Por Pedro Paunero

“No se puede matar al Boogeyman…”
Halloween, 1978

En menos de 10 años el cine de terror presentó dos de las cintas más influyentes de la historia, la “Psicosis” (Psycho, 1960) de Alfred Hitchcock, con su primordial asesino serial y “La noche de los muertos vivientes” (Night of the Living Dead, 1968), de George A. Romero. El mismo año, unos meses antes que Romero fundara el cine de zombis, Roman Polanski había ya inaugurado el cine de temática satánica con “El bebé de Rosemary” (aka. La semilla del diablo, Rsemary´s Baby, 1968) que tiene en “El exorcista” (The Exorcist, William Friedklin, 1973) su máxima y definitiva expresión. A la distancia, no resulta extraño que la década siguiente hubiera avanzado hacia un cine literalmente visceral. Herschell Gordon Lewis con “Blood Feast” (1963), creaba el cine “gore”, cuyo fin único, a diferencia de la crítica social que siempre caracterizó el cine de Romero, era el deleite en la mutilación, el destripamiento y el derramamiento a raudales de sangre.

La estética sostenida sobre una fisicidad quebrantada, heredada del legendario Teatro del Gran Guiñol francés, había sido adoptada de manera complaciente por el cine. En la década de los setenta se produjo una de las más rentables películas independientes de la historia, la furiosa “La masacre de Texas” (aka. La matanza de Texas, The Texas Chain Saw Massacre, 1974) de Tobe Hopper, basada, más o menos, en la serie de asesinatos perpetrados por el psicópata de la vida real Ed Gein, a la vez que el realizador Wes Craven presentaba su versión fílmica de la violencia dada en el seno de la familia americana, y la lucha de clases (y clanes), y las consecuencias violentísimas del enfrentamiento con el “otro” en “La colina del terror” (aka. Las colinas tienen ojos/La colina de los ojos malditos, The Hills Have Eyes, 1977), mientras Romero seguiría explorando, y llevando al límite, su crítica social y al consumismo americano con su “El amanecer de los muertos vivientes” (aka. Zombi, Dawn of the Dead, 1978), al mismo tiempo que John Carpenter exportaba, al resto del mundo que la aceptó con los brazos abiertos, una de las celebraciones más antiguas del celtismo, el Samhain, o celebración por la última cosecha del año (y, de hecho, el fin del año celta) en el cual se tributaba, a la vez, a los antepasados muertos que en el sincretismo cristiano se llamara “Víspera de todos los santos”, ganada ya para el mercantilismo, bajo el aspecto de una divertida fiesta dedicada al terror y sus manifestaciones.

Carpenter, y su guionista y productora Debra Hill (fallecida en 2005), enmarcaron una historia de asesinatos múltiples en una comunidad aparentemente pacífica, la imaginaria Haddonfield, Illinois, la noche en que los niños salen de casa a divertirse, hay fiestas y bailes y se pasea por el vecindario pidiendo dulces a cambio de no hacer travesuras. ¿Podía existir algo más inquietante que un depredador, que va matando a diestra y siniestra, paseándose entre niños disfrazados en una noche que tendría que ser de fiesta y risas?

La propuesta carecía de originalidad: la noche de brujas de 1963, Michael Myers, de seis años de edad (Will Sandin), asesina a su hermana adolescente quien, tras tener sexo con su novio, se peina semidesnuda, tranquilamente, en su habitación. Tras pasar quince años en el Smith’s Grove Sanitarium, escapa la noche del 30 de octubre. La noche siguiente continuará sus sangrientas andanzas en su pueblo, mientras conoce y asedia a la joven y virginal niñera Laurie Strode (Jamie Lee Curtis) y es ansiosamente buscado por su psiquiatra, el Dr. Samuel Loomis (Donald Pleasence) y el  Comisario Leigh Brackett (Charles Cyphers).

En esta película inicial se evitaban explicar las causas por las cuales Michael Myers (Tony Moran), cuchillo de cocina en mano y portando una máscara blanca del Capitán Kirk de la serie de culto “Star Trek”, asesinaba a cinco personas, acaso por “pura maldad”, incluyendo en su enigmática y violenta personalidad al psicópata y al asesino sobrenatural capaz de volver una y otra vez, con renovados bríos, no importando las veces que se acabara con él. Rodada con una eficaz cámara subjetiva, John Carpenter rendía tributo a su admirado Alfred Hitchcock a través de los nombres de sus personajes, el Sam Loomis de “Psicosis” y el Tom Doyle de “La ventana indiscreta” (Rear Window, 1954) y ofreciéndole su debut cinematográfico a Jamie Lee Curtis, hija de Janet Leigh, la víctima de Norman Bates en la bañera de la citada “Psicosis”, ni más ni menos (madre e hija aparecerían juntas en otra película de Carpenter, “La niebla” de 1980). Así, con el tiempo, Carpenter se ganaría él mismo la fama de ser una especie de Hitchcock menor. También hay una escena en la que los protagonistas ven por televisión “El enigma de otro mundo” (The Thing from Another World, Christian Nyby y Howard Hawks, 1951), película de la que Carpenter haría un fabuloso remake en la línea del “Body Horror”, en 1982.

La premisa de un asesino de adolescentes sexualmente activas, y drogadictas y que beben alcohol, de entre las cuales sobrevivirá solamente la virgen y casta, se repetiría hasta la saciedad en las perpetuas imitaciones que el cine haría de la “Halloween” original, al punto que el escritor Douglas E. Winter opinara, en la antología de cuentos de terror “Prime Evil” (Escalofríos, Grijalbo Mondadori, 1988):

“El terror convencional siempre ha sido rico en segundas lecturas impregnadas de puritanismo. Si hay una cosa segura es que los adolescentes que practican el sexo en coches o en los bosques morirán. La mayoría de libros y películas de los años ochenta brindan un mensaje tan conservador como su moralidad: el conformismo. Los “hombres del saco” de “La noche de Halloween” o “Viernes 13” son los defensores a ultranza de la uniformidad. No lo hagas, nos advierten, o pagarás un precio espantoso. No hables con extraños. No vayas a guateques. No hagas el amor. No te atrevas a ser diferente (…) Su némesis exclusiva suele ser una heroína monógama (cuando no virginal), una madonna de clase media que ha hecho caso a sus padres y actúa siguiendo sus consejos”.

Lectura moral que Carpenter ha rechazado hacer de su influyente película, que originó secuelas interminables, sin relación con la primera, y recomienzos fallidos, haciendo de esta una franquicia en el más puro sentido de la palabra, hasta llegar a la “Halloween” de este año.

Concebida como una segunda parte, “Halloween” (David Gordon Green), da inicio cuarenta años después de la masacre que Michael Myers realizara en su vecindario. Nuestro protagonista ha estado recluido en un manicomio, pero del Dr. Samuel Loomis ya no hay rastro, por el contrario, este ha sido sustituido por el Dr. Ranbir Sartain (Haluk Bilginer), deseoso de penetrar en la psique asesina y averiguar las razones que lo impulsan a matar, aunque no puede evitar dejar entrever su admiración por su paciente. Será hasta dicho sanatorio que llegue la obvia pareja de periodistas-víctimas, Aaron Korey (Jefferson Hall) y Dana Haines (Rhian Rees), intentando obtener una entrevista de labios del propio Michael (Nick Castle y James Jude Courtney). Las escenas en el manicomio no carecen de escalofriante emoción, sobre todo cuando el insensato Aaron le muestra a Michael la mítica máscara, ahora envejecida (sí, las máscaras también envejecen). Nos enteramos que Laurie, ahora madre de Karen (Judy Green) y abuela de Allyson (Andi Matichak), ha pasado todas estas décadas preparándose para el enfrentamiento final con Myers (de quien está convencida que volverá a las calles), y conserva un arsenal en un sótano secreto de su casa, sabe defensa personal y ha acabado con la infancia de su hija, entrenándola en el uso de armas por su propio bien. Y es, precisamente, esta parte de la película la que nos presenta una difusa observación crítica sobre la sociedad estadounidense tan dada fácilmente a armarse hasta los dientes.

La cinta no evade toda clase de clichés y se regodea en el estilo ya anacrónico de la película de Carpenter y es por esto que falla en la forma, pero, producto de su tiempo (nunca mejor dicho, al ser ya la más taquillera de toda la “saga” Halloween) hace del personaje de Laurie casi una súper heroína, increíble, inmune a los golpes y caídas desde un segundo piso, a la par de su indestructible y sangriento enemigo, idea que amenaza con convertir la película en un filme políticamente correcto. ¿Qué estamos viendo, una cinta Slasher o una de violación y venganza al estilo de “Thriller: Una película cruel” (Bo Arne Vibenius, 1973)? ¿En qué momento Laurie Strode se convirtió en Sarah Connor? ¿Y por qué seguir a Allyson al bosque, sólo para que esta se encuentre con los maniquíes sobre los cuales su traumatizada abuela practica el tiro, y grite en medio de los árboles, y nada más, mientras Michael deambula en la casa? ¿Y el suspenso? La película no se decide por alguno de estos géneros y se vuelve un batiburrillo de argumentos mal mezclados y mal aprovechados en una coctelera agujereada. 

Al contrario que hace cuarenta años, aquí el personaje perdedor, que inevitablemente caerá víctima del cuchillo, será un chico Óscar (Drew Scheid) quien, a través de una frase (“¿No fue su hermano el que asesinó a  todas esas niñeras?” “No. Él no era su hermano, eso es algo que la gente inventó”), también servirá para borrar de un plumazo el parentesco que se había planteado que existía entre Laurie y Michael en alguna película anterior de la saga, que los relacionaba como hermanos. 

Si el público de los años setenta se regodeó, y estilizó en su gusto, por las cada vez más cruentas muertes presentes en el género gore, al grado que este se decantó por tramas más oníricas y extravagantes, hasta el que se considera el último gran título del género, “Campamento sangriento” (Sleepaway Camp, Robert Hiltzik, 1983) con su extrañísimo final en el que se descubre que la muchacha asesina es, en realidad, un chico, en una de las escenas más perturbadoras de este tipo de cine (la “chica” desnuda, mostrando genitales masculinos) y alcanzó el paroxismo de la sangre y la destrucción de lo corpóreo con “Mal gusto” (Bad Taste, 1987) de Peter Jackson, la película de Gordon Green resulta bastante parca y recatada (al parecer esta era la intención de sus realizadores) al momento de presentar los asesinatos (la manera de matar por parte de Myers), y falla igualmente al presentar aquella supuesta denuncia de la juventud descocada, con alguna líneas de dialogo que aluden, como de pasada, a disfrutar de una noche de sexo y drogas, sin ir más allá. El presente, se diría, ha aceptado como algo normal el sexo, las drogas y la diversión.

Pálido homenaje a Carpenter (suena en su banda sonora el tema simple, básico, que creara para su propia película y la escena de Allyson en la escuela empalma con la de su abuela Laurie, en el filme de Carpenter, mientras ambas estudian, en la distancia de cuarenta años, los conceptos de destino de Samuels y Costaine) y a los fans de la franquicia, que también ha hecho gritar al espectador Milennial que, tal vez, ignora la historia y los títulos más relevantes del género, demostrando la eficacia del cliché en el público y cómo este tiende a olvidar lo ya hecho.

“Halloween” es un filme que se sustenta en la nostalgia, aunque la nostalgia no sea suficiente para construir una mejor historia y, por esto mismo, una mejor película.         
             

 

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.