Por Pedro Paunero
“Padre, te absuelvo de tus pecados.
Y también me absuelvo a mí de ellos”
Jakub Procházka.
Hay un lugar común en innumerables historias de Ciencia ficción, que tiene que ver con el mismísimo “nostos” que impregna una narración tan antigua como la Odisea. Se trata del tormento por la memoria que experimenta Kris Kelvin en la “Solaris”, de Tarkovsky, de la cama donde David Bowman agoniza, situada en el hotel cósmico de “2001. Odisea del espacio”, de Kubrick, de recorrer los estantes de la biblioteca de “Interstellar”, de Christopher Nolan y, por supuesto, de ese no-lugar en un agujero de gusano donde la Dra. Ellie Arroway se reencuentra con su padre fallecido en “Contacto”, de Robert Zemeckis. Un lugar común. No sólo un cliché, también una construcción que, en un lugar lejano del espacio y tiempo terrestre, ha sido diseñado por mentes no soló ajenas, sino superiores, a la nuestra. Un lugar donde pueda uno sentirse en casa, pero que no es nuestra casa.
La idea es antigua. No sólo se remonta a Homero, sino que el subgénero lo ha convertido en un elemento recurrente. Está en “Eternidad artificial” (Ersatz Eternal, 1972), y ese mundo conocido (habitado por recuerdos), que los astronautas descubren en un mundo desconocido, del genio A. E. Van Vogt, pero también en el pueblo estadounidense que, súbitamente, se materializa en la superficie marciana en “Crónicas marcianas” (1950), de Bradbury. Es, pues, esa necesidad que, una vez que se ha alcanzado la meta, ya se está reconvirtiendo en regreso.
La historia de “El astronauta” (Spaceman, Johan Renck, 2024) pues, no es original. Jakub Procházka (Adam Sandler), es enviado en una misión espacial checa para averiguar la naturaleza de una nebulosa. Jakub es un héroe nacional, y tiene como fin alcanzar primero que una expedición coreana, a la nebulosa, denominada como la “Nube Chopra”, en las inmediaciones de Júpiter, que puede desvelar los mismísimos misterios del universo, tomar muestras y volver. Mientras tanto, su esposa Lenka (Carey Mulligan) con un embarazo muy avanzado, se convence cada vez más de divorciarse de él, a la vez que la Comisionada Tuma (Isabella Rossellini), trata de convencerla de que “no se abandona al esposo cuando está en un lugar peligroso”.
Después de algunas vicisitudes propias de todo viaje espacial, como que el baño no funcione, Jakub, que también es atormentado por los recuerdos de su padre, víctima del comunismo de la antigua Checoslovaquia, se topa con un visitante inesperado, que primero lo aterroriza y a quien, finalmente, acepta como compañero de viaje en su soledad, una especie alienígena con aspecto de araña gigante, que ha viajado a través de las corrientes espaciales, después que su mundo hubiera sido destruido por parásitos -los gorompeds-, que consumiera su especie desde dentro, y lo convence de someterse a terapia psicológica espacial, siempre que Jakub ya ha renunciado a terapia psiquiátrica a distancia.
La necesidad, tan humana, de nombrar las cosas y los seres, lleva a Jakub a llamar Hanus a la araña (cuya voz es de Paul Dano), mientras esta lo estudia, haciéndole revivir sus dolorosos recuerdos matrimoniales, a la vez que Hanus llama a Jakub “Humano delgado”. Así, Hanus, convertido en un bizarro Freud interestelar, va indagando en la naturaleza humana, pero también en la individualidad egoísta de Jakub. Si está curiosa transposición espacial de la atroz señora de Cirith Ungol logra conmover al espectador, es debido a que se ha hecho un buen uso del CGI, y la voz serena de Paul Dano ayuda a creerlo. Hanus es la última encarnación del E.T. ingenuo y bueno, atraído por las contradicciones del ser y devenir humanos.
La película -adaptación de la novela “El astronauta de Bohemia”, de Jaroslav Kalfar-, redunda en varios clichés, algunos, como el del viaje distante para encontrarse a sí mismo, a la vez que se espía un pecado familiar, vertebran la película anterior, “Ad Astra” (2019), dirigida por James Gray, y un eco lejano con la obra teatral “El pájaro azul”, de Maeterlinck, cuyos protagonistas buscan la felicidad en lugares extraños.
La naturaleza misma de la Nube Chopra, tiene su paralelo en la Tierra, cuando Jakub, auxiliado por Hanus, descubre que es un repositorio universal -el pasado, presente y futuro se entrecruzan ahí-, en una proyección, a nivel cósmico, de los Campos morfogenéticos de Sheldrake o los archivos akáshicos, de la Teosofía.
La película no evita, tanto en la primera escena, como en una de las últimas, la referencia a la dulce evasión de Kris Kelvin en el riachuelo, en “Solaris”, cuando Jakub, vestido con el traje de astronauta, camina por otro riachuelo, en medio de un bosque, y la cámara toma las mismas plantas acuáticas, peinadas por la corriente, para encontrarse con Lenka, vestida como en un cuento de hadas. La música de Max Richter, en especial el tema “Don’t Go Away”, interpretado por Sparks, (Ron y Russell Mael) cierra con melancolía este filme, situado entre lo kitsch y lo realmente inspirado.
Philip K. Dick aseveró en una ocasión que el verdadero protagonista de un cuento o novela de Ciencia ficción es una idea, no una persona, y “El astronauta” -que debió titularse “El cosmonauta”, por provenir del ex bloque soviético-, resulta así, curiosamente paradigmático. ¿Era necesario dejar la Tierra para encarar a un psiquiatra especial de ocho patas y seis ojos? Aunque risible, si sólo nos atenemos a esa premisa, la película logra sortear, y bien, el ridículo.
Entonces ¿por qué ver “El astronauta”? Porque, la muchas veces incierta grandeza de la Ciencia ficción, está hecha del mismo tejido del tapiz de Penélope. Es repetitivo, pero mantiene el encanto de lo añejo y, el subgénero, que sueña tanto con futuros, a pesar de lo rápidamente que se vuelve anticuado, sigue siendo el único capaz de causarnos asombro, y una rara mezcla de vacío y plenitud ante lo cósmico.
Defectuosa, pero sincera, “El astronauta” nos recuerda que lo mejor de la Ciencia ficción es, siempre, un reflejo de todo aquello que nos hace humanos. Y es más que suficiente.