Por JJ Flores Hernández

“Una carta siempre llega a su destino”, afirmó Jacques Lacan en ese texto inaugural que es “El seminario sobre la carta robada” (1956). De compleja textura, el psicoanalista lee el cuento homónimo de Edgar Allan Poe para indicar la certeza de las cartas y la potencia de las palabras. Historia de desencuentros, la lectura que Lacan hace del cuento es significativa en dos aspectos. Primero, subraya la creencia de que todas las personas que tocan la carta sienten que tienen un poder. Y segundo, la verdad del engaño llega por otras vías o, en otras palabras, el deseo está en otro lado. Lo que las cartas llevaban, cuando era plausible hablar de ellas, eran palabras de alguien que deseaba. Es la filatelia el arte de atesorar el diminuto signo que permitía que cualquier misiva viajara. El timbre postal era el pasaporte de las cartas. Frida Meza Coriche, como filatelista atesora lo mínimo: las historias de encuentros en las cartas.

En “La carta” (2014), Ángeles Cruz situó una historia de amor a partir de la pregunta viviente en una misiva de despedida. Lupe, después de muchos años, regresa a Tlaxiaco. Su familia no la acepta, la piensa enferma. No importa, Rosalía es el motivo del retorno. “Ahora regreso porque no me hallo. Estoy muerta desde que me fui”, dice Lupe para justificar su llegada. Entre Lupe y Rosalía no hay más que deseo, amor y miedo; el pueblo es intolerante con las mujeres que se aman. El reencuentro posibilita el escape. Con olímpica torpeza, Sebastián Lelio intentó contar algo semejante en “Desobediencia” (2017). A pesar de dos o tres momentos interesantes, el chileno sucumbé ante el morbo de su mirada masculina. Ángeles Cruz, en cambio, condensa no sin traspiés, sentido y sencillez. “Las dos Claudias” (2019), primer cortometraje de Frida Meza, sigue esos dos signos. En Cruz y en Meza hay una filatelia genuina: lo mínimo que hace mundo.     

Claudia (Victoria Uribe Bátiz, pujante-pujando) trabaja en una librería de viejo. En su reacomodo rutinario encuentra una carta que convertirá en razón: encontrar a la destinataria Claudia. Claudia comienza a buscar a Claudia, la otra, la de la carta. Poe revitalizado. Lacan en actualidad. De premisa simple, la primera escena muestra sensibilidad creativa. Homologable a aquel momento en que Rosario Castellanos, cuando joven, está revisando libros en “Los adioses” (2017) de Natalia Beristáin. En su primer intento, Claudia se cruza con Lorena (Saidde, cumplida-cumpliendo) y juntas deciden llevar a cabo la búsqueda. Van a otra casa para ser no sólo rechazadas sino también despojadas del tesoro: quien tiene la carta tiene poder. Meza filma con ingenua honestidad. Tropieza, como Cruz, en el uso de la música para explicar una emoción y además para que sirva de transición. Como filatelista, no soporta el silencio, la ausencia de signo. Y, sin embargo, articula miradas y gestos que apagan la música y permiten la sorpresa y el arrobo. Un acicate minúsculo empero memorable. Claudia encuentra a la otra Claudia (Patricia Rojas, silente-silenciando), ya vieja, y le entrega la carta. Claudia lee y entonces Meza recurre a la analepsis para mostrarnos el idilio y la tragedia; más que un recurso narrativo es una experimentación estudiantil: la virtud es el riesgo.

“Uno solo, deambula. Dos, van a algún lado”, dice Scottie en “Vértigo” (Hitchcock, 1958). En el último plano, Claudia y Lorena pedalean sonrientes: ninguna de las dos está sola, ya van a algún lado. El deseo y el amor también andan en bicicleta. La tristeza de las cartas se derivó de lo insuficiente que eran leer besos o caricias. Toda carta llega a su destino porque fracasa: no hay encuentro empero sí ilusión; lo que casi siempre basta. “Las dos Claudias” es un cortometraje con pluralidad de perspectiva empero aún con dudas. Sí, todas las historias merecen ser contadas, pero no todas ser valiosas. Frida Meza hace interesante la estampilla que permite a su carta viajar: es valiosa porque llega a destino.


@JJFloresHdz
Centro de la ciudad, Qro., Qro.
Dos de julio de dos mil veinte.