Por: Rodrigo Garay Ysita
“ —Pero, ¿en dónde vives la mayor parte del tiempo ahora?
—Con los niños perdidos.
—¿Quiénes son ellos?
—Son los niños que se caen de sus carriolas cuando la enfermera está viendo hacia el otro lado. Si no son reclamados en siete días, los mandan lejos a la Tierra de Nunca Jamás para sufragar gastos. Yo soy su capitán.
—¡Qué divertido debe ser!
—Sí —dijo el astuto Peter—, pero estamos bastante solos…”
Peter and Wendy, 1911
Sería complicado negar el vínculo de metonimia irresistible entre la nueva película de Andrea Arnold y la juventud a la deriva de toda una nación. ¿De la nación de los hot dogs beisboleros y los combos extragrandes, como lo sugiere su título? ¿De una nación más bien regional, occidental? De un país que busque el regreso a la comuna hippie, la revolución pacífica de llevarle la contraria a todo mundo y no bañarse más. Y nunca volverse adulto.
Al igual que Wendy Darling en el pleno tedio de una vida estática, la joven de dieciocho años Star (interpretación naturalista de la primeriza Sasha Lane) ve una oportunidad esperanzadora en un Peter Pan de carne y hueso. Su amor a primera vista, Jake, es uno de los altos mandos de una pequeña comunidad de vendedores itinerantes que, al adoptarla, le brinda el regalo de la niñez sin compromisos. Dulzura americana (American Honey, 2016) explora la eterna juventud de un sector abandonado de la sociedad. Cualquier sociedad.
La tribu de desarraigados y “almas libres” a la que acompañamos en un viaje por el Midwest estadounidense garantiza sus derechos capitalistas por mano propia y vive bajo el mandato de la bella Krystal, capataz que exige a sus adeptos una cuota mínima periódicamente a cambio de sustento y ritos de comunión que incluyen entretenidas explosiones de violencia física, sexo libre y baile bajo las estrellas. Los nuevos hermanos de Star juegan como cachorros, se protegen el uno al otro y se entregan en coros fraternales de gangsta rap.
En un principio, la muchacha está motivada por el enamoramiento (del astuto Jake, quien encuentra representación ideal en Shia LaBeouf y su trenza asquerosa), pero es obvio también que una realidad profunda es la que la expulsa de casa. Hace más de cincuenta años, en su ensayo The Glamour of Delinquency, Pauline Kael diseccionó a la ilustración en el cine del adolescente perdido (Marlon Brando y James Dean, en ese entonces) y apuntó con certeza: “Si un filme trata sobre chicos negando a la sociedad e ignora lo que ellos rechazan, es fácil fingir que no hay fundamentos para su rechazo —sólo están confundidos”. Andrea Arnold abre suficientes ventanas en su película para señalar los oscuros fundamentos de sus personajes; las escenas esclarecedoras del marido de Star y del niño con pijama de Pikachu presentan, por decirlo en términos generales, un rechazo furioso (en la primera) y compasivo (en la segunda) a la stasis y a la falsa estabilidad de un sistema que ya no satisface necesidades esenciales.
Para hacer notar su reacción chocante, estos pandrosos de Dulzura americana hacen suyo el lenguaje del viejo MTV —el del videoclip —, que ha regresado con fuerza para volver locos a los críticos de cine. En un ataque menos desorbitante que la violencia ejercida por Xavier Dolan en el high brow de la crítica internacional, Andrea Arnold colorea dentro de las líneas: el uso constante de música pop es exclusivamente diegético en manos de los personajes mismos, que eligen los himnos que los representan en la radio. Para reafirmar las almas dubitativas, E-40 les recuerda que “everybody got choices”; en el primer cruce de miradas, las almas gemelas “found love in a hopeless place” con la voz de Rihanna, y, en el momento de la transparencia más simplona del filme, Springsteen le da pie a la protagonista para que descubra el anhelo profundo de su corazón con el cover de Dream Baby Dream. A través de letras cursis y repetitivas, ¿no es así como se desahoga el adolescente incomprendido? ¿No es así como se comunica con franqueza? Ya tendremos tiempo más tarde para discutir sobre la deliciosa arbitrariedad de escuchar la detestable Dragostea Din Tei a todo volumen en No es más que el fin del mundo (Juste la fin du monde, Xavier Dolan, 2016). Pero todavía no.
La reiteración musical es uno de muchos aspectos que demuestran aquí un buen ejercicio de incursión. Que la dirección coordine, en lugar de imponer, permite capturar la extrañeza de la soltura juvenil (demostrada brillantemente este año, en latitudes latinoamericanas, por Julio Hernández Cordón en Te prometo anarquía). Dentro de la misma Dulzura americana hay una referencia en carne de mujer que le permite al desvelado que esto escribe definir la intimidad lograda en el filme con un ejemplo contrario: la muchacha de pelo a ras, de mirada ausente, de sonrisa dormilona y cuyos límites wittgensteinianos están establecidos por la mitología de Star Wars se llama Arielle Holmes fuera de la pantalla. Viene directamente de Ni el cielo sabe qué… (Heaven Knows What, 2014), una cinta dirigida por los hermanos Safdie que también observa a un grupo de pobres diablos y sus métodos de supervivencia al margen de la sociedad domesticada. Los Safdie estudian a Arielle y a su pandilla desde la lejanía del telefoto, los adornan con música electrónica y se regodean en la miseria junkie neoyorquina. Distanciamiento. Arnold no podría estar más cerca de sus objetos cinematográficos con la cámara pegada, el fondo fuera de foco (después de todo, estos muchachos no pueden ver más allá de su propia nariz), la relación de aspecto de la Academia que dentro de la eterna camioneta sofoca pero también perfila y observa con atención las miradas celosas de Star, las miradas desafiantes de la capitana, las miradas tramposas de Shia LaBeouf.
Es la trampa, asimismo, un tema siempre evidente y que daría material suficiente para otro textito de éstos. La trampa de los vendedores de casa en casa, la trampa de la seducción de Jake y, más explícitamente, la trampa en la escena de los tres sombrerudos son causantes de una desilusión inconmensurable para un alma inocente.
Todos los caminos planteados por Andrea Arnold llevan a un final de ambivalencia desoladora. En la obra y novela subsecuente de J. M. Barrie, Wendy es el agente que salva a los niños perdidos de la eterna juventud cuando vuelven juntos a Londres y abandonan la ensoñación aventurera de Peter Pan. En Dulzura americana, Star no tiene los pulmones suficientes para escapar del adormecimiento y permanecerá en el abrazo salvaje de Nunca Jamás, cobijada por la luz nostálgica de las luciérnagas. Otra generación será la que despierte.