Por Perla Schwartz
Hacer un filme es un acto de afirmación, una poderosa afirmación. Joseph Losey
Joseph Losey cineasta norteamericano que desarrolló gran parte de su carrera en Londres, debido a que se vio en la necesidad de emigrar, por la caza de bruja propiciada por el Macartismo, tuvo su punto más alto con la realización de “El sirviente” (“The servant”- 1963).
Se trata de un filme magistral, donde nada es lo que parece, se inicia como una comedia de costumbres para transformarse en una pesadilla de dimensiones dantescas. Retrato del deterioro que se desencadena por vivir bajo la premisa de una serie de valores falsos.
El dramaturgo Harold Pinter es el guionista y se basa en la novela homónima de Robin Maugham, pero enriquece los diálogos con frases agudas, punzantes, posesoras de gran fuerza reveladora. “El sirviente” o la dialéctica de la posesión. Hugo Barret, el sirviente con una estupenda caracterización de Dirk Bogarde se empodera de Tony, su amo (James Fox). Filme en blanco y negro, que a nivel visual se apropia de varios elementos de la estética del expresionismo alemán, sus claroscuros y manejos de las sombras, sus planos presididos por la simetría.
Losey desarrolla una narración lucida e inventiva, mediante la cual presenta el lado oscuro de la condición humana y cuan vulnerables somos. Un ambiente estéril propicia la hostilidad. La casa de Tony, en forma paulatina se transforma en una prisión, en un espacio asfixiante.
Dos hombres están en pugna: Barret y Tony. Maestro y sirviente; jefe y empleado; padre e hijo, la clase baja tomando la revancha contra la clase alta. Y entre ellos, aunque no se diga explícitamente, está presente una latente atracción homosexual. “El sirviente” es la película del derrumbe, una erosión que comienza de un modo parsimonioso y que conforme avance la historia se transformará en una espiral sin salvación alguna, para los partícipes de un juego un tanto perverso.
El sadomasoquismo permea el filme de Losey, manejado magistralmente, la manipulación de victimario a su víctima, Tony desoye a Susan, su prometida, a quien no le gusta su empleado doméstico.
El cuarteto de personajes protagónicos es complementado por Vera (Sarah Miles), la supuesta hermana de Barret, pero quien es también su títere, su cómplice para lograr su empoderamiento y la destrucción del otro. A lo largo del desarrollo de la trama, hay varias metáforas como esos espejos deformes que anuncian el cómo la realidad puede ser cóncava o convexa, de acuerdo a como se la mire; y una ambigüedad que admite las lecturas más diversas a lo que sucede en la pantalla.
Los close ups a los rostros de los personajes juegan un papel fundamental, al reflejar sus reacciones ante hechos que no pueden controlar. Tony es un hombre frágil, se evade en el alcohol, que se convierte en su caparazón de protección, en su parapeto para no ser aniquilado. Susan es algo torpe y terminará lacerada, no le dará esa relación emocional a su prometido, ésta será obstaculizada por el maquiavélico Barret, el único personaje que permanecerá inmune. Joseph Losey muestra lo contradictorios que son los seres humanos.
“El sirviente” también maneja el absurdo para hacer patente la incomunicación, que se erige como una torre de babel, nadie entiende lo que ocurre, al tiempo que estamos ante una crónica de la decadencia de las relaciones sociales en Gran Bretaña.
La puesta en escena es teatral e impecable, se sustenta en un trazo magistral de la psicología de los personajes, a nivel cinematográfico, la contraposición de escenas, exacerba el pandemónium que envuelve al cuarteto de personajes, ese dominio mórbido del sirviente a su amo, ese dominio que llega a los terrenos de la ignominia.
El microcosmos de “El sirviente” se circunscribe a una dialéctica brechtiana, desde la distancia, el cineasta expone y no juzga, es el espectador, quien tiene la última palabra.
Texto leído en el Cine Club Debate “Perversos y relaciones perversas en el cine” el 26 de junio de 2010 en la Casa Jesús Reyes Heroles.