Por Raúl Miranda López

La mejor coartada del diablo es hacernos creer que no existe (Ch. Baudelaire dixit). Pero gracias a renombrados cineastas se nos ha revelado su apariencia, advirtiéndonos,  a través de filmes, curiosamente de culto, sobre la malevolencia de El Ángel Caído.  

Así, El Príncipe de las Tinieblas se instaló gratamente en la obscuridad de las salas de cine desde las primeras proyecciones: Georges Melies, F. W. Murnau, Fritz Lang, D.W. Griffith,  Carl Theodor Dreyer,  René Clair, Benjamin Christensen, fueron partidarios, tempranamente, de la evidencia del Señor del Averno.   

Otros grandes y diversos directores, desde su propio estilo y género preferido, han mostrado o sugerido la  presencia del “Maligno”. A Jacques Tourner, maestro de la atmósfera, los productores de Una cita con el Diablo (1957), le obligaron a insertar una gigantesca criatura que personificaba al demonio; Stanley Donen, desde la divertida sátira Un Fausto Moderno (1967), narraba la historia de un “pobre diablo” en la Inglaterra pop; la casa Hammer en Una tumba en la eternidad (1967), demostraba que el demonio llega más allá de la estratosfera y puede manifestarse en forma de invasión extraterrestre. 

Roman Polanski, con El Bebé de Rosemary (1968), sorprendia evitando el truco fácil de evidenciar al bebé de Satanás, y sólo dejaba ver una cuna de velos negros. El más grande director de todos los tiempos, el polaco Andrzej Zulawski, en su segunda película, llamada precisamente El Diablo (1972), nos mostraba a Polonia invadida en 1793 por los ejércitos prusianos, en un relato faústico, donde privaba la delación, el asesinato, la traición y la desolación.  

En el ámbito nacional, después de leer durante la niñez y la adolescencia, la popular historieta  terrorífica pero cachonda “El caballo del Diablo”, nos llegó la hora de ver por televisión al elegante Lucero (Roberto Cañedo), en El Fistol del Diablo, quien otorgaba el mencionado fistol a un anhelante individuo, que obtenía así, poder y placeres, para terminar terriblemente castigado casi siempre con la muerte.   

Luego, el chamuco prefirió omitir toda su iconografía, creada por los artistas plásticos de la cristiandad, para introducirse en la vida monacal sustentada en los eventos ocurridos en Loudun, en la excesiva y provocadora cinta Los Demonios (1971), de Ken Russell; para enseguida, poseer púberes en El exorcista (1973); o de plano apoderarse de inocentes cuerpos de niños representando al Anticristo en el ambiente del poder político mundial en La Profecía (1976).   

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Linda Blair en El Exorcista.

Después, la maldad ya no tuvo a su enemigo perenne a mano, la bondad. A fin de milenio el hombre se había desbarrado en un cinismo que no le permitía ser bueno. Entonces, el Diablo decidió pasarse del lado del enemigo para comportarse generosamente violento contra, por ejemplo, el mal comportamiento juvenil; pero ahora se alejaba de la representación del bestiario bíblico, adquiriendo personificación de psicópata, demente o asesino serial, en filmes como: Pesadilla en la calle del infierno, Halloween, Viernes 13, y demás.   

Ya con el gore (el cine de terror gráficamente descarado), El Señor de las Sombras no tenía mucho que hacer: la representación mítica de la sangre, agresivamente expulsada de sus canales normales, adquiría formas de ritual moral, o el sacrificio del cuerpo alcanzaba la espiritualidad a través del desmembramiento, desollamiento, linchamiento, mutilación, alteración biogenética y otras aberraciones.  

No quedaba otra más que instalarse en este subgénero o en híbridos tales como, citando dos filmes peculiares: El Despertar del Diablo (1982), Corazón Satánico (1987); o adquirir todavía la imagen canónica en almibarado esteticismo de cuento de hadas, Leyenda (1985); para rematar con la más inteligente metáfora diabólica (los escuadrones de la muerte madrileños), de don Alex de la Iglesia en El día de la bestia (1995); pero regresando a la ciudadanía norteamericana del “pingo”, para denunciar la honorable (mucho tiempo ha) profesión del hombre de leyes en El abogado del diablo (1997).   

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Al Pacino en El abogado del Diablo.

La Bestia existe (partamos de esta hipótesis), su esencia es plural, su sustancia amplia, ejerce su poder maléfico provocando desordenes en los humores corporales; íncubo perverso, responsable del horror y la libertad; contrapunto necesario de Dios, a quien los exorcistas modernos, los psiquiatras, tratan de expulsar de los posesos; Huitzilopochtli (seamos precolombinos); fiel compañero de la histo(e)ria humana; recurrente y tránsfuga del fantástico fílmico.   

Pero si no hay nada más maligno que el hombre, si (“El Diablo es el que dice <no>”, Goethe) su mundo es el infierno y él mismo es el paradigma diabólico, ¿en dónde quedará esta ya  romántica figura católica?; ¿Quién  cree todavía en el triunfo final del bien contra el mal? Si no tenemos el hueso satánico para roer, sobrevendrá el vacío: líbranos del mal… de perder las penumbras del arte y los sueños, lo real y lo fantástico, la luz y las sombras, la pantalla demoníaca: el cine.