Por Hugo Lara Chávez
“Hilda”, la opera prima de Andrés Clariond Rangel, tiene el acierto de aproximarse a un personaje muy manoseado en el cine mexicano pero casi nunca abordado con inteligencia: el de las empleadas domésticas. “Hilda” retrata a este personaje a partir de la truculenta relación que establece con su patrona y el deterioro mental de ésta, que lleva al filme por los caminos del thriller, el drama y la comedia de humor negro. Esta película se estrena en cines el 4 de septiembre 2015.
Las sirvientas en la cinematografía nacional han sido por norma personajes secundarios, chuscos y pintorescos a veces hasta la infamia, como en el horripilante filme “¿Qué le dijiste a Dios?” (Teresa Suárez, 2013), en el que se vuelca todo el racismo y clasismo contra ese grupo de trabajadoras, muchas de ellas de origen indígena. Esas películas las han caricaturizado con abuso desde la fantasía aspiracional del ascenso social, como en “Nosotras las sirvientas” (1951) o “María Isabel” (1968). En cambio, hay algunas honrosas excepciones que vale la pena rescatar, como “Confidencias” (1982), de Jaime Humberto Hermosillo, así como un corto de los años setenta, “La sirvienta”, producido por el Centro de Producción de Cortometraje.
“Hilda”, con guión del propio director inspirado en la obra teatral de Marie Ndiaye, narra la historia de la señora Susana (Verónica Lánger), esposa del millonario señor Le Marchand (Fernando Becerril), petulante francés racista y prejuicioso. Susana busca a una niñera para su hijo Beto (David Gaitán), quien vuelve de Estados Unidos con su esposa gringa y su bebé. Susana convence a su ex jardinero para que su esposa Hilda (Adriana Paz) acepte el trabajo, a cambio de unas letras de la hipoteca de su casa, que ha sido pagada por el matrimonio Le Marchand. En paralelo, Susana es buscada por unos universitarios para que ofrezca su testimonio sobre los sucesos de la matanza estudiantil de Tlatelolco de 1968, donde ella estuvo presente en su juventud. Su soledad, el desinterés de su marido y su vacío íntimo detonan en ella el interés por revivir su participación en las protestas del 68, mientras comienza a tejer una relación con Hilda, a la que va sometiendo a su caprichoso poder a pesar de su resistencia, llevándola a una situación extrema.
La película tiene varios méritos que la hacen destacar. El guión fluye casi sin baches en sus primeros dos tercios, a partir de la construcción de su personaje central, la señora Susana Le Marchand, cuya frivolidad le hace decir cosas descabelladas a sus sirvientas como “Nunca he tenido una Hilda”, cual si se tratara de muñecas o mascotas. La personalidad de Susana, aparentemente inofensiva, se va tornando sombría hasta un grado patológico en relación a su empleada, que en algo recuerda a “Misery” (Rob Reiner, 1990) sobre el encuentro entre un escritor y una admiradora piscótica.
Por otra parte, el trasfondo político sobre el interés de los estudiantes en su testimonio sobre 1968 no adquiere una dimensión realmente importante, pues es usado como un recurso más que un objetivo, a partir de un supuesto proyecto del gobierno de convertir la Unidad Tlatelolco en departamentos de lujo. Hacia el desenlace, el debate político queda simplificado y el grupo de estudiantes se diluye como un personaje de acompañamiento, sin el protagonismo que alcanza en filmes como “Bandera rota” (Gabriel Retes, 1978), pero por arriba de la fallida “Tlatelolco, verano del 68” (Carlos Bolado, 2012). Otros aspectos llamativos de esta crítica a la clase alta, se describen mediante las luminosas y enormes mansiones (la película se filmó en la hermosa Casa Prieto en el Pedregal de San Ángel, diseñada entre 1945 y 1950 por el arquitecto Luis Barragán) resguardadas por escuadrones de guaruras, o los negocios multinacionales que han puesto en venta al país.
En este sentido, aunque “Hilda” no se despoja de cierta visión maniquea sobre las clases sociales: la bondad de los pobres contra la perversa ociosidad de los ricos (allí figura el personaje del hijo, un baquetón con aspiraciones de poeta), la realización y el guión lo equilibran con su legítima carga de crítica social, en el contexto de un país como México donde son escandalosas las diferencias entre sus estratos, el abuso de los poderosos, el tráfico de influencias y las injusticias, la corrupción y otros males, que recurrentemente han sido tocados en filmes mexicanos recientes, como “Déficit” (Gael García, 2007) o “La zona” (Rodrigo Plá, 1997).
Por otro lado, el director Clariond Rangel filma con buen ritmo y timing, con finos guiños de humor negro que se agradecen, aunque el desenlace es algo atropellado. Asimismo, logra dirigir bien a un grupo de buenos actores que se desenvuelven satisfactoriamente, sobresaliendo Verónica Langer (ganadora del premio de mejor actriz en el Festival de Morelia), así como el siempre confiable Fernando Becerril y la convincente y auténtica Adriana Paz.
La producción tiene buen nivel técnico y de calidad, con la fotografía de Héctor Ortega y el diseño de producción de Hania Robledo.
Dirección: Clariond Rangel, Andrés. Guión: Clariond Rangel, Andrés. País: México Producción: Célis, Nicolás. Compañía Productora: Cinematográfica CR | EFD | Pimienta Films. Fotografía: Ortega, Héctor. Edición: Asuad, Yibran | Figueroa, Oscar | Musálem, Miguel | Parisi, Adrián. Sonido: Díaz, Sergio | Núñez, Santiago. Música: Monfort, Rodrigo. Dirección de Arte: Robledo, Hania. Reparto: Verónica Langer, Fernando Becerril, Adriana Paz, Eduardo Mendizábal, David Gaitán, Anna Cetti.