* El historiador Eduardo de la Vega Alfaro nos ofrece esta semblanza sobre el vínculo con el cine del escritor recién fallecido

Por Eduardo de la Vega Alfaro

En abril de 1961 apareció el primer número de la muy significativa e importante revista Nuevo Cine, fundada por un grupo de cinéfilos, críticos, aspirantes a cineastas y responsables de diversos Cine Clubes que operaban el la cuidad de México, quienes, motivados por los ejemplos que estaban ocurriendo en otras latitudes (principalmente en Francia, Inglaterra e Italia) aspiraban a llamar la atención  de las autoridades respectivas sobre la imperiosa necesidad de renovar, de una vez por todas, la anquilosada industria fílmica nacional. 

Una de las primeras páginas de la citada revista contenía el manifiesto del autodenominado “Grupo Nuevo Cine”, texto que señalaba que, entre los objetivos de dicha agrupación, estaba el de lograr “[…] El desarrollo en México de la cultura cinematográfica a través de los siguientes renglones: a] Por la fundación de un instituto serio de enseñanza cinematográfica que específicamente se dedique a la formación de nuevos cineastas./ b]Para que se dé apoyo y estímulo al movimiento de cineclubes, tanto en el Distrito Federal como en la provincia. /c] Por la formación de una cinemateca que cuente con los recursos necesarios y que esté a cargo de personas solventes y responsables./ d] Por la existencia de publicaciones especializadas que orienten al público, estudiando a fondo los problemas del cine […]./ e] Por el estudio y la investigación de todos los aspectos del cine mexicano./ f] Porque se dé apoyo a los grupos de cine experimental [ …]”.

Los firmantes de aquel manifiesto fueron: José de la Colina, Rafael Corkidi, Salvador Elizondo, José Miguel García Ascot, Emilio García Riera, José Luis González de León, Heriberto Lanfranchi, Julio Pliego, Gabriel Ramírez Aznar, José María Sbert, Luis Vicens y, por último, pero no menos importante, el recientemente fallecido Carlos Monsiváis, quien desde un año antes había iniciado sus colaboraciones a Radio UNAM con el programa El cine y la crítica, mismo que mantendría durante poco más de una década. Cabe precisar que algunos de los mencionados (González de León, García Ascot, García Riera y el mismo Monsiváis) también habían estampado su firma, apenas cuatro meses antes, en un desplegado en el que se oponían tajantemente ante la serie de prohibiciones para distribuir y exhibir películas, limitaciones contenidas en el artículo II de una “Nueva Ley Cinematográfica” que por entonces se debatía en las Cámaras de Representantes y que finalmente fue “congelada” por el Senado [1].  

A pesar de altibajos, contrariedades, calamidades, burocratismo rampante, penurias y no pocas adversidades, a casi cincuenta años de la publicación del primer número de Nuevo Cine todos los rubros arriba señalados han formado y forman parte de nuestra cotidiana cultura cinematográfica, lo que sin duda debe considerarse, en buena medida, como un logro de aquellos jóvenes apasionados que tuvieron el mérito de dar a conocer sus inquietudes y propuestas en una época que resultaba sumamente propicia para ello.     

Al momento de la aparición del mencionado manifiesto, Carlos Monsiváis tenía 23 años pero ya había destacado en el medio periodístico y cultural como crítico literario en las revistas Medio siglo (1956-1958) y Estaciones (1957-1959), en las que también fungió como secretario de redacción. Sin embargo, su paso por Nuevo Cine (de la que sólo se pudieron publicar, de forma más bien azarosa, siete números), fue una de las pautas para que nuestro homenajeado pudiera incursionar de manera más o menos constante en la crítica y el análisis cinematográfico en medios escritos, así como en otras manifestaciones de la difusión de la cultura fílmica. Casi al mismo tiempo de que Monsiváis se incorporara al equipo de redacción de dicha revista, comenzó a colaborar en la programación del “Cine Debate Popular” de la UNAM, organizado por el Departamento de Actividades Cinematográficas (DAC) de dicha institución, una forma muy heterodoxa de cine-club, de gran éxito en su época, que solía presentar clásicos de la cinematografía universal realizados por Sergei M. Eisenstein, Roberto Rosselini, John Ford, Douglas Sirk, Fernando de Fuentes, Jean Renoir, Joris Ivens, Pietro Germi, Jules Dassin, Arthur Penn, Martin Ritt,  Ingamar Bergman, Samuel Fuller  y un largo  etcétera. 

Alguna vez, Emilio García Riera me comentó que las intervenciones de Monsiváis en los debates originados luego de ver aquellas cintas eran un envidiable prodigio de conocimiento y del fino humor que siempre lo caracterizó. No es difícil inferir que el “Cine Debate Popular”, que solía presentarse los fines de semana en  auditorios de Ciudad Universitaria, marcó profundamente a diversas generaciones de cinéfilos y futuros cineastas. Ya para esas épocas, Monsiváis también colaboraba como redactor de notas críticas en La Semana en el Cine, un boletín de ocho páginas que desde septiembre de 1962 (es decir, poco después de que publicara el último número de Nuevo Cine) editaban Emilio García Riera y Gabriel Ramírez.     

http://www.casamerica.es/var/casamerica.es/storage/images/casa-de-america-virtual/literatura/articulos-y-noticias/el-viejo-cronista-carlos-monsivais-saluda-a-las-nuevas-generaciones/carlos-monsivais/353000-1-esl-ES/carlos-monsivais_fullblock.jpg

En calidad de colaborador del DAC de la UNAM, en ese entonces dirigido por Manuel González Casanova, durante el segundo semestre de 1964 Monsiváis es el principal promotor del homenaje que el Cine Club de la Universidad le rindió a Juan Orol con la exhibición de Los misterios del hampa (1944), Gángsters contra charros (1947), Cabaret Shanghai (1949) y Zonga, el ángel diabólico (1957). La organización de tal ciclo demostró la predilección de Monsiváis por el cine popular mexicano y  en el anuario editado por el DAC dejó constancia de ello con la publicación de algunos fragmentos de su ensayo Juan Orol y la Cultura Popular, en el que apuntó cuestiones tan contundentes (y, por tanto, polémicas) como la siguiente: “[…] Juzgar a Juan Orol en un nivel estético es, dicho en forma sumaria, una pérdida lamentable de tiempo. Desde el principio, Orol se concretó, rechazada la perspectiva del cine como arte, a reproducir la vigencia del cine como ‘historieta’, del cine-cómic. Y gracias a su inocencia devastadora, a su confiada entrega a la vulgaridad, Orol se convirtió en el primer autor de cine en México, en el único realizador que ha mantenido un estilo, un modo de ver o de no ver o de no hacer caso de la realidad. Orol es así, el primer director que en  México puede afirmar que tiene su ‘público’. En las barriadas, en la provincia, la gente acude a ver una cinta de Orol en la misma forma (aunque con un entusiasmo obviamente menor) con que frecuenta los filmes de Pedro Infante o de Cantinflas […]”.      

Según consta en los anuarios editados por el DAC de la UNAM entre 1965 y 1967, Monsiváis pudo cultivar el comentario cinematográfico de manera más asidua y brillante toda vez que dicha institución extendió sus tareas de forma notable justo a lo largo de esos años [2].  De hecho, en 1965 el Cine Club Estudiantil Universitario, bajo la conducción del mismo Monsiváis,  consagró todos sus ciclos (un total de siete) al examen del cine mexicano desde el periodo silente hasta fines de la década de los cincuenta del siglo XX, ofreciendo a los profesores y alumnos de la UNAM (principales destinatarios de la muestra fílmica) el que sin duda fue el primer gran panorama histórico de nuestra cinematografía, constituido, entre otros, por clásicos de la talla de El automóvil gris (Enrique Rosas, 1919), Santa (Antonio Moreno, 1931), El Compadre Mendoza (Fernando de Fuentes, 1933), La mujer del puerto (Arcady Boytler-Raphael J. Sevilla, 1933), Ahí está el detalle (Juan Bustillo Oro, 1940), María Candelaria (Emilio Fernández, 1943), Campeón sin corona (Alejandro Galindo, 1945), Nosotros los pobres (Ismael Rodríguez, 1847), Río Escondido (Emilio Fernández, 1947), Los olvidados (Luis Buñuel, 1950), El esqueleto de la señora Morales (Rogelio A. González, 1959), etc. Acaso lo más importante de aquella magnífica oferta cinematográfica fue que Monsiváis la aprovechó para difundir su visión del cine mexicano a través de una respetable cantidad de notas de presentación acerca de los treinta cintas que integraron aquellos siete ciclos. Compiladas en el anuario respectivo del DAC-UNAM, esas notas vinieron a ser, junto con El cine mexicano (Ediciones Era, 1963), de Emilio García Riera, las primeras fuentes bibliográficas serias acerca de la compleja historia del cine nacional. 

La mayoría de los títulos de esas presentaciones revelan, ya desde entonces, un sentido propiamente monsivaisiano: “El paisaje estaba inmóvil” (Redes); “Esquilo se fue en chinanpa” (María Candelaria); “La revolución es fotogénica” (Flor Silvestre); “Lo único superior a un mexicano es otro mexicano acompañado por Los Tariácuris y las Tres Conchitas” (¡Ay Jalisco no te rajes!); “La pantalla enamorada” (El peñón de las ánimas), “La tarde era triste, la nieve caía, y a lo lejos se leía un letrero que decía: Vendo perro policía” (Ahí está el detalle); “De haber sabido Edmundo Dantés que con el correr del tiempo caería en manos de Arturo de Córdova, ni de broma se escapa del castillo de If” (El conde de Montecristo); “Aquí se nos hablaría de una teoría que quizás conduciría a una fenomenología de la cursilería” (Historia de un gran amor); “Si usted observa profundamente esta película se dará cuenta como nacen los mitos, como lloran los pueblos y como rinde, ¡oh cielos! la taquilla (Nosotros los pobres); “Después de todo el Ipiranga no es sino un estado de ánimo” (México de mis recuerdos); “¡Hagan su juego señores; de este lado la matona y del otro el alfabeto!” (Río Escondido); “Golpeada y bocabajeada se levanta de la lona el alma del arrabal” (Campeón sin corona); “La nostalgia y no otra cosa, los ahogó a mitad del río” (Espaldas mojadas). 

Pero más allá de la ironía implícita y explícita contenida en esos títulos, los textos de Monsiváis expresaban, entre otras muchas cosas, su riguroso conocimiento de la evolución del cine mexicano que, contemplado desde mediados de la década de los sesenta del siglo pasado, tenía que pasar necesariamente por una revisión crítica que a su vez sustentara esa necesidad de innovación proclamada desde las páginas de Nuevo Cine. No es casual que hacia el final de la introducción general a los ciclos que conformaron aquel panorama de la historia del cine nacional, Monsiváis dijera: “La bienaventuranza, la esperanza o el milagro, para hablar en términos píamente teológicos de la desesperación, fue el Primer Concurso de Cine Experimental convocado por Técnicos y Manuales. Rubén Gámez (La fórmula secreta), Alberto Isaac (En este pueblo no hay ladrones), Juan José Gurrola (Tajimara), Juan Ibáñez (Un alma pura), Manuel Michel, Salomón Laiter, Sergio Véjar (Viento distante), José Luis Ibáñez (La dos Elenas), Juan Guerrero (Amelia), Miguel Barbachano (Lola de mi vida), Ícaro Cinseros (El día comenzó ayer) y H. Mendoza (La Sunamita), fueron los directores que, con todas las jerarquías del caso, se dieron a  conocer. Nuevos fotógrafos, nuevos argumentistas, nuevos actores, extras novedosos, iniciaron por el Concurso la revolución en una industria consumida y fatal. De la fuerza, de la seguridad, de la inteligencia de este movimiento renovador dependerá en los próximos años la existencia, es decir, el nacimiento de un verdadero cine mexicano”. 

monsi_caifanes.jpgMonsivais como un Santa Clos teporocho, en Los Caifanes.

El compromiso de Monsiváis con el movimiento renovador que, derivado de las demandas del Grupo Nuevo Cine, dio inicio de  de manera formal con la organización del Primer Concurso de Cine Experimental, se hizo evidente a través de su colaboración como actor secundario en tres de las películas citadas: En este pueblo no hay ladrones, Tajimara y Un alma pura. Y sin duda que ese mismo compromiso lo había motivado a ser uno de los firmantes de otro desplegado, aparecido en febrero de 1965, en el que se denunciaba públicamente la arbitraria detención del cineasta Fernando Ramírez cuando filmaba en algunos barrios populares  su cinta experimental Poesía miserable, que, por cierto, jamás terminó de filmarse. Ítem más: en 1967 Monsiváis hizo un pequeño papel (el de un Santa Claus alcohólico y escandaloso) para Los caifanes, la gran película con la que Juan Ibáñez logró debutar en la industria dando cabal muestra de su talento y capacidades innovadoras [3], y otra breve intervención (en este caso como un burgués porfiriano) en Las visitaciones del diablo, que igualmente vino a representar el debut industrial de su realizador, Alberto Isaac.                       

Con lo hasta aquí someramente descrito se integran algunos de los antecedentes que pueden explicar que entre la vasta y significativa obra de Monsiváis se puedan contar abundantes artículos referidos a los más diversos aspectos de la cinematografía nacional, así como los lúcidos ensayos incluidos en Gabriel Figueroa, La mirada en el centro (Grupo Editorial Miguel Ángel Porrúa, 1993) y A través del espejo. El cine mexicano y su público (Ediciones El Milagro, 1994), o sus libros Rostros del cine mexicano (Américo Arte Ediciones, 1994) y Pedro Infante: Las leyes del querer (Ediciones Aguilar, 2008), por sólo citar los más conocidos y accesibles. Las aportaciones de Carlos Monsiváis a lo que se podría llamar una “nueva cultura cinematográfica nacional” han sido, pues, más significativas de lo que a primera vista parecen por lo que es ineludible recurrir a ellas si se quiere conocer a fondo la siempre azarosa historia de nuestro cine.        

NOTAS

[1]  El mencionado desplegado fue firmado, entre otros, por Juan de la Cabada, Juan Luis Buñuel, Luis Alcoriza, Eduardo Lizalde, Manuel Michel y Héctor García. En el programa Gabriel Ramírez. La revelación del color (2010), producido por TVUNAM bajo la dirección de Ernesto Velázquez y Víctor Mariña, el gran pintor e historiador de cine recuerda algunas de las reuniones del Grupo Nuevo Cine y destaca que al término de algunas de ellas Monsiváis, al amparo de la noche y en evidente actitud iconoclasta, gritaba: “¡Se murió el Papa!, ¡Se murió el Papa!”.

[2] Un dato curioso: el anuario del DAC editado en 1963 incluye sólo una nota firmada por Monsiváis: se trata de la presentación del ciclo “2 genios de la comedia norteamericana: Frank Tashlin y George Cukor”. Dicho ciclo, exhibido como parte de las labores del Cine Estudio Arquitectura y el Cine Club de Filosofía, y Letras lo motivó a señalar en primera instancia que “Tashlin y Cukor, la reducción ad absurdum y la simpatía y la belleza humorística de las situaciones – si es posible simplificar a tal extremo sus cualidades básicas – son dos de los directores norteamericanos de importancia mayor en lo que se refiere al acondicionamiento del sentido de humor en los Estados Unidos. Para sobrevivir, Norteamérica debe entender sus flancos débiles y penetrar en ellos, aún a través de la burla despiadada. Un país imperialista debe captar incluso la gracia de un Yankee go home”.

[3]   Hace apenas unos meses, el promotor cultural yucateco Jorge Esma, que colaboró como uno de los asistentes de Ibáñez en Los caifanes, me platicó que ese papel no estaba pensado para Monsiváis pero que se aprovechó su visita al rodaje para que apareciere una vez más en pantalla. 

Foto

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Por Eduardo De la Vega Alfaro

Doctor en Historia del Cine por la Universidad Autónoma de Madrid. Es profesor-investigador titular en el Departamento de Sociología de la Universidad de Guadalajara. Ha publicado crítica y ensayo acerca de diversos aspectos cinematográficos. Es integrante del Sistema Nacional de Investigadores (Nivel III).