Por Sergio Huidobro 

Desde Morelia, Michoacán.

El último día de la competencia oficial, Morelia ha volteado la mirada hacia las actividades que, paralelas o no, concentran la vorágine mediática que sostiene la economía de los festivales: luminarias, declaraciones, visitas inesperadas. Mal necesario. A quien le interesa el cine, pasa directo a la sala para tener buen asiento mientras la multitud se agolpa en la alfombra roja. En el fondo, el cine nacional se agita y reclama atención, respeto, reflectores. A veces lo merece, a veces no. A veces lo obtiene sin merecerlo. A veces lo contrario.

“El peluquero romántico” de Iván Ávila Dueñas y “Lupe bajo el sol” de Rodrigo Reyes funcionan como dos modos de entender los mecanismos de la ficción y su relación con la realidad. Lo que es más, con ese monstruo inaprensible y multiforme: la “realidad mexicana.” La de Ávila Dueñas, quinto largometraje y tercera ficción de este zacatecano nacido en 1965, es una fantasía encantadora que echa mano de la nostalgia generacional como mecanismo de empatía. Sin embargo, la suya no es la nostalgia ahistórica, posmoderna de otros cineastas más jóvenes que él. La suya es una nostalgia cuyo romanticismo cutre, anacrónico, casi kitsch pero finalmente encantador, está anunciado desde el título y se balancea al ritmo de Angélica María, Manzanero o Los Ángeles Negros.

Después de los inicios chirriantes e histéricos de su “Adán y Eva (todavía)” (2004) o la imperfecta pero sugerente “La sangre iluminada” (2007), Ávila Dueñas parece haber llegado a un punto en el que logra dialogar con un público más o menos amplio, heterogéneo, sin renunciar a la elaboración de propuestas personales. “El peluquero” sigue al personaje que le da título (Fernando Bezerra), un solterón, más o menos alcohólico, en las semanas posteriores a la muerte de su madre, con la que vivía, y su tímida búsqueda de un último tren. Todo lo que quiere, al parecer, es alguien con quien compartir sus telenovelas, su discoteca de LP´s, su erudición de la Época de Oro y algún trago ocasional. Con este material tan propenso al melodrama agridulce, Ávila logra una película con fallos y ciertos excesos, pero con plena identidad, sinceridad y mucho encanto.

En otro ángulo de la ficción está la poco lograda “Lupe bajo el sol”, del capitalino Rodrigo Reyes, quien intenta una docu-ficción sobre la migración a Norteamérica, tropezando con la mayoría de las limitantes comunes tanto al género como al tema. No es la primera cinta en esta edición del FICM que exhibe estas muletillas, y es poco probable que sea la última: es fácil realizarlas y frecuentemente encuentran cabida tanto en los fondos de financiamiento como en la programación de festivales de toda categoría. Algunas muestran buenos resultados, y alguna llega a resultar una maravilla; la mayoría no.

“Lupe bajo el sol” traza del perfil de un migrante de edad avanzada, mexicano residente en California. Lupe, que así se llama, recibe una mala noticia médica y emprende la búsqueda de la familia que dejó atrás, en México, muchos años atrás. Rechazado por ellos, solo en medio de un país que nunca ha sentido suyo, enfrenta las preguntas y las culpas que mantuvo en el cajón por tanto tiempo. Con un argumento tan propicio a una exploración humana, sincera, resulta increíble que Reyes haya logrado un ejercicio formal tan pobre y distanciado. Su forma no logra nunca involucrar al espectador y la dirección es errática en más de un sentido: ni el reducido elenco ni la línea argumental parecen tener nociones claras del rumbo a seguir.

En unas horas más, conoceremos el palmarés del festival. En vista de la irregularidad de la cosecha de este año, auguro un buen resultado para “Las tinieblas”, “La región salvaje”, “Zeus” y “Tres mujeres (o despertando de mi sueño bosnio)”; a mi modo de ver, las cuatro sobresalen por mucho de sus compañeras de sección. Pero tengo una mala suerte congénita cuando se trata de pronosticar el humor de los jurados. Ni modo.