Por Hugo Lara Chávez

Alejandro Jodorowsky es un gurú, un predicador, un mimo, un escritor, un sanador psicomágico, un tarotista y también un cineasta. Pero no es un cineasta cualquiera, sino uno que se funde tan íntimamente con sus películas que podría constituir con sus filmes un género cinematográfico propio. En su filmografía siempre hay una fuerte presencia suya, a partir de su arte expresivo y su búsqueda filosófica, de sus obsesiones y fantasías donde integra el teatro, la pantomima, el circo y el esoterismo. Todo ello siempre en un tono provocador, obsceno, inesperado y muchas veces poético.

“La danza de la realidad” (2013), su más reciente película, es otro ejemplo de ello, un eslabón más de su carrera dentro del cine que comenzó con “Fando y Lis” (1968) y que ha continuado con un puñado de películas que lo elevaron hasta convertirlo en una figura internacional y un cineasta de culto: “El Topo” (1969), “La montaña sagrada” (1972) y “Santa Sangre” (1988), las tres producidas en México, entre otras.

“La danza de la realidad” es un filme que posee una fuerte carga autobiográfica que no está en los otros filmes de Jodorowsky. Visualmente imponente, de paisajes asombrosos, el relato comienza en los años treintas del siglo XX, en Tocopilla, el pueblo al norte de Chile donde nació el director. Esta dividida en tres actos muy diferenciados. El primero es la historia del niño Alejandro (Jeremias Herskovits), tímido y solitario, hijo del próspero comerciante judío-ucraniano Jaime (Brontis Jodorowski) y de Sara (Pamela Flores), una regordeta mujer que en lugar de hablar canta como soprano. En ese pueblo lleno de pobres y soldados mutilados, Alejandro manifiesta una especial sensibilidad que lo acerca con gente y situaciones extrañas de su alrededor. Pero sufre los maltratos de su padre que teme tener un hijo “maricón” y lo educa con rigidez y mano dura.

El segundo acto del filme narra la aventura de Jaime, que se une a un grupo de comunistas y es elegido para viajar a la capital chilena para  matar al tirano que gobierna el país, pero fracasa y, en una absurda confusión, queda a su servicio como caballerango. El último acto corresponde al desenlace, que une y cierra los dos bloques anteriores.

Lo primero que salta a la vista de esta película es su espectacular propuesta visual, su grandilocuencia que llena los ojos. Independientemente de su caudal narrativo, es un deleite mirar la atmósfera de carnaval que Jodorowsky ofrece a la vista a lo largo del filme: desde los personajes del circo, los bomberos, el grotesco grupo de comunistas, los seres fantásticos que aparecen y desaparecen (como  la Reina de Copas) o el enano que atrae clientes afuera de Casa Ukrania, la mercería de la que es propietario Jaime.  En este sentido, pueden identificarse similitudes cinematográficas con el cine de Federico Fellini.

Todo está lleno de color, en composiciones muy bien logradas por el fotógrafo Jean-Marie Dreujou y la directora de arte Alisarine Ducolomb  Pero sobre todo, la presencia misma de Alejandro Jodorowsky en pantalla, narrador que va y viene, que se corporiza y que nos introduce en sus reflexiones y recuerdos, los del niño Alejandro de la película, y los de su padre, que es encarnado ni má ni menos que por su proìo hijo Brontis.

Jodorowsky apela a los recursos escénicos que tanto le gustan y que domina a la perfección: hace una mezcla de géneros y trucos sin limitarse, como si fuera un George Méliès empleando al Cirque du Soleil.

En su narración, hay muchas escenas con humor e ironía, pero también, como lo propone desde el inicio, una provocadora protesta contra los valores modernos de la realidad, en una danza que entrañan el dominio del dinero y el poder, frente a la despreciada influencia de la sensibilidad y el arte. Desde luego, también, es un relato sobre la relación padre-hijo, tal vez lo más personal que Jodorowsky quiso poner en el lienzo, pero que de pronto, en el segundo bloque, parece que se aleja demasiado.

El filme tiene una estructura basada en la acumulación de viñetas, anécdotas que a veces se sienten un poco aislados, pero que al menos siempre resultan curiosas y exóticas. Sin embargo, el director-guionista logra darle una cohesión general al presentar su relato como recuerdos agolpados y retazos oníricos de una memoria fantasiosa.

A una parte de la crítica y el público les parece que Jodorowsky es un intelectual demodé, cuya irreverencia corresponde a los años sesentas, la psicodelia y el LSD. Pero a sus 84 años (nació en 1929), Jodorowsky sigue siendo un pensador interesantísimo, honesto y vigente, más atrevido y vanguardista que muchos cineastas del mundo que son menores de 30 años.  Jodorowsky aun tiene muchas cosas qué contar y debatir. Se disfruta que lo intente como cineasta en “La danza de la realidad”. Ojalá vengan más películas.

Dirección: Alejandro Jodorowsky.  Guión: Alejandro Jodorowsky  Pais: Chile  Producción: Cosío, Moisés | Alejandro Jodorowsky | Seydoux, Michel  Compañía Productora: Caméra One, Le Soleil Films  Fotografía: Dreujou, Jean-Marie  Edición: Montieux, Maryline  Sonido: Vargas, Claudio  Música: Handelsman, Jonathan | Jodorowsky, Adan  Dirección de arte: Jonathan Handelsman, Alejandro Jodorowsky  Reparto: Flores, Pamela | Herskovits, Jeremias | Jodorowsky, Brontis

Por Hugo Lara Chávez

Cineasta e investigador. Licenciado en comunicación por la Universidad Iberoamericana. Director-guionista del largometraje Cuando los hijos regresan (2017). Productor del largometraje Ojos que no ven (2022), entre otros. Director del portal Correcamara.com y autor de los libros “Pancho Villa en el cine” (2023) y “Zapata en el cine” (2019), ambos con Eduardo de la Vega Alfaro; “Dos amantes furtivos. Cine y teatro mexicanos” (coordinador) (2015), “Luces, cámara, acción: cinefotógrafos del cine mexicano 1931-201” (2011) con Elisa Lozano, “Ciudad de cine” (2010) y"Una ciudad inventada por el cine (2006), entre otros.