Por Pedro Paunero
Si hay algo peor que un charlatán, es un charlatán que utiliza lo andado por otros para hacerse pasar por original. A pocos segundos de comenzar la recientemente estrenada serie de Netflix, “Los apocalipsis del pasado”, le preguntan al pseudoarqueólogo Graham Hancock “¿Cómo se describiría?”, este sonríe, “¿Cómo me describiría?”, para después pasarnos fragmentos de entrevistas donde lo acusan de nula seriedad en sus investigaciones, pero también las portadas de sus innumerables bestsellers. La serie, pues, desde el comienzo marca su propio tono, la de presentarnos a un hombre que pasa por honesto –“no soy arqueólogo, soy un periodista”-, que se percibe a sí mismo como una víctima del elitista sistema científico mundial -que esgrimiría un mero argumento de autoridad-, cerrado a las “otras verdades”, que podrían derrumbar todo el edificio de conocimientos establecido y que, por tanto, lo convertiría a él en un nuevo Copérnico, Magallanes o Darwin, de la pseudociencia.
Hancock dice “investigar la prehistoria del hombre”, pues “sospecha que los humanos son una especie con amnesia”, ya que hemos olvidado -o ignorado, según su esquema a seguir-, que hubo “una civilización avanzada perdida de la Edad de Hielo”. Esta supuesta civilización, habría enseñado una serie de conocimientos avanzados al resto de la humanidad. Hancock, entonces, se encarga de reunir pistas que demuestren su existencia, mientras tiene la oportunidad de ser entrevistado, de exponer sus ideas y defenderse, y de continuar escribiendo sus exitosos libros.
Habría que ver el tamaño del ego de estos sujetos, que rivaliza con el de los arqueólogos y científicos serios, muchos de los cuales no se caracterizan, precisamente, por ser personas humildes, dicho sea de paso. Hancock viaja a Gunung Padang, en Java, Indonesia, donde sus antiguos habitantes usaron cincuenta mil bloques basálticos para erigir una pirámide escalonada de, supuesta, construcción imposible, a Cholula, Puebla, en México, con su gran pirámide, que habría sido edificada para escapar del diluvio, a Xochicalco, en el estado de Morelos, lugar de invención del mito de Quetzalcóatl, que no sería sino uno de esos llegados y encargados de civilizar a los pueblos, a Ggantija, en Malta y sus ciclópeas construcciones -metafóricamente hablando, ya que Hancock se cuida de afirmar que no cree en gigantes-, a Ghar Dalam y su cueva prehistórica, a Mnajdra y su templo solsticial -esos juegos de luz que se repiten a lo largo de edificaciones de todo el mundo, porque convenía a pueblos agricultores tener en cuenta, por aquello de los ciclos estacionales, cuestión que no niega saber Hancock, aclaremos, pero a la que añade la resobada teoría de la estrella Sirio y su “improbable” observación en pueblos carentes de telescopios-, así como a otro lugar preferido por los pseudoarqueólogos, la llamada “barrera de Bimimi”, en las Bahamas, sin dejar de lado menciones del mapa de Piri Reis, ese pedazo de papel que tipos como este suelen usar, como es de esperar, para sus teorías traídas por los pelos, la nunca olvidada y ya poco original existencia de la Atlántida, más allá de los párrafos que le dedicara Platón, el templo de Göbekli Tepe, en Turquía, de fama reciente, construido por cazadores-recolectores que apoyaría su idea sobre una civilización tecnológicamente avanzada y prehistórica y la, posiblemente, más antigua Karahan Tepe, los túmulos de Poverty Point, en la Louisiana estadounidense, y el gran túmulo de la serpiente, para trasladarse luego a Capadocia, también en Turquía, y a la ciudad termitero humano de Derinkuyu, con un capítulo dedicado a la teoría climática del Dryas Reciente, y volver a los Estados Unidos a la región de los Scablands y Murray Springs, donde se localizó una capa geológica que denota una extinción masiva, hace unos doce mil años, que conectaría todos los sitios anteriores a través de un gran cataclismo planetario, por lo cual Hancock, finalmente, nos lanza una terrible advertencia: que si no atendemos a sus teorías, podríamos acabar de la misma manera. Comprendemos, con esto, que siempre habrá alguien dispuesto a desembolsar una buena cantidad de dinero, para producir una serie de dicha naturaleza.
Lo peor de todo es cómo, nuestro héroe pseudohistórico, ignora a toda la caterva de pseudocientíficos que lo precedieron, en busca de “originalidad”. Fue en 1968 cuando el hotelero suizo Erich von Däniken, acusado de malversación de fondos, fue a dar a la cárcel. Las altas ventas de su libro “Recuerdos del futuro”, impreso unos meses antes, le permitieron llevar el juicio. El libro trataba sobre un asunto que no sólo se volvería popular, sino que sería plagiado bajo diversas formas -incluida la de esa súper avanzada civilización de la Edad de Hielo-, donde se daba a la tarea de explicar que, en el pasado, la humanidad fue visitada por astronautas -léase extraterrestres o “alienígenas”- que no sólo transmitieron a diversos pueblos del mundo avanzadas técnicas de construcción y refinadas tecnologías, sino que pusieron las bases de todas las religiones, pues dichos visitantes habrían sido considerados dioses por los pueblos primitivos. A este libro le siguieron otros bestsellers como “¿Carros de los dioses?” o “Regreso a las estrellas”, y una lista tan larga como una letanía de lo falso y lo inventado.
Tras Däniken -que tampoco crearía el concepto, ya que es atribuido a Harold T. Wilkins, una década antes- vino una riada de autores que no sólo siguieron sus pasos, sino que lo copiaron descaradamente, incluyendo pioneros como Jacques Bergier y Louis Pawels, a quienes continuaron Peter Kolosimo, Zecharia Sitchin, los españoles Juan G. Atienza (también cineasta) y J. J. Benítez, así como la serie “Alienígenas ancestrales”, de The History Channel, con el gran entusiasta de las conspiraciones Giorgio A. Tsoukalos y muchísimos más. Todos con las mismas ideas trilladas, que se remontan a las de Charles Fort y a las ficciones cósmicas de H. P. Lovecraft, ni más ni menos, en cuyos cuentos se ofrece, como motivo central, la llegada al planeta de dioses “primigenios”, que se enseñorearían de la humanidad.
Como documental “Los apocalipsis del pasado” está rodado de manera estándar, es decir, no apela sino a una técnica ya conocida, una buena fotografía -varias escenas, necesariamente grabadas con dron-, la recreación por computadora de gráficos de los edificios y estructuras antiguas tal como se verían en su periodo de esplendor, y el recurso de la entrevista a ciertos arqueólogos quienes -¡cómo no!-, igualmente se inclinan a compartir la misma tesis pseudocientífica.
“Los apocalipsis del pasado” es, incluso, menos imaginativo, sugerente y sugestivo, que “Carros de los dioses” (Harald Reinl, 1970), el documental original que adaptaba las obras “Carros de los dioses” y “Retorno de las estrellas” de Däniken, obras que, por cierto, aparecen acreditadas como novelas en dicha película, y que presentaba, con mejor calidad narrativa y cinematográfica, tal tesis. Una propuesta que, científicos de la talla de Carl Sagan, no niegan -véase su libro “La conexión cósmica”, publicado en 1973, donde expone tal posibilidad-, pero sobre la que advierten que hay que tomar con cuidado y reticencias.
En el fondo, lo que subyace en esta teoría es una alta capacidad de subestimar a los pueblos antiguos, cuyas técnicas, en parte, desconocemos, porque se han perdido, pero que la ciencia, conforme avanza -que se va autocorrigiendo-, va descubriendo poco a poco. Carl Sagan contaba en “Cielo e infierno”, el episodio número 4 de la serie de televisión “Cosmos”, la mejor serie de divulgación científica hasta ahora, cómo, cuando los telescopios y sondas enviadas a Venus, sólo detectaron una atmósfera densa, nubosa, compuesta por elementos químicos que impedirían la vida en la Tierra, y que ocultaban su superficie, las especulaciones produjeron divertidas consecuencias. Venus es un mundo “infernal” para nosotros, para hacer una comparación con el concepto religioso, con esa atmósfera extrema. Y, precisamente por ello, los poco escrupulosos investigadores y, con ellos, los imaginativos escritores de Ciencia Ficción (que para imaginar están) supusieron entonces que, si no se podía ver su superficie, en Venus habría pantanos, cuya evaporación produciría dichas nubes, por lo tanto, también habría helechos y ¿quiénes comerían dichos helechos? ¡pues dinosaurios, obviamente! “Observación: no se podía ver nada; conclusión: dinosaurios”. Esta clase de autores asientan sus ideas sobre esas mismas sombras y lagunas arqueológicas. Sagan dijo en alguna ocasión que “las afirmaciones extraordinarias requieren evidencias extraordinarias”. A este aforismo se lo denomina “ley de Sagan” y, dentro de los parámetros de dicha enunciación, cualquier “evidencia” presentada, hasta ahora, por los crédulos en los “alienígenas ancestrales”, incluyendo esa hipotética civilización de la Edad de Hielo, no se sostiene.
Hay una frase muy conocida sobre el mundo del espectáculo: “el humor es cosa seria”. Y, no cabe duda, que estos supuestos investigadores que van por todo el mundo, recorriéndolo en pos de su mitomanía, y viendo lo que quieren ver, satisfaciendo, de paso, un ansia, quizá real, de exploradores, pero entre los que habrá un segmento consciente de que está temática vende, y que de vez en cuando, como el cine de zombis, se pone de moda, ya sea para cubrir ciertas expectativas existenciales en un público tan poco exigente como acientífico y, sobre todo, crédulo por fuerza del asombro, tiene intereses económicos, principalmente.
“El humor es cosa seria”, y es así como debemos ver y acercarnos, críticamente, a esta serie -y todas las otras sobre “alienígenas ancestrales” y de temática similar-, reflexionando que, gracias a este tipo de producciones, la desinformación ha llegado a formar mentes capaces de creer en una Tierra Plana, lo cual es alarmante, para después pasar un buen rato riendo a carcajadas.