Por Sergio Huidobro
Desde Morelia, Michoacán
La batalla por legitimidad de una biografía es una sin salida ni vencedores: gana el que la vive y gana el que la cuenta, porque la pelea contra la verdad de la memoria ya la perdieron los dos. Si Pablo Larraín parece un artista tan sensato es porque sabe esto, y casi siempre tiene a bien emprender sus exploraciones de la memoria chilena dentro del terreno de la fabulación novelesca, y nunca con la pretensión quijotesca de desfacer tuertos o dirimir verdades.
Imagino que es por esto que su “Neruda” resulta un piso resbaloso si se la quiere usar para aproximarse a una figura gigántica, complicada, que si ya resultaba voluptuosa y multidimensional cuando estaba viva, lo sigue siendo cuarenta años más tarde, cuando una nación entera no acaba de diagnosticarle las causas de muerte ni las circunstancias, y sigue barajando su esqueleto como la evidencia para comprobar, cuando menos, dos o tres versiones de la historia chilena reciente. Hace falta ser ambicioso (o dicho en chileno: weón) para meterse en semejante pantanal saltándose, además, las rutas más cómodas de la biografía clásica. Porque a la película de Larraín, sea lo que sea, hay que medirla con sus propias reglas; me resulta incómoda como “El club” o como “Post Mortem”, pero por razones de otro orden.
Lo digo primero, en palabras más claras: no logro entenderme con “Neruda” ni como espectador de cine, como hispanoamericano ni como lector del poeta, y las tres cosas las soy desde hace tiempo, sobre todo la de en medio. Mucho de la película me gusta, y son más de dos cosas las que le admiro, pero algo en ella me incomoda, y es el síndrome de Estocolmo del guionista, el casi siempre extraordinario Guillermo Calderón, al crear en el policía facha Oscar Peluchonneau (Gael García Bernal), romántico de mal gusto y pinochetista anterior a Pinochet, un personaje más complejo y con capas más interesantes que el propio Neruda interpretado por Luis Gnecco. A este último, con el perdón de Gnecco (a quien admiro en cada papel donde lo veo) la película se le va en esquivar los bordes de la caricatura o la parodia. La última línea de diálogo (“Y puedo escribir los versos más tristes esta noche”) me parece más portentosa ahí, cuando la dice el policía, que cuando el propio Neruda la recita en el inicio, disfrazado para una suerte de orgía de izquierdas. Yo he terminado preguntándome, sinceramente, si el primero pretendía ser antagonista o no.
La película la recibo con entusiasmo, porque a Larraín le admiro muchas cosas y porque me borra el recuerdo de la previa, espantosa “Neruda” (2014) dirigida por Manuel Basoalto y protagonizada por José Secall, que contaba más o menos lo mismo pero con una solemnidad acartonada que haría sonrojarse al canal Hallmark. Esta versión, en su libertad, en su ambición de traducir a cine la plasticidad verbosa, de naturaleza exuberante, del imaginario nerudiano, es una pieza más perdurable y mejor labrada, pero de ningún modo perfecta. Una falla que le reprocho es poner en escena a dos portentos de la actuación chilena como Mercedes Morán (la mujer de Neruda) y Alfredo Castro (el Gral. González Videla), desdibujándolos en segundo plano. Otra, de tipo estructural, es que su primer tercio la película se ocupe en buscar a trompicones su tono; es con la aparición de Peluchonneau donde la cuesta empieza a remontar para, en su último tercio, alcanzar sus notas más altas.
“Neruda”, que inauguró anoche el 14º. Festival Internacional de Cine de Morelia, llegará a las salas a finales del próximo enero, a tiempo para subirse a la ola de la temporada de premios. El propio Neruda, habitante transitorio de la capital michoacana en su etapa como cónsul diplomático, dejó escritas algunas líneas sobre la ciudad y sus arcos “por donde pasan las sombras / de la historia.”