente impactantes para los espectadores.
El primero de ellos es El Inquilino, (The tenant, 1976) que con el propio Polanski encabezando el reparto, cuenta la compleja y delirante historia acerca de un hombre que llega a vivir a un departamento donde la inquilina anterior se había suicidado. Sugestionado por la historia, con poco contacto con el exterior y en medio del descubrimiento de la personalidad de la anterior habitante a través de las pistas que encuentra en las mismas cuatro paredes que ahora comparten, el nuevo inquilino va perdiendo asideros con la realidad para verse sumido en una pesadilla paranoica.
Las escenas del solitario hombre al interior del departamento, van dando cuenta de su transformación y de las distintas etapas sobre las cuales va perdiendo la razón sin remedio. Una alerta acerca de la soledad y de los riesgos de cultivar una vida vacía, aislada y deprimente.
El segundo de los trabajos de Polanski en relación al tema, es hoy un gran clásico del cine de horror, El bebé de Rosemary (Rosemary´s baby 1968) que además creó escuela dentro de subgénero de las historias del nacimiento del Anticristo en el cine. Rosemary y su esposo, un aspirante a actor, llegan a vivir al edificio Dakota. Son una joven pareja que apenas empieza y que tienen aspiraciones de un matrimonio largo, feliz y una familia. Rosemary convive con dos ancianos vecinos quienes le prodigan atención y cariño, una vez que la joven consigue quedar embarazada. Lo que Rosemary no sabe es que está en medio de una secta satánica, donde ella y su hijo son el centro de un gran conjura para traer al demonio de vuelta a la tierra.
John Cassavetes y Mia Farrow en El bebé de Rosemary.
El ambiente es completamente paranoico y asfixiante, al punto de que puede percibir la sensación de encierro y angustia que vive Rosemary al interior del apartamento. El edificio y sus habitantes se vuelven parte de la conspiración, un tipo de sensación donde no te sentirías seguro en ninguna parte, al grado de creer que hasta las paredes tienen ojos y oídos. Polanski nos muestra una idea del mal que no es violenta, ni cruda o sangrienta. Es una especie de maldad que ronda la atmósfera, más parecido a la locura que a la crueldad. Y sin embargo, con un efecto igualmente aterrador y desconcertante.
Finalmente, está el caso de La muerte y la doncella (Death and the maiden, 1994) que es la adaptación cinematográfica de Polanski a una pieza teatral escrita por el autor chileno Ariel Dorfman. Tomando como base los terribles casos de tortura y persecución durante el régimen dictatorial en Chile, la historia cuenta como Paulina, una mujer violada y torturada por los militares, reconoce a uno de los que llevaron a cabo el ultraje, cuando casualmente toca a su puerta pidiendo ayuda debido a una avería en el auto, Paulina reconoce la voz y recordando los hechos tan dolorosos que vivió, piensa que quizás la vida le ha dado la posibilidad de vengarse.
Una sola noche, tres personajes y un ambiente de encierro y aislamiento es suficiente para que Polanski descarne las emociones de torturados y torturadores hasta los límites de lo soportable. Nada suaviza el discurso, ni siquiera la partitura de Franz Schubert que da nombre a la historia y constituye la clave de todo el asunto.
El encierro es pues, para directores como Ripstein y Polanski más que un recurso simplista para no gastar en locaciones y escenografía. Implica la profunda introspección de las emociones y de la condición humana. Un drama interno y confrontativo que para resultar creíble se debe construir desde su origen sin salidas de emergencia.
EN LA FOTO DEL INICIO: Claudio Brook y Diana Bracho en ‘El castillo de la pureza’.