Por Pedro Paunero
“La sombra de mi padre” (My Father´s Shadow, 2025), el trabajo con el cual el cineasta Akinola Davies debutara, fue presentada en la sección Un certain regard del Festival de Cannes, donde se hizo acreedor de una mención especial, como la primera película nigeriana jamás estrenada en el festival-, constituyéndose en una propuesta estética que aúna el viaje íntimo de autodescubrimiento, con una reflexión dolorosa sobre las masculinidades contemporáneas en contextos postcoloniales. Su historia es sencilla. Un padre que trabaja en la ciudad se ve forzado a dejar a sus hijos y a su esposa en el pueblo. La necesidad le obliga a llevarlos a Lagos, en el momento reciente en que dejara de ser la capital del país, en un intento fútil, doloroso, de cobrar sus salarios caídos. Se encuentra con parientes en el camino, se enfrenta a compañeros que muestran una cara en apariencia amigable y comprensiva, y se topa con el desengaño, mientras sus hijos descubren la ciudad de la peor manera posible, en su frialdad y distancia. Se trata de una historia milenaria, que bien pudo situarse en la Mesopotamia anterior a Cristo, cuando algún viajero del por entonces mundo conocido arrastrara a sus hijos desde la aldea a la novedosa civilización. O bien, la visión del habitante de un pequeño país que, por obligación, migra a la ciudad de los rascacielos, donde los códigos de conducta y el devenir cotidiano son otros, y su otredad invisibilizada. La película funcionaría igual, como una narración atemporal y reflexiva, mientras su discurso autorreferencial -basado en la experiencia de su director- hacen de esta una cinta universal e inmediata.
La trayectoria biográfica de Akinola Davies -nacido en Londres y criado entre Gran Bretaña y Nigeria- nos descubre el contexto de su obra. Al ser esta una película primeriza, es temprano aún para categorizarla como obra completa, acabada, sin embargo, su identidad transnacional se manifiesta, en este primer ejemplo, a través de una mirada fílmica que, hasta el momento, rehúye las categorías binarias, aquellas que separan lo local de lo global, para posicionarla en lo universal. En “La sombra de mi padre”, Davies explora la herencia cultural y emocional de aquello que denominamos lo nacional, y de aquello que reconocemos como lo familiar, a través de una narrativa situada en la Nigeria de 1993, cuando estallara una crisis política provocada por el golpe de Estado del general Ibrahim Babangida, que provocó brotes de violencia por todo el país. La elección de este tiempo y lugar no es, en absoluto, fruto del azar. Su trasfondo histórico funciona como metáfora de una ruptura personal y colectiva, donde el orden patriarcal se fractura, y la estructura política se agrieta. La película se pregunta qué significa ser un padre de familia en un país cuya inestabilidad lo trasciende y oprime, y no ofrece consuelo en su decurso.
El director escribió el guion en coautoría con su hermano Walen, en un acto de catarsis por el recuerdo de su padre, que muriera cuando ambos rondaban sus veinte años, haciendo de la película una indagación en el propio duelo, de ahí el título. Es pues, la sombra de ese padre ausente (en la vida del cineasta por muerte, en la vida de los pequeños protagonistas por ausencia laboral), que permanece en su ausencia, marcando los actos cotidianos. Pocas películas africanas tenemos la oportunidad de ver por estos lares, y hace falta estar un tanto informados para enmarcar “La sombra de mi padre” en un tipo de cine que se ha dado como fenómeno reciente en toda África, cuyos componentes son lo biográfico y lo íntimo, en clave trascendente. Una búsqueda del yo, identitaria, a nivel continental.
El personaje de Folarin (Sope Dirisu) encarna una figura paterna ambigua, fragmentada entre esa obligación (que lo impulsa a cobrar el salario que le deben, para mantener a su familia) y la ausencia necesaria. Folarin es un padre y esposo distante, dividido entre su trabajo fuera del pueblo y su familia, que representa una masculinidad puesta a prueba por la precariedad y la migración, representando una paternidad antiheroica, frágil, siempre puesta a prueba. Sobre todo, humana. Los niños, Aki (Godwin Egbo) y Rémi (Chibuike Marvelous Egbo), perciben la inestabilidad de esa paternidad y la confrontan con una mezcla, igualmente ambigua, de resentimiento y deseo de reconocimiento. La cámara de Davies -atenta a los gestos mínimos, a los rostros infantiles y adultos que dudan-, se convierte en un medio emocional potente y revelador. ¿Quién es Folarin, el padre, para estos niños? Y ¿cómo se asimila esta ciudad, que tanto enajena como separa?
La fotografía de Jermaine Edwards (quien trabajara en “Mathilda, de Roald Dahl, el Musical”), acentúa los tonos cálidos y unas composiciones cerradas, para acercarnos visualmente a la intimidad y al encierro emocional de los protagonistas. Hay una escena al principio de la película, en la cual vemos a los niños inmóviles frente a la casa familiar, que tendrá continuidad en las secuencias de la playa, donde la efímera complicidad entre padre e hijos anticipa una separación definitiva, a través de un lirismo propio, auto descubierto.
¿Será exagerado decir que estamos ante una de las mejores películas africanas de todos los tiempos?

