Por Pedro Paunero
Es de conocimiento, entre los coleccionistas de curiosidades cinematográficas, que cuando le preguntaron a Eric Idle sobre su siguiente película, contestó lo primero que le vino a la cabeza: “Jesucristo, ansias de gloria”. Bajo este dudoso compromiso, los Monty Phyton crearon “La vida de Brian” (Life of Brian, 1979), una de las comedias más divertidas, inteligentes e, incluso, oscuras de la historia, debido a ese final, aparentemente optimista.
Con el “Napoleón” (2023) de Ridley Scott, sucede un fenómeno interesante, que daría pie a una seria búsqueda y catalogación de todas las películas que no comprenden al personaje -ni lo desean- y, en aras de una puesta en escena grandilocuente, someten, primero, y sacrifican, después, no sólo el rigor histórico, sino el respeto al público, y la dignidad del personaje retratado. “Comedia histórica” (Historical Comedy), debería llamarse este subgénero, en el cual cabrían películas como “Calígula” (Tinto Brass, Bob Guccione, Giancarlo Lui, 1979) donde el material pornográfico de relleno, las célebres bacanales romanas -y el impactante asesinato de Julia Drusila, su agreste hija, cuya cabeza fue estrellada contra una pared- serían, irónicamente, lo más apegado a lo real e histórico, “El jardín de Tía Isabel” (1972), desternillante humorada psicotrónica de Felipe Cazals sobre la conquista de México y, sin duda, el “Napoleón”, de Ridley Scott.
Lo repito: todos los cineastas enloquecen cuando ruedan una biopic sobre Napoleón. Lo hizo Abel Gance y, con su enloquecida técnica -algunos dirían “revolucionaria”, pero, más bien insensata-, no haría sino reafirmar al cine como un espectáculo que debe, necesariamente, causar un impacto en el espectador. Empero, la película de Gance es una -larga- e inspirada muestra de genio en posesión de todo su potencial creativo, que cree, fehacientemente, en todo lo que el cine puede darnos.
En el “Napoleón” de Scott, por el contrario, la cámara, voyeurista, se mete -y nos arrastra-, a los aposentos de un Napoleón interpretado de forma distanciada, por Joaquin Phoenix, en escenas que ya tuvieron una mejor resolución en la teleserie “Napoleón y Josefina. Una historia de amor” (Napoleon and Josephine: A Love Story, Richard T. Heffron, 1987) cuya finalidad desvergonzada era esa, precisamente, con un Armand Assante y una Jacqueline Bisset en los roles principales, cuya química era mayor que la que sucede entre Phoenix y Vanessa Kirby, como Josefina de Beauharnais.
Scott dirige otra de sus megalómanas y tramposas puestas en escena -como la anterior “Cruzada” (Kingdom of Heaven, 2005), vergonzosa fantasía donde la Orden del Temple aparece como la villana de la historia o, la peor, “Hasta el límite” (G. I. Jane, 1997)-, y logra entregarnos, sí, una serie de batallas espectaculares -especial atención merece la batalla de Austerlitz, y la retirada de la coalición sobre el lago helado Satschan, con las balas de cañón rompiendo el hielo, y los cuerpos de hombres y de caballos hundiéndose y ensangrentado el agua helada, en un recuerdo de la destrucción del ejército teutónico en “Alexander Nevsky” (1938), de Eisenstein, como eterno referente-, y, no, una indagación más profunda del personaje, cuyas motivaciones resultan siempre elusivas.
Ridiculizado y caricaturizado en una sátira involuntaria, por demás descafeinada, el “Napoleón” de Scott, es casi reducido a un símbolo: el del payaso caliente que se pierde bajo las enaguas de Josefina, y espoleado por sus amoríos extra matrimoniales, en un paralelo insospechado -opuesto, sin embargo-, con el “Gran dictador” (The Great Dictator, 1940), de Chaplin, que gana en dignidad, con su discurso final.
Joaquin Phoenix encuentra aquí toda la parte cómica de la que su dramático “Joker” (Todd Phillips, 2029), carecía, su Napoleón arrastrándose fuera de las puertas del Palacio de Saint-Cloud, durante el golpe de estado de noviembre de 1799, o gateando bajo la mesa para metérsele en medio de las piernas a Josefina, es capaz de arrancar carcajadas sinceras en el espectador, mismo que continúa riendo a lo largo de casi toda la película.
Los diálogos, carentes de tensión sexual entre ambos personajes, resultan igualmente humorísticos, en su afán de reflejar una batalla de los sexos, ¿y qué decir de las histéricas reacciones de esta Josefina -que ríe y llora a la vez, como el personaje del “hombre que ríe”, de Víctor Hugo-, durante el divorcio?
¿Dónde ha quedado la maestría de aquel Ridley Scott que inscribió dos películas en el imaginario pop, y en los listados de lo mejor de la Ciencia ficción, que son “Alien, el octavo pasajero” (Alien, 1979) y “Blade Runner” (1982)? Títulos que demuestran que el realizador se mueve a sus anchas, en esta categoría de la ficción.
Al final, lo rescatable de este “Napoleón”, es el haber logrado la película de más alta envergadura de este subgénero, si no nuevo, siempre involuntario en su comicidad y siempre egocéntrico y desproporcionado, por parte de sus directores: la Comedia histórica.
Véase también:
“Una locura cinematográfica llamada «Napoleón»” por Pedro Paunero.