Por Pedro Paunero

Jake Kesey (Charlie Sheen), llega a la ciudad de Brooks, Arizona, conduciendo una moto, se detiene ante una casa, donde una chica, Keri Johnson (Sherilyn Fenn), le da informes sobre la dirección que busca. Es un recién llegado a la ciudad, y Keri se ofrece a enseñársela de buena gana, pero antes que pueda subir a la parte de atrás del vehículo, hace su aparición Packard Walsh (Nick Cassavetes, hijo del gran John Cassavetes y Gena Rowlands), de quien pronto nos percatamos que considera a Keri un objeto de su propiedad. No sólo eso. Packard resulta ser el líder de una banda de ladrones de autos, que no se anda con escrúpulos a la hora de involucrar a sus víctimas en carreras ilícitas, para apoderarse de sus automóviles, logrando poseer así, entre todos, una colección variopinta que incluye un Plymouth Barracuda, 1966, un Chevrolet Corvette C3, 1977, que conduce el mismo Packard, un Pontiac Firebird Trans Am, 1977, y un  Dodge Daytona, 1981, con los cuales imponen su ley entre la población.

Las rivalidades entre Jake y Packard no se hacen esperar, máxime cuando Kari, que confiesa no amarle como novio, es sorprendida por este besando a Jake. Para entonces, un misterioso automóvil negro, de aspecto futurista, aparece en la carretera, desafiando a los ladrones -en realidad, una de las seis copias del prototipo, Dodge M4S Turbo Interceptor, 1981, jamás puesto a la venta, creadas especialmente para la película- pero, cada vez que un integrante de la banda acepta el reto, termina por morir con su auto destrozado, envuelto en llamas, en una explosión espectacular, provocada por el choque violento -tan violento que, de hecho, Bruce Ingram, operador de cámara de la película, murió durante el rodaje-, con el vehículo negro, que de alguna manera se recompone y se marcha. Tal es el caso de Minty (Chris Nash), uno de los idiotas amigos de Packard cuyo cadáver, extraído del metal retorcido resultara, inexplicablemente, intacto, a excepción de los ojos, que parecían haber sido extraídos de sus órbitas.  

“El aparecido” (The Wraith, Mike Marvin, 1986) es, por una parte, una de esas Road Movies que le deben mucho a “Reto a muerte” (Duel, 1971), la primera película de Steven Spielberg que llamara la atención del público (que no la primera de su filmografía), con un antecedente fascinante, “El autoestopista” (The Hitch-Hiker, 1953), de la querida Ida Lupino, con la particularidad de haber sido el primer film noir dirigido por una mujer y que, posteriormente, devendría en persecuciones interminables de autos fantasma, como sucediera en “Carretera al infierno” (aka. Asesino de la carretera; The Hitcher, Robert Harmon, 1986) con su remake, dirigido por Dave Mayers en 2007, pero, sobre todo, tiene una deuda impagable con “Christine” (1983), la adaptación de John Carpenter de la novela de Stephen King, con su vengativo auto fantasma, que se presenta bajo la forma de un Plymouth Fury del ’58 y,  por supuesto, del cómic de Marvel, “Ghost Rider, el Vengador fantasma”, cuyo protagonista, Johnny Blaze, quien hiciera un trato con Mephisto (el demonio Mefistófeles, ganado para el cómic) y, uniéndose al demonio Zarathos, terminará por convertirse en motero vengador nocturno, con rostro de calavera y cuerpo llameante (cuya primera publicación data de 1972), y que adaptara Mark Steven Johnson en un bodrio de película, titulado “Ghost Rider: El vengador fantasma”, en 2012.

Mediante algunos flashbacks nos enteramos que Jamie Hankins (Christopher Bradley), el primer novio de Kari, había sido asesinado mientras tenía sexo con ella. Desde entonces, Kari ha bloqueado parte del traumático suceso (no recuerda, por ejemplo, el rostro de los varios asesinos), y ahora encuentra en Jake, con su cuerpo ribeteado de cicatrices, un cierto y enigmático parecido con Jamie. Las apariciones del automóvil negro, con su extraño piloto que nunca se quita el casco y usa aparatos ortopédicos, y las muertes extrañas -atropellamientos y más explosiones apocalípticas-, se siguen sucediendo, lo que sugiere que hay una relación entre el novio muerto de Kari, Jake y el piloto del Interceptor, entregado a una sangrienta venganza.

El argumento de “El aparecido” es un cliché que se remonta a la trama de “El salvaje” (The Wild One, László Benedek, 1953), con Marlon Brando en el papel del motociclista Johnny Strabler, el “salvaje” del título, que se convertiría en todo un ícono pop. Strabler llega a Carbonville, California, con su banda, para participar en una carrera de motos. Pronto comienzan a hacer toda clase de desmanes y son echados de ahí. Parten a Wrightsville, donde continúan sus fechorías. Mientras tanto, Strabler tiene tiempo de enamorarse de Kathie Bleeker (Mary Murphie), la hija del viejo jefe de policía, y de enfrentar a Chino (Lee Marvin), un rival peligroso.

En la película hay varios altercados, y alguna muerte para, finalmente, redimir la figura prototípica de “Hell Angel” del Brando-Strabler. En “El aparecido”, se rinde homenaje al siguiente rebelde de la lista, en la persona de la inolvidable Judy, interpretada por Natalie Wood, en “Rebelde sin causa” (Rebel Without a Cause), de Nicholas Ray, que se paraba, con los brazos levantados, en el estrecho pasillo que dejaban en medio los coches contendientes en la carrera, para dar la señal de salida, en una película que se estrenó dos años después que “El salvaje”. En “El aparecido”, Rughead (Clint Howard), el amigo nerd de Packard, que parece fuera de lugar en la banda por su carácter intelectual, y el único que no es culpable de los crímenes del resto, será quien ocupe el lugar de Judy, en un acto que no ha sido el único en imitar.  

La figura del chico forastero, que se enamora de la chica equivocada del pueblo al que arriba, tiene en “Los muchachos perdidos” (aka. Jóvenes ocultos; The Lost Boys, Joel Schumacher, 1987), no sólo el culmen de la idea, sino la metaforización más lograda del “espíritu juvenil” como algo peligroso y monstruoso, realmente.

“Los muchachos perdidos” es un hito de esta metáfora. Se trata de una especie de poema darkie, envuelto por su música -el tema Cry Little Sister, de Gerard McMahon, se volvió tan icónico como la película-, y por su cuidadosa puesta en escena de romance imposible, entre humanos y vampiros, antes de que la película “Crepúsculo” (Twilight, Catherine Hardwicke, 2008), viniera a desvirtuarlo todo con su saga blandengue. Sam (Corey Haim) y Michael Emerson (Jason Patric), se mudan con su madre Lucy (Dianne Wiest), recientemente divorciada, a Santa Carla, California. Michael conoce, y se enamora, de la atractiva Star (Jami Gertz), a quien ve irse en una moto con su novio David (Kiefer Sutherland, en su estado más salvaje), afuera de un concierto, y no tarda en percatarse que este no es sino el líder de una banda de motociclistas vampiros. Escenas como la de los jóvenes colgando del puente, sobre el cual pasa un ferrocarril, antes de dejarse caer y perderse en la niebla, alcanzan una epifanía casi sublime. Confieso que siempre he detestado el final, con su maquillaje sobrepasado y el ataque de los chicos a la casa, mismo que se salva por la última e irónica observación del abuelo: “Hay sólo una cosa de Santa Carla que nunca he podido aguantar… ¡A esos malditos vampiros!”.

A “Los muchachos perdidos” no le falta nada -o casi nada-, para subrayar el “espíritu juvenil” como metáfora de “eso”, entendido como anómalo. Tiene un argumento que empalma perfectamente el deseo de juventud eterna (con su belleza intrínseca) y sus amoríos apasionados, con un ansia irónica -y hasta cínica- de destrucción. Contiene canciones de rock inolvidables (aparte de la citada “Cry Little Sister”, suena en la banda sonora “Good Times”, en dueto entre INXS y Jimmy Barnes y, por si fuera poco, una versión de “People are Strange”, de The Doors, interpretada por Echo & the Bunnymen), así mismo, presenta a sus motociclistas usando las icónicas chamarras de cuero, pero, sobre todo, la impregna ese deseo de destrucción -y auto destrucción, en efecto-, que le perteneciera (jamás en exclusiva) a la generación de Lord Byron y Percy Shelley, haciendo de ellos los rebeldes originales.  

A pesar de todo, “Los muchachos perdidos” no cuenta una historia original. No sólo por el hecho reiterativo del “chico forastero que encuentra chica equivocada” sino que, sus vampiros, no son sino un eco de aquellos “monstruos adolescentes”, de los cuales el cine de fines de la década de los ‘50s fuera tan abundante -en paralelo al Cine atómico, con “El mundo en peligro” (aka. La humanidad en peligro; Them! Gordon Douglas, 1954), con su invasión de hormigas gigantes a la cabeza-, con títulos como “Yo fui un hombre lobo adolescente” (I Was a Teenage Werewolf, Gene Fowler Jr. 1957), “El hijo de Frankenstein” (aka. Yo fui un Frankenstein adolescente; I Was a Teenage Frankenstein, Herbert L. Strock, 1957) y “La sangre del vampiro” (aka. La sangre de Drácula; Blood of Dracula, Herbert L. Strock, 1957), de los cuales ya he tratado abundantemente en otros ensayos (Véase, para esto, el primer enlace, al final de este texto). Porque, antes que el Slasher cosificara a los adolescentes con su ingenua moralina, haciendo de estos pasto de Michael Myers, alias “The Shape”, en “Halloween” (John Carpenter’s Halloween, John Carpenter, 1978), película que tiene como indudable mérito el haber exportado la fiesta celta, devenida en comercial, del Halloween al mundo, de Jason Voorhes en “Viernes 13” (Friday the 13th, Sean S. Cunningham, 1980), o de Freddy Krueger en “Pesadilla en la calle del infierno” (aka. Pesadilla en la Calle Elm; A Nightmare on Elm Street, Wes Craven, 1984), estuvieron ellos, los nietos bastardos de los monstruos clásicos de la Universal, como “freaks” emanados del cieno burbujeante -siempre fértil-, de la Brecha generacional.

“El aparecido”, entonces, nos presenta su “monstruo” juvenil bajo un doble juego epistemológico, en una película por demás mediocre que se deja una que otra laguna argumental (¿qué representan, realmente, los aparatos ortopédicos, por qué Jamie-Jake vuelve en un auto prototípico?). Jake no sólo es un “espíritu”, un muerto que vuelve por venganza, sino que encarna, precisamente, ese espíritu inasible de lo adolescente-destructo-creativo y provocador antes citado. Su fantasma burdo y absurdo -que al principio se muestra con forma de ridículas lucecitas volantes sobre el desierto, como estrellas fugaces conscientes-, como antes el Frankenstein o el hombre lobo adolescente, pasando por los efectivos vampiros rockeros de “Los muchachos perdidos”, es uno más de los numerosos avatares con los cuales el cine intenta descifrar -y desvirtuar, en el camino- el “ser” joven. Y uno de sus tantos fracasos.

Para saber más:

 “Rebeldes del espacio y otras oscuras metáforas de la juventud en el cine (I)” por Pedro Paunero.

Nota:

La frase “destructo-creativo”, la he tomado deliberadamente de un verso del poeta italiano, adolescente y suicida, Eros Alesi:

Chissà! Dopo quanto sangue coagulato dovrò cadere nella macchina distruggo-creativa dell’universo.

Traducción al español:

¡Quién sabe! Después de tanta sangre coagulada habré de caer en la máquina destructo-creativa del universo.

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.